Crónicas de melancolía eufórica. Mário de Andrade
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Ella bajó la cabeza con modestia:
—Sí, soy el Diablo.
Y nos miró. Tenía cierta nobleza firme en la mirada. Muchacha medio común, ni linda ni fea, delicadamente morena. Un aire burgués. Llegaba como mucho a «hupmobile».1
—Discúlpeme, señora, pero pensé que era el Diablo, de haber sabido que era una diabla no le hubiera pegado tamaño susto.
Ella sonrió con cierta tristeza:
—Soy el Diablo mismo… Como Diablo no tengo derecho a sexo… Pero Él me permite adoptar la figura que quiera, además de la mía propia.
—Entonces aquella figura en que usted estaba frente a la iglesia de Santa Terezinha…
—Aquella es la mía propia.
Belazarte me miró triunfante.
—¡Te dije!
—Sólo cuando es así, casi de madrugada, y ya nadie está en la calle, es que voy a lamentarme frente a las santas nuevas…
—Pero ¿por qué usted…, es decir…, el Diablo, adopta forma tan pura de mujer?
—Porque sólo me agradan las cosas puras. Ya fui operario, campanilla de tranvía, distribución de víveres… Pero prefiero ser una muchacha casada.
—Entiendo… ¡Es de veras diabólico!
La muchacha me miró desconcertada, sin entender.
—Pero ¿por qué?
—Porque así usted se vuelve desgraciada y manda al infierno a una familia entera de una vez.
—Usted no entiende… ¡No hagan bulla!
Y por artes del Diablo empezamos a ver a través de las paredes. Allá estaba la muchacha durmiendo con honestidad junto a un muchacho muy moreno y aburrido. En el otro cuarto, tres gurisotes lindos, todos machitos, musculosos, derramando salud. Hasta las empleadas allá abajo, el «fox-terrier», todo tan calmo, ¡tan parecido! Pero la felicidad fue desapareciendo y el Diablo-muchacha estaba ahí otra vez.
—Fue pa evitar un escándalo que hice a mi familia desaparecer soñando cuando ustedes entraron. Mi marido los mataba…
—Estaban tan calmos… Parecían felices…
—¡No parecían! Mi familia es inmensamente feliz —un dolor amargo arrugó el rostro suave de la muchacha—. ¡Es mi destino!… No puedo hacerlos sino felices…
—Pero ¿por qué está llorando, entonces?
—Por eso mismo. ¡Usted no me entiende! Mi marido, todos, ¡todos son tan felices por mí! Y yo los adoro, los adoro tanto…
Como humo pesado, ella se contorcía en un agobio indecible. De repente, reaccionó. La inquietud le deformó tanto la cara que quedó de una fealdad diabólica. Lo agarró a Belazarte, implorando:
—¡No! Por lo que sea más sagrado en este mundo pa usted, ¡no revele mi secreto! ¡Tenga compasión de mis hijos!
—Sí, ¡pero al fin de cuentas ellos son diablitos! Usted, así, de muchacha en muchacha, ¡cuántos diablitos está trayendo al mundo!
—Qué horror, ¡mis hijos no son diablos, no! Le juro, ¡yo como Diablo no puedo tener hijos! Mis hijos son hijos de mujer de verdad, ¡son gente! ¡No desgracie a los pobrecitos!
No podía ni hablar ya, atorada en las lágrimas. Belazarte, indeciso, me consultó con los ojos. En realidad era mucha maldad traer infelicidad así, sin más ni menos, a una familia entera. La muchacha creo que se dio cuenta de que estábamos titubeando e hizo un truco de diablo. Empezamos a ver de nuevo a la curuminzada,2 al «fox», tan calmitos… Sólo el muchacho se movía agitado en la cama, sin el peso de la esposa en el pecho. Si se despertaba, era capaz de matarnos.
La visión nos convenció. Iba a ser una canallada desgraciar a aquella familia tan simpática. Después, el bruto escándalo que reventaría en la ciudad, nosotros dos metidos con la Policía, periodistas, haciendo de héroes contra una pobre muchacha… Decidí por los dos:
—Cálmese, señora, nos vamos callados.
—¡No me vayan a traicionar!
—No.
—Juren… ¡Juren por Él!
—Lo juro.
—Pero el otro muchacho no juró…
Belazarte se movió, impaciente.
—¿Qué pasa, Belazarte? ¡Sé caballero! ¡Jurá!
—¡Sea bueno con nosotros!
—Lo juro…
La muchacha escondió con prisa los ojos en una de las manos, con la otra se apoyaba en mí pa no caerse. Era suave. Por los resoplos, la boca mordida, los movimientos de los hombros, me pareció que estaba con tremendas ganas de reírse. Cuando se contuvo, dijo:
—Los acompaño.
Y siempre evitando mostrar la cara, fue primero, abrió la puerta, miró la calle. No había nadie en la madrugada. Extendió la mano y tuvo que mirarnos. En eso, cayó en una carcajada que no paraba más, se reía, se retorcía de risa, y nosotros dos ahí como unos bobos. Logró contenerse y se puso muy simpática, otra vez.
—Disculpen, ¡no tuve cómo! Pero acuérdense que juraron, ¿eh? ¡Muchas, muchas gracias!
Cerró rápido la puerta.
Estábamos nulos frente a la decepción. Y también frente a aquella placa: «Dr. Leovigildo Adrasto Acioly de Cavalcanti, graduado en Medicina por la Faculdade da Bahia, Director General del Servicio de Carreteras de Rodaje del Estado de São Paulo».
Diário Nacional, 26 de abril de 1931
1 Automóvil fabricado por Hupp Motor Car Company entre 1909 y 1940 (curiosamente, hay indicios de que en la época este automóvil no estaba tan extendido como podría inferirse de la crónica).
2 Derivación de curumim: regionalismo amazónico para designar a un niño o criado joven y servicial (dh).
Memoria y perturbación
Ahora que ya disminuyó bastante el valor del lenguaje como instrumento expresivo de nuestra vida sensible, cuento un caso que ilustra bien la fuerza dominadora de las palabras sobre la sensibilidad humana. Quien reflexione un poco sobre la palabra ha de percibir qué misterio poderoso se encubre en sus sílabas. Tuve un amigo que, a veces, paraba por la calle y no podía respirar más al imaginar, supongamos, la palabra «papa». «Pa-pa», era lo que repetía perturbado. Gustosísimamente perturbado. De hecho, la palabra así pensada no quiere decir nada, vive por