Erebus. Michael Palin

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Erebus - Michael  Palin

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Erebus nunca fue un barco elegante. Con un aparejo funcional estilo bricbarca, con velas cuadradas en el palo de trinquete y el mayor y una vela de cuchillo en el palo de mesana, tampoco era particularmente rápido. Con viento a favor, alcanzaba solo entre siete y nueve nudos. Pero, en la experta opinión del bisnieto de su capitán, el contraalmirante M. J. Ross, era «un excelente barco marinero» que «oscilaba y cabeceaba mucho, pero con fluidez, de modo que apenas se tensaban las jarcias ni las vergas».

      Pronto sería puesto a prueba. El 4 de octubre de 1839, a los cuatro días de viaje, mientras pasaban frente a Start Point, el extremo más meridional de Devon, se topó con una espesa niebla, seguida por una galerna y una lluvia intensa. A la mañana siguiente, el Terror no aparecía por ninguna parte. En menos de una semana en el mar, la diáfana instrucción del Almirantazgo de que los dos barcos permanecieran juntos en todo momento ya se había incumplido. La situación, todo hay que decirlo, no pareció preocupar demasiado a Ross. Mientras el cabo Lizard —lo último que verían de la costa inglesa— se perdía de vista a popa, estaba de muy buen humor. «No es fácil describir el gozo y la alegría que sentíamos todos —escribió después— […], al navegar con brisa favorable sobre las azules olas del mar, embarcados al fin en la empresa que tanto habíamos deseado iniciar y liberados de la ansiedad y las tediosas operaciones de nuestros prolongados aunque necesarios preparativos».

      James Clark Ross era un marinero profesional y con experiencia, cauteloso en sus emociones. Había pasado por todo aquello muchas veces en su vida, pero en ningún otro momento revela tamaño alivio al verse en movimiento, lejos de las absurdas discusiones de los funcionarios y de las ceremonias pomposas, rodeado por sesenta hombres y con una misión que cumplir. Navegaba en dirección al sur primera vez, y el viaje sería muy largo; si todo iba bien, iría más al sur de lo que ningún otro barco había ido jamás. El desafío que tenía por delante era formidable, pero lo aceptaba de buen grado. En cuanto hizo que el Erebus virara rumbo sursuroeste, era dueño de cuanto alcanzaban a ver sus ojos.

      La vida a bordo se ajustó a las pautas tradicionales. El día estaba dividido en cuatro guardias de cuatro horas señaladas por el tañido de la campana del barco. A mediodía se tocaba la campana ocho veces, seguidas por un tañido a y media, dos a la una, tres a la una y media, y así hasta que se tocaba otra vez ocho veces a las cuatro, momento en que se reiniciaba el proceso. La tripulación trabajaba cuatro horas sí y cuatro horas no, a lo largo del día y la noche. El contramaestre se plantaba ante las escotillas y llamaba a formar cuando cambiaban las guardias, y los hombres se reunían en cubierta antes de dirigirse a sus respectivos puestos.

      Los días empezaban temprano. Poco después de las cuatro de la mañana, el cocinero encendía los fuegos de la cocina y empezaba a preparar el desayuno. Este debía de consistir en algún tipo de gachas, que se habrían hecho bajar con un poco de galleta. La guardia de las cinco en punto limpiaba las cubiertas y pulía los maderos con piedra, mientras otros los seguían con escobas y cubos y fregaban las cubiertas.

      A las siete y media, todas las hamacas estaban guardadas y, a las ocho campanas, el capitán inspeccionaba los trabajos y, si los aprobaba, el contramaestre podía anunciar el desayuno con un silbido. (El silbato del contramaestre era una parte vital de la vida a bordo: cumplía las funciones que hoy tendría un moderno sistema de megafonía, con diversas melodías y cadencias según las órdenes que debía transmitir). La comida principal se tomaba a mediodía y generalmente consistía en algo parecido a galleta, ternera en salmuera y luego hervida en vinagre a fuego lento (lo que se conoce en inglés como corned beef), queso y sopa. Una ración de grog —unos ciento cincuenta mililitros de ron y agua para cada hombre— se servía con la comida. También en ese momento, si el cielo estaba despejado, con el sol en su punto más alto sobre el horizonte, se tomaban diversas mediciones para determinar la latitud del barco. Otra serie de tareas llenaban el resto del día, entre ellas la comprobación del estado de provisiones y equipo, el manejo de las velas y el lavado de la ropa. Al terminar la tarde se servía más grog, se sacaban los violines, se cantaban canciones y se bailaba.

      Los aposentos del barco se dividían según el rango: los camarotes del capitán, oficiales y suboficiales de mayor grado estaban a popa y los demás rangos ocupaban el espacio hacia la proa. El camarote del capitán se extendía toda la manga del barco. A popa, tenía cinco ventanas por las que mirar, cada una de ellas de unos noventa centímetros de altura y con cuatro paneles de vidrio doble, un marco en el interior y otro en el exterior. Junto al camarote del capitán estaban los de los oficiales: en el lado de estribor, al lado del dormitorio del capitán, había otros para el cirujano y el administrador, ambos de aproximadamente 1,80 por 1,70 metros, con una jofaina en una esquina, una mesa en la otra y una cama con cajones debajo para almacenaje; en el lado de babor había cuatro camarotes similares, tres de ellos ocupados por los tenientes y el otro, por el maestro navegante. Junto a ellas, más hacia la proa, había cuatro camarotes individuales más pequeños que alojaban al asistente del capitán, la alacena del asistente, al primer oficial y al segundo navegante. Tenían poco más que un asiento, un armario, una minúscula mesa y un camastro estrecho. Más adelante, en el lado de estribor, había camarotes individuales para el asistente del administrador, el asistente de la santabárbara y el cirujano asistente (ambos con camastros pero sin lavamanos). Junto a ellos, el maestro artillero, el contramaestre y el carpintero compartían una sala de oficiales y unos aposentos comunes, con dos literas y un camastro.

      Entre las hileras de camarotes se encontraba la sala de oficiales, donde los oficiales comían juntos, servidos por sus propios asistentes y, en ocasiones, acompañados por el capitán. Los oficiales contribuían a las raciones de su propio bolsillo, lo que aseguraba que su menú fuera más variado que el que se servía al resto de la tripulación. Los más acaudalados llevaban su propio vino y otros manjares. El administrador y los suboficiales comían aparte en su propia sala, también conocida como la santabárbara. La escalera y la escotilla principal estaban situadas en el centro del barco, y tras ellas, en el tercio delantero del barco, estaba el castillo de proa, un área abierta donde suboficiales, marines y marineros comían y dormían. Todos, excepto los oficiales y los suboficiales, dormían en hamacas.

      Los hombres comían en mesas de cuatro colocadas a ambos lados del alargado arcón de velas, donde se guardaban las velas de repuesto, y utilizaban sus propios cofres de marinero para sentarse a comer y para guardar sus pertenencias.

      Más allá del castillo de proa estaba la cocina y, finalmente, en la proa, la enfermería. De los planos del barco, se deduce que solo había dos aseos con cisternas, situados a popa, flanqueados por dos gallineros y junto a las «cajas de los colores», donde se guardaban todas las banderas de señales en compartimentos ordenados. Debían de existir otros excusados, pero solo aparecen señalados el del capitán y el de los oficiales.

      En general, había muy poco espacio a bordo y, a menos que fueras un oficial, la privacidad no existía, pero lo mismo podría decirse de prácticamente cualquier otro barco o, de hecho, de muchos de los hogares de los que procedían los marineros, pues a menudo los compartían con unas familias muy numerosas. Las claves de la vida en alta mar consistían en mantenerse activo regularmente, asegurarse de que todo se mantuviera inmaculado y el respeto a las órdenes y a los oficiales que las emitían. Si uno de estos factores se alteraba, como había sucedido con el capitán Bligh en el Bounty, existía el riesgo de que se produjera un motín. Por eso, contar con un destacamento de marines en ambos barcos era muy importante; en el Bounty no había marines a bordo.

      Pero, por lo general, parece que los hombres a bordo de un barco se llevaban bien entre ellos. Un capellán del HMS Winchester, citado por Brian Lavery, describe que «una peculiar característica de la sociedad a bordo es el tono de hilaridad, que a menudo se mantiene hasta un punto que, en cualquier otro lugar, podría resultar incómodo y exagerado», aunque añade que «sería, sin embargo, un gravísimo error concluir, de esta aparente levedad y buen humor, que los marineros son una clase especialmente irreflexiva. Al contrario, pocos hombres son más propensos a la melancolía y a la reflexión seria y profunda». La constante

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