Erebus. Michael Palin
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Durante el ochenta por ciento del año, el mar se hiela y sella de nuevo los secretos del barco. Pero, cuando el hielo se derrite, gente como Ryan —que ha hecho más de doscientas inmersiones— y el resto del equipo de submarinistas regresarán al agua en busca de más detalles preciosos. Mi sueño sería conocer el Erebus de una forma tan íntima como ellos lo han hecho. Aunque sea una sola vez. Lo que necesito ahora de Hooker no son sus medias, sino su traje de submarinista.
Capítulo 1
Hecho en Gales
Dos planos de la época muestran (arriba) un típico barco bombarda de perfil y (abajo) el sollado, o cubierta inferior, y la bodega del Erebus y de su barco hermano, el Terror.
7 de junio de 1826, Pembroke (Gales). Es el sexto año del reinado de Jorge IV, el primogénito de Jorge III y la reina Carlota. Tiene sesenta y tres años, discute constantemente con su esposa, lleva un estilo de vida ostentosamente extravagante y muestra un gran interés por la arquitectura y las artes. Robert Jenkinson, segundo conde de Liverpool y miembro del Partido Conservador, es el primer ministro desde 1812. La Sociedad Zoológica de Londres acaba de abrir sus puertas. Los exploradores británicos están en acción, y no solo en el Ártico. Alexander Gordon Laing llega a Tombuctú en agosto, aunque solo un mes más tarde miembros de las tribus locales lo asesinan por negarse a renunciar al cristianismo. En el norte de Gales se celebran dos grandes logros de la ingeniería: dos de los primeros puentes colgantes del mundo, el puente Menai y el puente Conway, se inauguran en un plazo de apenas unas semanas.
En el otro extremo de Gales, en un estuario cerca de la vieja ciudad fortificada de Pembroke, la gente se reúne esta mañana de principios de junio para una celebración un poco más modesta. Jaleado por una multitud formada por ingenieros, carpinteros, herreros, administrativos y sus familias, el robusto y ancho buque de guerra que han estado construyendo durante los dos últimos años se desliza, con la popa por delante, por la rampa de los astilleros de Pembroke. Los gritos de júbilo se convierten en un rugido de satisfacción cuando entra en las aguas frente a Milford Haven. El barco rebota, oscila y se sacude como un ave acuática recién nacida. Su nombre es Erebus.
No era un nombre alegre, pero es que no había sido construido para animar, sino para intimidar, y su nombre había sido escogido deliberadamente. En la mitología clásica, habitualmente se consideraba que Erebus, el hijo de Caos, representaba el oscuro corazón del inframundo, un lugar asociado al trastorno y la destrucción. Evocar a Erebus era advertir a los adversarios de la llegada del caos, de un temible transmisor del fuego del infierno. El Erebus entró en servicio en 1823 y fue el penúltimo de un tipo de barcos conocidos como bombardas. Los primeros en desarrollarlos fueron los franceses, y luego los ingleses los siguieron, a finales del siglo xvii, para transportar morteros que arrojasen proyectiles por encima de las defensas costeras con el fin de causar el máximo de daños en tierra sin necesidad de arriesgarse a un desembarco. De los demás barcos de su clase, dos fueron bautizados en honor a volcanes —el Hecla y el Aetna— y para los demás se utilizaron diversas permutaciones de la ira y la devastación: Infernal, Fury, Meteor, Sulphur y Thunder. Aunque nunca alcanzaron el prestigio y estatus de los buques de guerra más populares, su última misión, el asedio de Fort McHenry, en el puerto de Baltimore, durante la guerra de 1812 acabó inmortalizada en el himno nacional estadounidense, «The Star Spangled Banner»: «El fulgor rojo de los cohetes y las bombas que explotaban en el aire» se refiere al fuego de los barcos británicos tipo bombarda.
El día en que el Erebus se deslizó por la rampa, los constructores navales de Pembroke se sintieron orgullosos, pero, ya mientras se estabilizaba a orillas del estuario, su destino no estaba claro. ¿Era el futuro o ya pertenecía al pasado?
La derrota de los ejércitos de Napoleón en Waterloo el 18 de junio de 1815 había puesto fin a las guerras napoleónicas, que, tras un breve período de tranquilidad durante la Paz de Amiens en 1802, habían angustiado a Europa durante dieciséis años. Los británicos habían desempeñado un papel muy importante en el esfuerzo bélico aliado y, para cuando el conflicto llegó a su fin, habían acumulado una deuda nacional de 679 millones de libras, el doble del producto interior bruto del país. La Marina Real también se había visto obligada a gastar una enorme cantidad de dinero, pero había superado a la Armada francesa, y ahora era dueña indiscutible de los mares. Ello comportaba nuevas responsabilidades, como patrullar contra el tráfico de esclavos, que Gran Bretaña había abolido en 1807, y operaciones contra los piratas de la costa del norte de África, pero nada que justificara el tamaño que había alcanzado en tiempos de guerra. En los cuatro años que transcurrieron entre 1814 y 1817, los efectivos de la Marina Real descendieron de 145 000 hombres a 19 000. Para muchos, fue una experiencia traumática. Muchos marineros sin empleo se vieron reducidos a mendigar en las calles. Brian Lavery, en su libro Royal Tars, pone el ejemplo de Joseph Johnson, que paseaba por las calles de Londres con una maqueta de la Victory de Nelson sobre la cabeza. Al mover la cabeza de arriba abajo simulaba el movimiento del barco a través de las olas y, de ese modo, se ganaba unos pocos peniques de los que pasaban junto a él. Un marinero de la Marina mercante que solo encontró trabajo en un buque de guerra quedó horrorizado: «Por primera vez en mi vida, vi el monstruoso lugar que habría de ser mi residencia durante varios años, y una angustia que no sé describir me embargó».
Existía un enconado debate sobre el futuro de la Marina Real. Algunos vieron en el fin de las hostilidades la oportunidad de reducir el gasto de defensa y empezar a pagar parte de la enorme deuda que se había acumulado debido al esfuerzo de la guerra. Otros argumentaban que la paz no duraría mucho tiempo. Napoleón, el emperador derrotado, había sido enviado a la isla de Santa Elena, pero ya había escapado una vez de su cautiverio, y muchos tenían fundadas dudas de si este último exilio sería realmente el final de su asombrosa carrera. Por ello, y para asegurarse, eran partidarios de reforzar la Marina Real.
A grandes rasgos, se impusieron las Casandras. El Gobierno autorizó la inversión en nuevos astilleros, entre ellos un gran complejo en Sheerness (Kent) y otro mucho más pequeño en Pembroke (Gales). También se inició la rápida construcción de cuatro buques de guerra —Valorous, Ariadne, Arethusa