Susurros subterráneos. Ben Aaronovitch

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Susurros subterráneos - Ben  Aaronovitch Ríos de Londres

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de todo hay que sacar provecho. Pasados cinco minutos, comenté que había oído que desde la terraza se tenían unas vistas maravillosas y pregunté si podía asomarme. Woodville-Gentle me dijo que adelante, de manera que me levanté y, después de que Varenka me enseñara cómo se abría la puerta corrediza, salí. Le había dado unas palmaditas distraídas al bolsillo de la chaqueta cuando me había levantado. Llevaba una caja de cerillas dentro para parecer creíble, así que estaba convencido de que pensaban que había salido a fumar. Todo formaba parte del astuto plan de Lesley.

      Las vistas eran extraordinarias. Me apoyé en la barandilla del balcón y miré hacia la cúpula de San Pablo, al sur, y hacia Elephant and Castle, al otro lado del río, donde el edificio conocido cariñosamente como la «Maquinilla de Afeitar Eléctrica» competía en importancia con el infame poema de hormigón y carencias de Stromberg: la Torre Skygarden. Y, a pesar de las nubes bajas, pude distinguir detrás de ellas las luces de Londres que se dispersaban sobre las colinas North Downs. Al darme la vuelta, pude ver directamente el caos del centro de Londres, donde, por un efecto de la perspectiva, se confundían la circunferencia del London Eye y la silueta picuda y gótica del palacio de Westminster. En todas las calles principales las luces de Navidad brillaban y se reflejaban en la nieve recién caída. Podría haberme quedado allí durante horas si no hubiera sido porque hacía tanto frío que se me estaban congelando las bolas y porque se suponía que debía ponerme a husmear.

      La terraza tenía forma de ele: una parte ancha junto al salón, me imaginé que para tomar el té de la tarde bajo el sol, y después otro tramo mucho más estrecho y largo que recorría la longitud del piso. Gracias a los planos que nos había enviado un agente inmobiliario, sabíamos que todas las habitaciones, menos los baños y las cocinas, tenían puertas francesas que daban a la terraza y, como éramos policías, también sabíamos que la probabilidad de que estuvieran cerradas, a treinta pisos de altura, era remota. La terraza medía poco más de treinta centímetros y, aunque la barandilla me llegaba a la cintura, me mareaba si desviaba la mirada demasiado a la izquierda. Supuse que la enfermera dormía en el dormitorio más pequeño de los dos que había, así que seguí avanzando hasta el final de la terraza, que terminaba en una puerta de salida de emergencia. Me puse los guantes e intenté abrir las puertas francesas, que se abrieron con un silencio alentador. Entré.

      La puerta del dormitorio estaba abierta, pero la luz del pasillo del fondo estaba apagada, así que la habitación estaba demasiado oscura para ver nada. Pero no estaba allí para usar los ojos. Había un olor rancio a enfermo mezclado con polvo de talco y, extrañamente, con Chanel número 5. Respiré profundamente e intenté percibir algún vestigium.

      No había nada, o al menos nada que resultara evidente.

      No tenía tanta experiencia como Nightingale, pero estaba dispuesto a apostar que no había ocurrido nada relacionado con la magia en ese piso desde que lo construyeron.

      Decepcionado, me moví despacio hasta que pude ver la puerta, el pasillo entero y el salón en el que Lesley seguía haciendo sus preguntas. Era obvio que había conseguido captar la atención de Woodville-Gentle: el viejo estaba inclinado hacia delante en su silla y miraba, para mi sorpresa, a lo que me di cuenta que era el rostro descubierto de Lesley. Varenka también parecía fascinada; escuché que preguntaba algo y vi que la boca deforme de Lesley le contestaba. Como último recurso, Lesley había bromeado con que podría quitarse la máscara para crear una distracción, pero nunca pensé que llegaría a hacerlo. Woodville-Gentle alargó el brazo con un gesto vacilante y delicado, como si quisiera tocar la mejilla de Lesley, pero ella echó la cabeza hacia atrás y volvió a ponerse la máscara torpe y rápidamente.

      De repente noté que Varenka, que había estado de pie a un lado observando, se había dado la vuelta para mirar por el pasillo y la habitación principal. Me quedé completamente quieto; estaba escondido en las sombras y estaba seguro de que, si no me movía, no podría verme.

      Volvió la cabeza para decirle algo a Woodville-Gentle y se apartó unos pasos, de modo que desapareció de mi vista. Un tanto para el pequeño ninja de Kentish Town.

      —Las cosas que tengo que hacer para que no te metas en líos… —dijo Lesley mientras íbamos en el ascensor camino del parking. Se refería a lo de quitarse la máscara—. ¿Ha valido la pena?

      —No percibí nada —dije.

      —Me pregunto qué causó su apoplejía —dijo. Los derrames cerebrales progresivos eran uno de los muchos, variados y emocionantes efectos secundarios de practicar la magia—. Ya sabes, si hubo una panda de niños pijos aprendiendo magia, alguno de ellos tuvo que haberse lesionado en algún momento. A lo mejor deberíamos pedirle al doctor Walid que busque derrames y esas cosas en nuestra quiniela de sospechosos.

      —Sí que te gusta hacer papeleo.

      Las puertas se abrieron y nos dirigimos hacia el parking congelado.

      —Así es como se coge a los malos, Peter —dijo Lesley—. Haciendo el trabajo preliminar.

      Me reí y me dio un puñetazo en el brazo.

      —¿Qué? —preguntó.

      —Te he echado mucho de menos mientras no estabas —dije.

      —Oh —dijo, y se quedó callada durante todo el trayecto de vuelta a La Locura.

      No nos pareció extraño que Nightingale no hubiera regresado de Henley ni que Molly estuviera acechando en la entrada a la espera de su vuelta. Toby se puso a dar saltos alrededor de mis piernas mientras me dirigía al comedor privado, donde Molly, que se sentía optimista, había puesto la mesa para dos. Por primera vez desde que me mudé, la chimenea estaba encendida. Volví a salir a la terraza y vi a Lesley que se dirigía hacia las escaleras para subir a su habitación.

      —Lesley —la llamé—. Espera.

      Ella se detuvo y me miró, su rostro era una máscara de color sucio.

      —Ven a cenar —dije—. Será mejor que lo hagas, de lo contrario, tendremos que tirarlo.

      Miró hacia lo alto de las escaleras y después en mi dirección. Sé que la máscara le da picores y que probablemente estaría deseando subir a su habitación y quitársela.

      —Ya te he visto la cara —dije—. Y Molly también. Y a Toby no le importa una mierda mientras consiga que le den una salchicha. —Toby ladró en el momento preciso—. Quítate esa jodienda, odio comer solo.

      Asintió.

      —Vale —dijo, y empezó a subir.

      —¡Eh! —le grité.

      —Tengo que echarme crema, idiota —me respondió.

      Miré a Toby; se estaba rascando la oreja.

      —Adivina quién viene a cenar —dije.

      Molly, dolida quizás por la cantidad de comida para llevar que ingeríamos en las cocheras, había empezado a experimentar. Pero esa noche, probablemente por comodidad, había vuelto a los clásicos. De hecho, se había remontado a la vieja Inglaterra.

      —Es venado a la sidra —dije—. Lo ha tenido en remojo toda la noche. Lo sé porque anoche bajé a buscar un tentempié y los vapores casi acaban conmigo.

      Molly lo había servido aderezado con champiñones en una olla, con patatas asadas, berros de agua y judías verdes. Lo importante, desde mi punto de vista, era

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