Familias fatales. Ben Aaronovitch

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Familias fatales - Ben  Aaronovitch Ríos de Londres

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—comentó.

      —Dios, eso espero —dijo Slatt.

      El camino que había más adelante estaba lleno de barro, pero lo atravesé con la confianza de un hombre que se ha asegurado de meter unas botas DM en su kit de supervivencia. Ya sea en el campo o en la ciudad, uno no quiere llevar puestos sus mejores zapatos en la escena de un crimen. A no ser que seas Nightingale, que parecía tener un suministro ilimitado de zapatos de calidad hechos a mano que otra persona se encargaba de limpiar y de sacar brillo. Sospechaba que probablemente sería Molly, pero podrían haber sido unos gnomos, que yo supiera, o cualquier otro espíritu de la casa indeterminado.

      A cada lado del camino había una hilera de árboles esbeltos con unos troncos pálidos que Nightingale identificó como abedules plateados. La hilera sombría de árboles puntiagudos y oscuros que había más adelante estaba conformada, por lo visto, por abetos Douglas intercalados con algunos alerces aquí y allá. Nightingale estaba horrorizado por mi falta de conocimientos arbóreos.

      —No entiendo cómo conoces cinco formas de unir ladrillos pero eres incapaz de distinguir el árbol más común de todos —dijo.

      En realidad conocía veintitrés formas de unir ladrillos, si contaba el estilo Tudor y el resto de estilos de la Edad Moderna, pero me lo guardé para mí mismo.

      Alguna persona sensata había puesto cinta reflectante de un árbol a otro para señalar nuestro camino descendente hacia el sitio desde el que me llegaba el zumbido de un generador portátil y donde veía los flashes blancoazulados de las cámaras, las chaquetas amarillas reflectantes y las figuras fantasmagóricas de las personas ataviadas con trajes desechables de papel.

      En oscuros tiempos lejanos, se embolsaba a la víctima, se la etiquetaba y se la enviaba a la morgue en cuanto se tomaban las primeras fotografías. Hoy en día, los patólogos forenses colocan una tienda sobre el cuerpo y se instalan indefinidamente. Por suerte, de vuelta en la civilización, no tardan mucho tiempo, pero en el campo hay toda clase de insectos y esporas interesantes que se dan un festín con el cadáver. Según nos han contado, estos ofrecen una gran información sobre la hora de la muerte y el estado en el que se encontraba el cuerpo cuando cayó al suelo. Catalogarlo todo puede llevar un día y medio y acababan de empezar cuando llegamos. Se notaba que a la patóloga forense no le hacía gracia que otro grupo desconocido de policías interfiriera en su cuidada investigación científica, incluso aunque nos portáramos bien y fuéramos vestidos con unos trajes Noddy con las capuchas y mascarillas puestas.

      Y al inspector jefe Manderly, que había llegado allí antes que nosotros, tampoco le hacía gracia. Aun así debió de pensar que, cuanto antes empezáramos, antes nos marcharíamos, porque se puso a hacernos señas de inmediato para que nos acercáramos y nos presentó a la forense.

      Yo había echado bastantes horas junto a cadáveres desde que me uní a La Locura y, después del bebé al que arrojaron y del Hari Krishna al que le había explotado la cabeza, pensaba que me había vuelto más frío. Pero, como le he oído contar a los agentes con experiencia, nunca consigues serlo lo suficiente. Era el cuerpo de una mujer, estaba desnudo y cubierto de barro. La forense nos explicó que la habían enterrado en una tumba de poca profundidad.

      —Solo estaba a doce centímetros de la superficie —dijo—. Los zorros habrían acabado con ella en cuestión de segundos.

      No había señales de lucha, de manera que Robert Weil, si es que había sido él, se había limitado a depositarla en el agujero y cubrirla. Con aquella luz artificial, la mujer parecía estar tan gris e incolora como las fotografías del holocausto que recuerdo del colegio. No veía más allá del hecho de que era caucásica, mujer y ni una adolescente ni tan mayor como para tener la piel caída.

      —A pesar de este entierro chapucero —dijo la forense—, hay pruebas forenses de tácticas defensivas, todos los dedos han desaparecido a partir de la segunda falange y, por supuesto, está la cara…

      O su ausencia, más bien. De la barbilla para arriba no había nada salvo una papilla roja moteada del blanco de los huesos. Nightingale se agachó y situó el rostro tan cerca como para haber besado la zona donde habrían estado los labios de la mujer. Yo aparté la vista.

      —Nada —me dijo Nightingale mientras se incorporaba—. Y tampoco ha sido dissimulo.

      Respiré hondo. Así que no era producto del hechizo que le destrozó la cara a Lesley.

      —¿Qué cree que lo ha causado? —le preguntó Nightingale a la forense.

      Esta señaló la zona de la parte de arriba del cuero cabelludo, que presentaba unos pequeños surcos rojos.

      —Nunca lo he visto en carne y hueso, por así decirlo, pero sospecho que el disparo de una escopeta en el rostro a poca distancia.

      Las palabras «a lo mejor alguien pensaba que era una zombi» intentaron escaparse de mi garganta con tanta fuerza que tuve que ponerme la mano delante de la mascarilla para que no salieran.

      Nightingale y la forense me miraron con curiosidad antes de volver a centrarse en el cadáver. Salí corriendo de la tienda con la mano aún sobre la boca y no me detuve hasta que me alejé del perímetro forense interno, donde pude recostarme contra un árbol y quitarme la mascarilla. Ignoré las miradas compasivas de los policías de más edad que había fuera; prefería que pensaran que estaba mareado y no que me estaba conteniendo para no reírme.

      La agente Slatt se acercó y me ofreció una botella de agua.

      —Queríais que hubiera un cadáver —dijo mientras me enjuagaba la boca—. ¿El caso es vuestro?

      —No, no creo que vaya a ser nuestro —dije—, gracias a Dios.

      * * *

      Nightingale tampoco lo pensaba, de manera que volvimos a Londres tan pronto como nos deshicimos de nuestros trajes y le dimos las gracias al inspector jefe Manderly por su cooperación. Nightingale condujo.

      —No había vestigia, y la verdad es que me parecía la herida que produce una escopeta —dijo—. Pero estoy dispuesto a preguntarle al doctor Walid si le gustaría venir y echarle un vistazo en persona. Solo para asegurarnos.

      La lluvia constante había aflojado mientras nos dirigíamos al norte y vi las luces de Londres reflejadas más allá de las nubes, justo pasadas las North Downs.

      —Un asesino en serie normal y corriente, entonces —convine.

      —Estás sacando conclusiones apresuradas —dijo Nightingale—. Solo hay una víctima.

      —Que sepamos —indiqué—. Bueno, aun así ha sido una pequeña pérdida de tiempo para nosotros.

      —Teníamos que asegurarnos —dijo Nightingale—. Y nunca viene mal salir al campo.

      —Oh, claro —dije—. No hay nada como una escapada a la escena de un crimen. Es imposible que esta sea la primera vez que investigas a un asesino en serie.

      —Si es que lo es.

      —Y si lo es, no puede ser el primero.

      —Por desgracia, eso es verdad —dijo—, aunque yo nunca he sido el oficial al mando.

      —¿Alguno de los famosos eran seres sobrenaturales? —pregunté. Pensaba que aquello explicaría muchas cosas.

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