Libertad. Varios autores

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emborronados y se preguntó si ella sentiría lo mucho que la amaba desde aquel cristal. Era perfecta. Una muñeca blanquita con unos deditos tan pequeñitos, que sentía unos impulsos horribles por poder achucharla y besarla.

      Esa tarde tendría otro rato de «canguro». Así lo llamaban en el hospital. La jornada se hacía para que los bebés sintiesen el calor de sus padres y, de esa forma, poder estar con ellos durante unas horas. Todas las que él no podía estar allí porque no se lo permitían.

      Y qué malo era para Manuel cada vez que tenía que mirarla por última vez y debía de salir por la puerta de la uci, pensando en si esa noche una llamada destrozaría su vida para siempre, en si su niña había pasado la noche bien o en si había alguna complicación nueva.

      Nunca había sido creyente, pero desde que la pequeña llegó al mundo, se había aprendido todas las oraciones habidas y por haber. Qué retorcidas éramos las personas cuando se trataba de buscar fe de cualquier manera y, aunque él sabía que eso no era del todo correcto, nada podía frenarlo cuando en el silencio de la noche, mientras se ahogaba con sus lágrimas, lo único que era capaz de pedir era «Dios míos, sálvala».

      La ansiada mañana había llegado y Manuel tuvo que desplazarse hacia otra provincia con lo puesto y sin tiempo que perder, pues esa noche no había conseguido pegar ojo.

      Llegó a un enorme hospital, mucho más grande que el anterior, y aparcó el coche a toda prisa para llegar a las puertas de urgencias por donde Esperanza sería hospitalizada y llevaba a la planta superior.

      Le ofrecieron sentarse en una sala diminuta de espera. La operación sería en unas horas y Manuel estaba de los nervios. Esa noche tendría que dormir en el coche porque, según le habían informado, como no tenía lactancia, no tenía derecho a solicitar una de las habitaciones de un albergue donde se quedaban los padres de los bebés trasladados de otras provincias. Todo muy ilógico, pensó. Él no podía darle de mamar a su hija, pero era su padre.

      La única persona que su hija tenía en el mundo.

      Y no tenía derecho a nada. Ni a dormir en una cama, ni a una comida gratuita en el hospital ni a una simple botella de agua. Todo lo que sí les daban a las madres. ¿Por qué? Nadie lo sabía, pero estaba claro que era una injusticia en toda regla.

      —¿Le apetece un café?

      Tenía los codos apoyados en las rodillas y las palmas de las manos pegadas, como si estuviese rezando. Y, mentalmente, lo hacía. Elevó sus ojos al escuchar aquella voz femenina que no reconoció, pensándose que era una enfermera. Raro, aunque fue lo que le pasó por la mente.

      Al provocar ese movimiento, se encontró con la miranda profunda y azul de una mujer sin uniforme. Entrecerró los ojos y negó con la cabeza sin hablar. No deseaba que nadie lo molestase y no quería deberle nada a nadie. Ya había aprendido demasiado bien sobre las personas. Sobre la vida, a fin de cuentas.

      —Le quedan unas cuantas horas para que su hija salga de quirófano. Más las horas que tendrá que estar despierto esta noche con la recuperación. Hágame caso, tómese un café.

      —¿Cómo sabe usted lo que le pasa a mi hija? —le preguntó alzando una ceja.

      La mujer era muy bella. De largos cabellos rojizos, ojos tan claros que traspasaban con solo mirarla y una deslumbrante sonrisa en sus labios. Nada que ver con la cara que debería tener Manuel en aquel instante.

      Ella se sentó a su lado en el sofá negro, hundido por la cantidad de pacientes que había pasado por allí. Suspiró y volvió su rostro para enfocarlo. No supo por qué, pero en ese instante él sintió algo en el pecho que jamás había notado. Algo como la falta de aire al conocer a una persona.

      —Mi hijo también ha sido operado del ducto. Ayer. Ya está bien. Y he oído a la enfermera hablar antes… —Pareció avergonzarse—. He escuchado que es de la misma ciudad que yo, y he pensado que ¡menuda coincidencia! —Sonrió, pero Manuel no lo hizo y se sonrojó—. Disculpe si le he ofendido. Solo quería distraerlo un poco…

      Manuel notó sus nervios cuando la mujer ya se levantaba y, sin saber qué lo impulsó a hacerlo, elevó su mano y rozó la de ella sintiendo un extenso calambrazo. Los dos sonrieron de manera cautelosa.

      —Me llamo Manuel. No me tutees, por favor. Discúlpame tú. Estoy muy nervioso y no sé siquiera si podré tomarme ese café.

      —Yo me llamo Elena. No te preocupes, te entiendo. Ayer estuve todo el día sola y me comían los nervios.

      —¿Y su marido? —se atrevió a preguntarle. Ella negó con la cabeza y un gesto serio—. Oh, perdóneme.

      —No. Tranquilo. Soy madre soltera y muy orgullosa. ¿Su mujer? —Ahora el que negó fue Manuel y ella se sonrojó de nuevo—. Vaya, veo que esta conversación va a estar llena de disculpas.

      Esa vez los dos rieron con sinceridad y, durante horas, conversaron sin darse cuenta de que el tiempo transcurría. Al final, ese café lo tomaron en la misma puerta de la uci, esperando noticias cuando la hija de Manuel fue a quirófano y, por primera vez en la vida, tuvo a alguien en los momentos más duros.

      En los que más necesitaba.

      Unas horas más tarde, el cardiólogo al cargo de la operación apareció sin que Manuel se diese cuenta de que el tiempo había transcurrido más rápido de lo normal y, con el corazón en un puño, recibió una enorme sonrisa que le indicó que su hija estaba sana y salva. La mano de Elena paseó por su hombro con mimo y él le devolvió una sonrisa junto con unas lágrimas de felicidad que ni pudo ni quiso retener.

      —Ahora tenemos una estupenda noche en vela para ponernos al día en la sala de espera —informó ella con tono bromista.

      Manuel tomó una gran bocanada de aire y, siendo consciente de que lo peor pasaría en unas horas, se sintió liberado al saber que podría empezar de cero de verdad.

      Sin obstáculos.

      Sin barreras.

      Con su bebé.

      Con Esperanza y, quién sabía, tal vez con alguna sorpresa más después de aquella noche de confesiones.

      Bárbara Bouzas

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      —¿Estás bien, cielo? —quiso saber mi madre, mirándome preocupada.

      Estaba perdida en mis pensamientos mientras removía el colacao sin mucho ánimo.

      —Sí, sí. —Me detuve y la miré con una pequeña sonrisa.

      —¿Otra vez? —me preguntó dejando la loza a medio lavar para sentarse conmigo a la mesa. Asentí—. ¿Qué ha sido esta vez?

      Llevaba soñando desde hacía una semana, aunque más que sueños podría llamarlas pesadillas. Era como si sufriese lo que estaba ocurriendo en la piel de los protagonistas, pero sin ser yo. Lo veía desde fuera. Algo raro que nunca me había sucedido y que me dejaba el cuerpo abatido y la mente embotada. Sabía que tenían un significado, que todas esas personas que se presentaban en mis sueños querían algo.

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