Don Lorenzo Milani. Michele Gesualdi
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Escribir acerca de esa experiencia no es fácil para mí, porque se asoman a mi memoria doce años de vida en común con Don Lorenzo: una montaña de recuerdos sobre el hombre, el sacerdote, el maestro, el hermano-padre. Muchos de esos recuerdos pertenecen a aquella esfera del alma que no desea compartirse con nadie, y contar se convierte en una violencia contra mí mismo que no me apetece padecer.
Mi hija Sandra se opone, aunque delicadamente, a esta posición mía y sostiene que el tiempo hace que también aquello que se vive como lucha se convierta en un don universal.
Sobre todo ahora que una rara enfermedad me ha debilitado y me ha quitado la fluidez de la palabra, y estoy obligado a permanecer más en casa, me hurga y me espolea para que coja la pluma.
La comprendo, porque ella, al igual que su hermano Daniele y su hermana Emanuela, son hijos de dos barbianeses. La casa parroquial de Barbiana donde está la escuela fue desde su nacimiento durante muchos meses del año su propia casa. Han respirado ese clima, vivido en medio del material de la escuela, y han percibido a Don Lorenzo como figura familiar. La «abuela» Eda nos ayudó a los padres a criarlos hasta la adolescencia y habló mucho con ellos de aquella experiencia.
Ahora que son adultos quieren profundizar y seguir conociendo. Por eso ni Sandra ni tampoco los otros dos, de forma más discreta, me dejan en paz. Por ahora no les hago caso; ¡en el futuro veremos!
MICHELE GESUALDI
1
PRÓLOGO
Don Lorenzo Milani es un sacerdote incómodo. Tiene una gran hambre de verdad y una gran sed de justicia. Su lenguaje fuerte y cortante hiere a los poderosos y alienta a los débiles. Consume su sacerdocio para armar a la gente pobre de dignidad y de palabra para que se rebele contra las injusticias sociales que ofenden a Dios y a la humanidad. Su guía es el Evangelio.
Los últimos lo siguen y lo aman. Los fuertes, dentro y fuera de la Iglesia, lo temen y persiguen. Él no se rinde, y pagará duramente su propia coherencia con el Evangelio.
Será expulsado al exilio para reducirlo a silencio.
El pueblo cristiano juzga severamente a quienes apagan la voz de los purificados por la Palabra de Dios y se siente atraído por quienes son sacrificados por haber puesto la verdad de conciencia por encima de la conveniencia.
Se cuenta que, cuando en Florencia, Fray Jerónimo Savonarola era llevado a la hoguera, condenado por un papa y por un cardenal, sus hermanos en religión cantaban el Te Deum. La multitud que abarrotaba la piazza della Signoria interpretó ese canto como un agradecimiento a Dios por un fraile que ascendía al cielo y por un papa y un cardenal que se hundían en el infierno. Una triste página para la historia de la Iglesia florentina.
Unos siglos después, siempre en Florencia, la Iglesia decide silenciar otra voz, la del sacerdote Lorenzo Milani. No ya con la horca o la hoguera, sino mediante el exilio.
Los métodos han cambiado, pero los objetivos siguen siendo los mismos: hacer pagar con la marginación su fidelidad a la Palabra de Dios y a la Iglesia de los pobres.
Se le quita la parroquia donde trabaja desde hace siete años y se le expulsa a Barbiana, preso tras los barrotes de la soledad y de la nada de una montaña.
Exilio desastroso para los débiles
Los que utilizan esta forma de tortura para liquidar a los adversarios son en general ciegos para los signos de los tiempos. Saben que el exilio es desastroso, pero no captan que lo es solamente para los débiles, no para los fuertes. Para los débiles representa la desestima de sí mismos, no saben beber ese cáliz y son asaltados por el deseo de perder la fe, de colgar los hábitos, de caer en las miserias más bajas.
Por el contrario, a los fuertes, el exilio les ofrece la posibilidad de atemperarse, de no rendirse, de buscar la nueva puerta que Dios ha abierto para ellos, sin hacerlos ceder a componendas y renunciar a la alegría de decir siempre la verdad.
El hombre de Dios en el exilio es ayudado por el Espíritu Santo a purificar su propia alma y a hacer cada vez más incisiva su palabra y su pluma para desenmascarar las mezquindades de los hombres que tienen el poder y reforzar el lazo con Dios. En la soledad puede conversar con él, pensar más, y esto le hace volverse mejor, hace crecer su fuerza lógica y dialéctica, el abismo entre su mente, cada día más límpida, y la de sus perseguidores, cada día más cerrada.
El exilio mejora la comprensión del prójimo. Se ama más y se es más amado, y esto ahonda la brecha que separa de quien nunca ha amado ni ha sido amado.
Barbiana debía ser un duro exilio para Don Lorenzo Milani. Pero la realidad fue muy distinta, pues lo transformó e hizo que se convirtiera en un hombre nuevo. Hoy es imposible pensarlo separado de Barbiana, y hemos de rendirnos ante el misterio de una vida religiosa de singular riqueza, cuyos aspectos más dolorosos se han vuelto extraordinariamente fecundos.
Tampoco fue tierna con él la sociedad civil, que lo procesó por haber arremetido contra la guerra y haber defendido a los jóvenes encarcelados por haberse negado a aprender a matar.
Solo evitó las esposas gracias a su «Patrón», que lo llamó a la edad de 44 años, pocos meses antes de la sentencia condenatoria. Pero la condena de la sociedad fue para él mucho menos dolorosa que la incomprensión de su Iglesia.
No obstante, el tiempo pone las cosas en su lugar y, durante su camino, sepulta a los viciosos y hace florecer a los virtuosos.
Esa es la enseñanza que nos transmite también el exilio de otro florentino: Dante Alighieri, cuya obra cumbre, La divina comedia, se basa en una sólida y segura doctrina trascendente, como la católica. Dante era un cristiano integral, pero esto no le impidió poner en el infierno a no menos de dos papas, uno de ellos en vida, además de a un arzobispo.
Brontolo
Brontolo («Gruñón»), el simpático hombre de pueblo florentino que desconfiaba de todo, repetía: «Si la Iglesia ha perdurado desde hace dos mil años a pesar de la podredumbre, significa que Dios la protege. Usa de tolerancia para no negar la libertad incluso de equivocarse, pero cada tanto pierde la paciencia y manda un papa iluminado a fustigar y a poner las cosas en su sitio».
Brontolo interpreta la sabiduría popular: la Iglesia puede errar, pero camina, a veces lentamente, y llega a destino. Solo hay que tener paciencia. Por lo demás, para ella, algunas décadas no son nada frente a la eternidad.
Viéndolos desde la actualidad, la hoguera de Savonarola y el exilio de Don Lorenzo Milani tienen algo de increíble. Para el primero se ha abierto la causa de beatificación, mientras que el segundo es ya un punto de referencia para muchos, tanto en la Iglesia como en la sociedad. Y, a causa de su exilio, Barbiana es hoy conocida en toda Italia. Aunque todavía no aparezca en los mapas.
Barbiana ayer
Cuando en 1954 Milani fue enviado como párroco a Barbiana, nadie conocía el lugar. En ese entonces, Barbiana era nada: solo el nombre de una localidad sin historia, sin carretera, sin luz eléctrica, sin agua en las casas, sin escuela, sin esperanza y sin futuro, destinada a ser borrada de la memoria. Solo una iglesia,