Camino hacia la felicidad. Ángel Alcalá

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Camino hacia la felicidad - Ángel Alcalá Colección Nueva Era

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      Cuando tuve mi bad trip, como se denomina en psicología a una experiencia de este tipo (para una descripción literariamente interesante de este fenómeno recomiendo Cielo e infierno, de Aldous Huxley), experimenté, dejando de lado detalles escabrosos que no aportan nada, la disolución de mi conciencia, el vacío, la nada.

      Esto, como podrá imaginarse, aunque sea solo superficialmente, es más espantoso que cualquier tragedia familiar o personal por terrible que sea, podría decirse que está a otro nivel. Es la nada, la inexistencia, pero, y es un pero muy importante, después de años de ocurrida la experiencia, me di cuenta de que si experimenté la disolución de todo es porque aún quedaba algo para experimentar esa disolución. Ese algo eres tú, más allá de tu conciencia habitual y personal, más allá de lo que creíste ser.

      No quiero ser malinterpretado, no aconsejo buscar experiencias de este tipo, yo tuve suerte, tenía todas las papeletas, según los médicos, para haber muerto en este trance.

      Lo que sí quiero resaltar es que, por mucho que te aterre la vida y las desgracias, por más que no encuentres sentido a tu vida, hay algo en ti, esa chispa de conciencia, que no te abandonará mientras estés aquí.

      Y no solo eso, vivir experiencias fuera de lo habitual, profundas y aterradoras —todo lo profundo lo es—, numinosas, tomando prestado el término de Rudolf Otto, no solo no te destruirá, sino que pondrá en marcha una serie de mecanismos, de recursos (se me viene a la mente la reserva de Gurdjieff) que traerán como consecuencia la activación de aptitudes desconocidas y, con ellas, una relativización de los miedos cotidianos, un apego a la realidad experimentada por los sentidos, una confianza en tus propios recursos y una decisión de seguir en la vida que antes ni siquiera imaginaste.

      El horror te cegará, pero solo por un tiempo, si el proceso no te destruye —y no suele suceder— tus ojos se abrirán más de lo que creíste posible. Es como el caso de un animal acorralado: el animal huye del peligro —digamos un depredador— que le persigue, cuando se ve arrinconado y ya es imposible toda huida, un valor y una furia desesperada se adueñan de él y acomete como último acto definitivo de protección de su existencia. A veces el animal hace huir a su verdugo, otras muere, pero, en cualquier caso, esta respuesta hace ver que tenemos recursos dormidos que no se despiertan y actúan habitualmente y por ello pasan por inexistentes a nuestra conciencia; en el caso del ser humano, la experimentación de esta conducta ante lo inevitable le hace ver que es mucho más fuerte, capaz y determinado de lo que había supuesto. Instrumentalizar e incorporar este conocimiento de hasta dónde estamos dotados, resultante de la vivencia de situaciones extremas, nos otorgará oportunidades y lucidez antes no sospechadas.

      El psiquiatra Viktor Frankl, creador de la logoterapia, decía que incluso en los casos más graves de esquizofrenia siempre hay un centro, un punto, una llama en el interior del enfermo, que es incorruptible y lucha por expandirse y recuperar la salud y la cordura; la existencia de ese punto se activa habitualmente tras sucesos traumáticos, pero —afortunadamente— podemos valernos de la existencia de esa llama sin pasar por una desgracia que la revele. ¿Cómo? Con la inmersión total y absoluta en el momento vital que estemos experimentando. No rehuir un trauma, no intentar enmascararlo, vivirlo en toda su dimensión, sufrirlo y sentirlo. De lo contrario se cae en una falsificación de la existencia, e ir en contra de lo que te depara esta, por terrible que parezca, dedicarse a adornarla, rehuirla o disfrazarla trae al final muchos más problemas de los que —aparentemente— evita.

      Pongamos un ejemplo para ilustrar esto: una persona puede tener auténtico miedo a ser rechazada por la gente, a no poder hacer amistades, encontrar pareja, ser valorada en el trabajo, en estos casos, muy habitualmente esa persona puede rehuir todo contacto social, salvo, quizás, los más familiares y arraigados, de esta manera tiene una “ganancia ficticia” que le va a permitir no ser rechazado nunca y evitarse el dolor y la vergüenza pero, y aquí viene lo importante, nunca resolverá su problema, no conseguirá pareja, ni amistades, se trata de una especie de “procrastinación de la vida”.

      Es vital romper este círculo vicioso de “ganancias ficticias”, este miedo que nos lleva a instalarnos en aquello que refería Oscar Wilde al escribir “la mayoría de la gente no vive, simplemente existe”.

      Pero, en definitiva, ¿qué es lo que nos lleva a esa “ceguera por horror”? Pues la imposibilidad de definir la realidad, el darse cuenta de lo aparentemente arbitrario de la existencia y el miedo al futuro —léase miedo a la muerte, que es el origen de todo miedo.

      Cuando nos volvemos conscientes de que hemos vivido siempre en un mundo que es una construcción heredada, que no es válido y real sino en la medida en que ha sido asumido así por nuestro entorno y nuestros referentes históricos y culturales, surge la terrible pregunta: ¿qué es el mundo si no es ya lo que era para mí? De esta incertidumbre al terror, al vacío, no hay más que un paso, de ahí la ceguera por horror, ceguera que también lo es a las posibilidades que abre el darse cuenta de que el mundo en que vivimos no es el único posible, sino uno entre muchos.

      La relativización del mundo hasta ahora conocido y asumido como inmutable no nos condena al exilio al vacío sino que, simplemente, nos deja sin referentes con los que guiarse de forma temporal, es el precio que hay que pagar para poder construir un mundo personal. No hay que temer esa aventura, ese privilegio; como escribió Apollinaire: “«Vengan», les dijo. «¡No! Tenemos miedo, está muy alto, podríamos caer». «Vengan», les dijo... Fueron, les empujó y... ¡Volaron!”.

      Realizar este viaje existencial requiere aceptar que todo lo importante que sucede en nuestra vida lo hace de forma inesperada: el amor, la muerte, la enfermedad…

      Cualquier planificación o intento de programación que vaya más allá de nuestras tareas más cotidianas, cualquier anticipación de lo que nos acontecerá no es sino una especie de entretenimiento sin valor real que llevamos a cabo en los periodos de calma que existen entre dos sucesos importantes, sueños con pretensión de realidad, no tomados en cuenta por la vida; periodos de aletargamiento de los que somos despertados de cuando en cuando al ser vapuleados por lo imprevisible, por lo inevitable que borra nuestros planes de un plumazo, por la vida.

      El escape a ninguna parte

      Cuando la sensación de vacío e indefensión se apodera de nosotros, las conductas de escape son una tentación muy grande. Si no estamos de acuerdo con la vida buscamos en otra parte.

      El escape puede producirse de diferentes formas, según el carácter y disposición de cada sujeto; desde el consumo de drogas o cualquier otra adicción compulsiva hasta lo que he llamado la hipertrofia de la máscara.

      Durante varios años estuve trabajando en un gabinete psicológico especializado en el tratamiento de adicciones, yo no tenía por aquel entonces prácticamente ninguna experiencia —o bien muy escasa— como psicoterapeuta. Nada más comenzar a trabajar allí, el director del centro —un psicólogo con amplia experiencia en adictos— me dijo, a modo de consejo profesional, que prácticamente todos los adictos compartían los mismos rasgos de personalidad, salvo ligerísimas diferencias eran calcos el uno del otro. Yo acepté ese consejo, pero me guardé para mí la opinión contraria, estaba seguro de que cada paciente debía ser un mundo en sí mismo, un enigma a resolver y que lo que opinaba mi jefe era poco menos que un disparate.

      El tiempo —y no hizo falta demasiado— le dio la razón al director del centro de forma absoluta.

      Los pacientes, sin excepción, presentaban marcados rasgos de inmadurez, una personalidad infantil que era incapaz de demorar o de negar una gratificación o placer, como niños, lo querían todo, y lo querían ahora. En realidad, la mayor parte de las veces ni siquiera sabían lo que querían. No estaban dispuestos a dar nada de sí para obtener algo a cambio, no eran capaces de trabajar y posponer el

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