El Papa y el filósofo. Alver Metalli
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Hubo otro intelectual, esta vez europeo, Augusto del Noce, que anunció con cierta exactitud la agonía terminal, de índole filosófica y transpolítica, de los sistemas colectivistas marxistas, en su obra elocuentemente titulada El suicidio de la revolución.7 Sin embargo, a pesar de estas aproximaciones, nadie estaba en condiciones de hacer una previsión cronométrica con cierto fundamento.
¿Quién podía presuponer que el suicidio vertiginoso de la potencia mundial que constituía el mundo bipolar en el que habíamos vivido durante casi medio siglo sucedería de esa manera? Ni siquiera el Papa. Y, en efecto, no hubo nadie que posteriormente reivindicara haberlo advertido.
–Fue una sorpresa también para usted.
–Al final del encuentro al que me refería, el del CELAM en Belo Horizonte, yo sólo esbozaba algunas alternativas futuras, pero en la línea de un discurso que intentaba evidenciar los límites de la modernidad. Así, indicaba las posibles derivaciones de un “posmodernismo” en las sociedades industriales opulentas: la crítica a la ilusión de emancipación de la modernidad, la evaporación del sentido y del fundamento, el afirmarse de un pluralismo escéptico. Me parecía que el consecuente ateísmo ya no podía ser constructivo, revolucionario, igualitario y fraterno. El ateísmo no podía ser ya la contrarreligión de la emancipación del hombre. El jesuita y filósofo francés Gastón Fessard, en 1960, describía la dialéctica señor-esclavo, en la que Friedrich Nietzsche representaba el mundo visto desde el señor y Marx el punto de vista del esclavo.8 Era un ateísmo de señores y un ateísmo de esclavos. De hecho, hoy Nietzsche está más vinculado al posmodernismo, a Sade y a la sociedad opulenta, que Marx.
Pero si el ateísmo trágico del Nietzsche de la voluntad de poder, por ser consecuente terminaba siendo invivible, el de sus herederos posmodernos se contenta con espejitos de colores. Es el libertinismo de la sociedad de consumo, un nihilismo de consumistas. Una seudoalternativa, desde el momento en que es intrínsecamente parasitaria, por definición no constructiva. Como alternativa constructiva quedaba el agnosticismo positivista. La verdadera victoria era la de Auguste Comte sobre Karl Marx.
Este agnosticismo positivista, cientificista, que oscila entre el nihilismo parasitario precedente y una religiosidad humanitaria vagamente deísta, ecuménica en su eclecticismo, podía ser una alternativa “universal” en las clases altas y medias de las sociedades industriales dominantes. Una religiosidad indistinta que correspondía al materialismo práctico imperante, como una protección ante la amenaza del nihilismo y el vacío del mito de la revolución.
Éstos eran, más o menos, los términos de la reflexión de aquellos días. Pero nadie podía anticipar el paso del plano conceptual al plano histórico, el fracaso y la autoliquidación del socialismo real. Para mí también fue una sorpresa.
–Con la caída del comunismo, ha dicho, resulta urgente repensar el escenario que lo continúa. ¿Hay alguien que lo haya hecho?
–Los que intentan una visión totalizante de la problemática contemporánea posterior a 1989 son tres estadounidenses: Francis Fukuyama en 1992, Zbigniew Brzezinski en 1993, Samuel Huntington en 1995. Es interesante destacarlo: un trío de intelectuales de Estados Unidos, cuando al final de la Segunda Guerra Mundial el pensamiento de síntesis, globalizante, era de origen europeo, con Pitirin Sorokin, Arnold Toynbee, Karl Jaspers y René Grousset.9
Fukuyama compone un verdadero poema a la victoria del régimen democrático-liberal como “fin de la historia” política del hombre. En las páginas finales de su libro surge una preocupación por el “último hombre”, un hombre que presenta signos de decadencia, de “relativismo” respecto de los fundamentos del régimen democrático-liberal, que lo conducirían a la destrucción y a un nuevo inicio de la historia.10
Al año siguiente se publica el libro de Brzezinski Out of Control: Global Turmoil on the Eve of the 20th Century.11 Para él, el caos contemporáneo se debe a que la hegemonía de Estados Unidos y Europa se funda no sólo en el despliegue tecnológico y en la superioridad de la democracia política sino también en el hecho de que las potencias occidentales están irradiando en todo el mundo la crisis profunda implícita en la estructura profunda de estas sociedades. La democracia liberal se corrompe por lo que Brzezinski llama la “cornucopia permisiva”. Y el hegemonismo occidental científico-tecnológico se transforma en el acelerador de la difusión planetaria de la decadencia. De este modo se universaliza la crisis de Occidente, sobre todo de Estados Unidos. Hay una crisis de los valores fundantes de la sociedad, una decadencia religiosa que no fue sustituida por nada que haya sido capaz de dar fundamento sólido a la arquitectura y la convivencia sociales.
En un artículo ya famoso Samuel Huntington, director del Centro de Estudios Estratégicos de la Universidad de Harvard y uno de los mayores expertos en política internacional, sostiene que los nuevos modelos de conflicto mundial posteriores a 1989 son ante todo culturales.12 Es decir que la fuente de conflicto entre las grandes culturas existentes es de valores, no económica. Partiendo de ahí, formula una reflexión sobre el repertorio de civilizaciones activas en el mundo que intentan apropiarse de ciertos resultados científicos y tecnológicos de Occidente incorporándolos en su tejido de valores. Occidente unifica las civilizaciones, pero éstas no se dejan asimilar.13
Inexplicablemente, no coloca América Latina en ningún círculo cultural. Pero cuenta una anécdota que vale más que muchos ensayos: cuando un asesor del entonces presidente mexicano Carlos Salinas de Gortari termina de explicar a Huntington las líneas de la política del gobierno, éste le comenta: “Me parece que lo que ustedes quieren es que México pase de ser un país de América Latina a ser un país de Estados Unidos”. El asesor respondió diciendo que ésa era exactamente la intención de su gobierno, pero que no podía ser anunciada públicamente por miedo a las reacciones que hubiera podido provocar.
Vale la pena destacar que, de manera más reciente, Huntington considera alarmado una perspectiva inversa: que la fuerte inmigración de latinos en Estados Unidos pueda transformar de modo significativo la cultura de ese país.
–¿Qué tienen en común las tres posiciones que usted ha descripto?
–Convergen en el intento de fundar una visión globalizante del mundo posterior a 1989. Fukuyama, cuando insinúa que el “fin de la historia” también puede tener un final y se recaiga en la historia, preanuncia la posición de Brzezinski, quien va más allá, porque no sólo argumenta que estamos en plena crisis sino que señala sus implicaciones. Huntington, por el contrario, cree en la superioridad de Occidente, un Occidente protestante, abstracto, sin historia. Y no habla de su crisis; lo ve hegemónico y al mismo tiempo amenazado por otras civilizaciones que le absorben los resultados técnicos sin ser sustancialmente modificadas. Para él, la lucha entre culturas es la lucha del mundo unificado actualmente.
–Hablemos de los efectos del colapso del comunismo en América Latina. ¿Cómo influyó en la izquierda latinoamericana?
–La caída de la Unión Soviética, y su posterior desmembramiento, ha sido también el quiebre de una filosofía de la historia, el marxismo, en sus distintas líneas