Colección de Julio Verne. Julio Verne

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Colección de Julio Verne - Julio Verne

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pero que no ofrecía ninguna rampa practicable. Eran los cantiles de la isla Crespo. Era la tierra.

      El capitán Nemo se detuvo y nos hizo un gesto de alto. Por muchos deseos que hubiera tenido de franquear aquella muralla hube de pararme. Ahí terminaban los dominios del capitán Nemo, que él no quería sobrepasar. Más allá comenzaba la porción del Globo que se había jurado no volver a pisar.

      Al frente de su pequeña tropa, el capitán Nemo comenzó el retorno, marchando sin vacilación. Me pareció que no tomábamos el mismo camino para regresar al Nautilus. El que íbamos siguiendo, muy escarpado, y por consiguiente, muy penoso, nos acercó rápidamente a la superficie del mar. Pero ese retorno a las capas superiores no fue tan rápido, sin embargo, como para provocar una descompresión que hubiera producido graves desórdenes en nuestros organismos y determinar en ellos esas lesiones internas tan fatales a los buzos. Pronto reapareció y aumentó la luz, y, con el sol ya muy bajo en el horizonte, la refracción festoneó nuevamente los objetos de un anillo espectral.

      Marchábamos a diez metros de profundidad, en medio de un enjambre de pececillos de todas las especies, más numerosos que los pájaros en el aire, más ágiles también, pero aún no se había ofrecido a nuestros ojos una presa acuática digna de un tiro de fusil.

      En aquel momento, vi al capitán apuntar su arma hacia algo que se movía entre la vegetación. Salió el tiro, que produjo un débil silbido, y un animal cayó fulminado a algunos pasos. Era una magnífica nutria de mar, el único cuadrúpedo exclusivamente marino. La pieza, de un metro y medio de longitud, debía tener un precio muy alto. Su piel, de color pardo oscuro por el lomo y plateado por debajo, era de esas que tanto se cotizan en los mercados rusos y chinos. La finura y el lustre de su pelaje le aseguraban un valor mínimo de dos mil francos. Contemplé con admiración al curioso mamífero de cabeza redondeada con pequeñas orejas, sus ojos redondos, sus bigotes blancos, semejantes a los del gato, sus pies palmeados con uñas y su cola peluda. Este precioso carnicero, sometido a la intensa persecución y caza de los pescadores, va haciéndose extremadamente raro. Se ha refugiado principalmente en las zonas boreales del Pacífico, en las que muy probablemente no tardará en extinguirse la especie.

      El compañero del capitán Nemo se echó la pieza al hombro, y proseguimos la marcha.

      Durante una hora, se desarrolló ante nosotros una llanura de arena que a menudo ascendía a menos de dos metros de la superficie. Entonces veía nuestra imagen, nítidamente reflejada, dibujarse en sentido invertido y, por encima de nosotros, aparecía una comitiva idéntica que reproducía nuestros movimientos y nuestros gestos con toda fidelidad, con la diferencia de que marchaba cabeza abajo y los pies arriba.

      Otro efecto notable era el causado por el paso de espesas nubes que se formaban y se desvanecían rápidamente. Pero al reflexionar en ello, comprendí que las supuestas nubes no eran debidas sino al espesor variable de las olas de fondo, cuyas crestas se deshacían en espuma agitando las aguas. No escapaba tan siquiera a mi percepción el rápido paso por la superficie del mar de la sombra de las aves en vuelo sobre nuestras cabezas. Una de ellas me dio ocasión de ser testigo de uno de los más espléndidos tiros que haya conmovido nunca la fibra de un cazador. Un pajaro enorme, perfectamente visible, se acercaba planeando. El compañero del capitán Nemo le apuntó cuidadosamente y disparó cuando se hallaba a unos metros tan sólo por encima de las aguas. El pájaro cayó fulminado, y su caída le llevó al alcance del diestro cazador, que se apoderó de él. Era un espléndido albatros, un especimen admirable de las aves pelágicas.

      El lance no había interrumpido nuestra marcha. Durante unas dos horas, continuamos caminando tanto por llanuras arenosas como por praderas de sargazos que atravesábamos penosamente. No podía ya más de cansancio, cuando distinguí una vaga luz que a una media milla rompía la oscuridad de las aguas. Era el fanal del Nautilus. Antes de veinte minutos debíamos hallarnos a bordo y allí podría respirar a gusto, pues tenía ya la impresión de que mi depósito empezaba a suministrarme un aire muy pobre en oxígeno. Pero no contaba yo al pensar así que nuestra llegada al Nautilus iba a verse ligeramente retrasada por un encuentro inesperado.

      Me hallaba a una veintena de pasos detrás del capitán Nemo cuando le vi volverse bruscamente hacia mí. Con su brazo vigoroso me echó al suelo al tiempo que su compañero hacía lo mismo con Conseil. No supe qué pensar, de pronto, ante este brusco ataque, pero me tranquilicé inmediatamente al ver que el capitán se echaba a mi lado y permanecía inmóvil.

      Me hallaba, pues, tendido sobre el suelo y precisamente al abrigo de una masa de sargazos, cuando al levantar la cabeza vi pasar unas masas enormes que despedían resplandores fosforescentes. Se me heló la sangre en las venas al reconocer en aquellas masas la amenaza de unos formidables escualos. Era una pareja de tintoreras, terribles tiburones de cola enorme, de ojos fríos y vidriosos, que destilan una materia fosforescente por agujeros abiertos cerca de la boca. ¡Monstruosos animales que trituran a un hombre entero entre sus mandíbulas de hierro! No sé si Conseil se ocupaba en clasificarlos, pero, por mi parte, yo observaba su vientre plateado y su boca formidable erizada de dientes desde un punto de vista poco científico, y, en todo caso, más como víctima que como naturalista.

      Afortunadamente, estos voraces animales ven mal. Pasaron sin vernos, rozándonos casi con sus aletas parduscas. Gracias a eso escapamos de milagro a un peligro más grande, sin duda, que el del encuentro con un tigre en plena selva.

      Media hora después, guiados por el resplandor eléctrico, llegamos al Nautilus. La puerta exterior había permanecido abierta, y el capitán Nemo la cerró, una vez que hubimos entrado en la primera cabina. Luego oprimió un botón. Oí cómo maniobraban las bombas en el interior del navío y, en unos instantes, la cabina quedó vaciada. Se abrió entonces la puerta interior y pasamos al vestuario. No sin trabajo, nos desembarazamos de nuestros pesados ropajes. Extenuado, cayéndome de sueño e inanición, regresé a mi camarote, maravillado todavía de la sorprendente excursión por el fondo del mar.

      Capítulo 18

       Cuatro mil leguas bajo el Pacífico

      Índice

      Al amanecer del día siguiente, 18 de noviembre, perfectamente repuesto ya de mi fatiga de la víspera, subí a la plataforma en el momento en que el segundo del Nautilus pronunciaba su enigmática frase cotidiana. Se me ocurrió entonces que esa frase debía referirse al estado del mar o que su significado podía ser el de «Nada a la vista».

      Y en efecto, el océano estaba desierto. Ni una sola vela en el horizonte. Las alturas de la isla Crespo habían desaparecido durante la noche.

      El mar absorbía los colores del prisma, con excepción del azul, y los reflejaba en todas direcciones cobrando un admirable tono de añil. Sobre las olas se dibujaban con regularidad anchas rayas de muaré.

      Hallábame yo admirando tan magnífico efecto de la luz sobre el océano, cuando apareció el capitán Nemo, quien, sin percatarse de mi presencia, comenzó a efectuar una serie de observaciones astronómicas. Luego, una vez terminada su operación, se apostó en el saliente del fanal para sumirse en la contemplación del océano.

      Entretanto, una veintena de marineros del Nautilus, todos de una vigorosa y bien constituida complexión, habían subido a la plataforma para retirar las redes dejadas a la lastra durante la noche. Aquellos marineros pertenecían evidentemente a nacionalidades diferentes, aunque el tipo europeo estuviera fuertemente pronunciado en todos ellos. Reconocí, sin temor a equivocarme, irlandeses, franceses, algunos eslavos y un griego o candiota. Pero eran tan sobrios de palabras, y las pocas que usaban eran las de aquel extraño idioma cuyo origen me era hermético, que debí renunciar a interrogarles.

      Se

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