Colección de Julio Verne. Julio Verne

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      -Continuemos, pues, nuestra excursión -dije-, pero con el ojo al acecho. Aunque parezca deshabitada, bien podría albergar la isla algunos individuos menos escrupulosos que nosotros sobre la naturaleza de la caza.

      -¡Eh! ¡Eh! -exclamó Ned Land, haciendo un significativo movimiento de mandíbulas.

      -Pero, ¡Ned! -exclamó Conseil.

      -Pues, ¿sabe lo que le digo? Que comienzo a comprender los encantos de la antropofagia.

      -Pero ¡qué dice, Ned! -exclamó Conseil-. ¡Usted antropófago! Ya no podré sentirme seguro a su lado, durmiendo en el mismo camarote. ¿Me despertaré un día semidevorado?

      -Amigo Conseil, le quiero mucho, pero no tanto como para comérmelo sin necesidad.

      -No sé, no me fío -dijo Conseil-. ¡Hala, a cazar! Es menester cobrar una pieza como sea, para satisfacer a este caníbal; si no, una de estas mañanas, el señor no hallará más que unos trozos de doméstico para servirle.

      Mientras así iban bromeando, nos adentramos en la espesura del bosque, que, durante dos horas, recorrimos en todos sentidos.

      El azar se mostró propicio a nuestra búsqueda de vegetales comestibles. Uno de los más útiles productos de las zonas tropicales nos proveyó de un alimento precioso, del que carecíamos a bordo. Habló del árbol del pan, muy abundante en la isla de Gueboroar, que ofrecía esa variedad desprovista de semillas que se conoce en malayo con el nombre de rima. Se distinguía este árbol de los otros por su tronco recto, de una altura de unos cuarenta pies. Su cima, graciosamente redondeada y formada de grandes hojas multilobuladas, denunciaba claramente a los ojos de un naturalista ese artocarpo que tan felizmente se ha aclimatado en las islas Mascareñas. Entre su masa de verdor destacaban los gruesos frutos globulosos, de un decímetro de anchura, con unas rugosidades exteriores que tomaban una disposición hexagonal. Útil vegetal este con que la naturaleza ha gratificado a regiones que carecen de trigo, y que, sin exigir ningún cultivo, da sus frutos durante ocho meses al año.

      Ned Land conocía bien ese fruto, por haberlo comido durante sus numerosos viajes, y sabía preparar su sustancia comestible. La vista del mismo excitó su apetito, y sin poder contenerse dijo:

      -Señor, si no pruebo esta pasta del árbol del pan, me muero.

      -Pues adelante, Ned, a su gusto. Estos aquí para hacer experimentos. Hagámoslos.

      -No llevará mucho tiempo -respondió el canadiense.

      Y, provisto de una lupa, encendió un fuego con ramas secas que chisporrotearon alegremente. Mientras tanto, Conseil y yo escogíamos los mejores frutos del artocarpo. Algunos no habían alcanzado aún un grado suficiente de madurez y su piel espesa recubría una pulpa blanca pero poco fibrosa. Otros, en muy gran número, amarillos y gelatinosos estaban pidiendo ser ya cogidos.

      Los frutos no contenían hueso. Conseil llevó una docena de ellos a Ned Land, quien los colocó sobre las ascuas tras haberlos cortado en gruesas rodajas.

      -Verá usted, señor, lo bueno que es este pan -decía.

      -Sobre todo, cuando se ha estado privado durante tanto tiempo -dijo Conseil.

      -Es más que pan -añadió el canadiense-, es obra de respostería, y delicada. ¿No la ha comido usted nunca?

      -No, Ned.

      -Pues prepárese a probar una cosa suculenta. Si no es así, dejo yo de ser el rey de los arponeros. Al cabo de algunos minutos, la parte de los frutos expuesta al fuego quedó completamente tostada. Por dentro apareció una pasta blanca, como una tierna miga, cuyo sabor recordaba el de la alcachofa. Hay que reconocerlo, era un pan excelente y lo comí con gran placer.

      -Desgraciadamente -dije-esta pasta no puede conservarse fresca. Es inútil, por tanto, que llevemos una provisión a bordo.

      -¡Ah, no! -exclamó Ned Land-. Habla usted como un naturalista, pero yo voy a actuar como un panadero. Conseil, haga usted una buena recolección de frutos, que cogeremos a la vuelta.

      -¿Cómo va a prepararlo, entonces? -le pregunté.

      -Haciendo con su pulpa una pasta fermentada que se conservará indefinidamente sin pudrirse. Cuando quiera emplearla, la coceré en la cocina y verá usted cómo a pesar de su sabor un poco ácido estará muy rica.

      -Así, Ned, veo que no le falta nada a este pan…

      -Sí, señor profesor, le faltan algunas frutas o al menos algunas legumbres.

      -Pues busquemos frutas y legumbres.

      Una vez acabada nuestra recolección, nos pusimos en marcha para completar nuestro «almuerzo» terrestre.

      No resultó baldía nuestra búsqueda; a mediodía habíamos hecho ya una buena recolección de plátanos. Estos deliciosos productos de la zona tórrida maduran durante todo el año. Los malayos, que les dan el nombre de pisang, los comen crudos. Además de los plátanos recogimos unas jacas enormes, fruta de sabor muy fuerte, mangos también muy sabrosos y piñas tropicales de un tamaño extraordinario.

      Estas tareas nos llevaron mucho tiempo, aunque a la vista de su resultado no cabía lamentarlo.

      Conseil no le quitaba ojo a Ned, que abría la marcha e iba recogiendo al paso, con mano segura, magníficas frutas para completar nuestras provisiones.

      -¿No le falta nada, Ned? -preguntó Conseil.

      -¡Hum! -gruñó el canadiense.

      -¿Cómo? ¿De qué se queja?

      -De que todos estos vegetales no nos ofrecen una comida. Son el postre. Pero ¿y la sopa?, ¿y el asado?

      -Es cierto -dije-. Ned nos había prometido unas chuletas, que empiezan a parecerme muy problemáticas.

      -Oiga -me dijo el canadiense-, no sólo no ha terminado la cacería, sino que todavía no ha comenzado. Tengamos paciencia, que acabaremos encontrando algún animal de pluma o de pelo, y si no es por aquí, será en otro sitio.

      -Y si no es hoy, será mañana -añadió Conseil-, pues no hay que alejarse demasiado. Es más, creo que deberíamos volver a la canoa.

      -¿Tan pronto? -dijo Ned.

      -Debemos estar de regreso antes de la noche -dije.

      -Pero ¿qué hora es? -preguntó el canadiense.

      -Por lo menos son las dos -respondió Conseil.

      -¡Cómo pasa el tiempo en tierra firme! -exclamó Ned Land, con un suspiro de pesar.

      -En marcha entonces -dijo Conseil.

      Volvimos sobre nuestros pasos y durante el camino fuimos completando nuestra recolección con nueces de palma, para lo que hubimos de subir a la cima de los árboles, así como con ese género de pequeñas habichuelas que los malayos denominan abrou, y con batatas de magnífica calidad.

      Así, llegamos muy sobrecargados a la canoa. Pero Ned Land no se hallaba todavía satisfecho con las provisiones. Le favoreció la suerte entonces, ya que en el momento en que iba a embarcar vio varios árboles,

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