Colección de Julio Verne. Julio Verne
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Permanecimos allí durante una hora entera, contemplando la vasta llanura bajo el resplandor de la lava que cobraba a veces una sorprendente intensidad. Las ebulliciones interiores comunicaban rápidos estremecimientos a la corteza de la montaña. Profundos ruidos, netamente transmitidos por el medio líquido, se repercutían con una majestuosa amplitud.
Por un instante, apareció la luna a través de la masa de las aguas y lanzó algunos pálidos rayos sobre el continente sumergido. No fue más que un breve resplandor, pero de un efecto maravilloso, indescriptible.
El capitán se incorporó, dirigió una última mirada a la inmensa llanura, y luego me hizo un gesto con la mano invitándome a seguirle.
Descendimos rápidamente la montaña. Una vez pasado el bosque mineral, vi el fanal del Nautilus que brillaba como una estrella. El capitán se dirigió en línea recta hacia él, y cuando las primeras luces del alba blanqueaban la superficie del océano nos hallábamos ya de regreso a bordo.
Capítulo 10
Las hulleras submarinas
Me desperté muy tarde al día siguiente, 20 de febrero. Las fatigas de la noche habían prolongado mi sueño hasta las once. Me vestí con rapidez porque me apremiaba la curiosidad de conocer la dirección del Nautilus. Los instrumentos me indicaron que seguía con rumbo Sur a una velocidad de unas veinte millas por hora y a una profundidad de cien metros.
Llegó Conseil y le conté nuestra expedición nocturna. Como los cristales no estaban tapados, le fue dado ver todavía una parte del continente sumergido.
En efecto, el Nautilus navegaba a unos diez metros tan sólo del suelo formado por la llanura de la Atlántida. Corría como un globo impulsado por el viento por encima de las praderas terrestres; pero más apropiado sería decir que nos hallábamos en aquel salón como en el vagón de un tren expreso. Los primeros planos que pasaban ante nuestros ojos eran rocas fantásticamente recortadas, bosques de árboles pasados del reino vegetal al mineral y cuyas inmóviles siluetas parecían gesticular bajo el agua. Había también grandes masas pétreas alfombradas de ascidias y de anémonas, entre las que ascendían largos hidrófitos verticales, y bloques de lava extrañamente moldeados que atestiguaban el furor de las expansiones plutónicas.
Mientras observábamos ese extraño paisaje que resplandecía bajo la luz eléctrica, conté a Conseil la historia de los atlantes que tantas páginas encantadoras, desde un punto de vista puramente imaginario, inspiraron a Bailly. Le hablaba de las guerras de esos pueblos heroicos y argumentaba la cuestión de la Atlántida como hombre a quien ya no le es posible ponerla en duda. Pero Conseil, distraído, no me escuchaba apenas, y su indiferencia ante este tema histórico tenía una fácil explicación. En efecto, numerosos peces atraían sus miradas, y cuando pasaban peces, Conseil, arrastrado a los abismos de la clasificación, salía del mundo real. Obligado me vi a seguirle y a reanudar así con él nuestros estudios ictiológicos.
Aquellos peces del Atlántico no diferían sensiblemente de los que habíamos observado hasta entonces. Rayas de un tamaño gigantesco, de cinco metros de longitud, dotadas de una gran fuerza muscular que les permitía lanzarse por encima de las olas; escualos de diversas especies, entre otros una tintorera de quince pies, de dientes triangulares y agudos, cuya transparencia la hacía casi invisible en medio del agua; sagros oscuros, humantinos en forma de prismas y acorazados con una piel con escamas en forma de tubérculos; esturiones, similares a los del Mediterráneo; singnatostrompetas, de un pie y medio de longitud, de colores amarillo y marrón, provistos de pequeñas aletas grises, sin dientes ni lengua, que desfilaban como finas y flexibles serpientes. Entre los peces óseos, Conseil anotó los makairas negruzcos, de tres metros de largo y armados en su mandíbula superior de una penetrante espada; peces araña de vivos colores, conocidos en la época de Aristóteles con el nombre de dragones marinos, y cuyos aguijones dorsales son muy peligrosos; llampugas de dorso oscuro surcado por pequeñas rayas azules y con los flancos de oro; hermosas doradas; peces luna, como discos con reflejos azulados que se tornaban en manchas plateadas bajo la iluminación de los rayos solares; peces espada de ocho metros de longitud, que iban en grupo, con aletas amarillentas recortadas en forma de hoces y espadas de seis pies de longitud, animales intrépidos, más bien herbívoros que piscívoros, que obedecían a la menor señal de sus hembras como maridos bien amaestrados.
Pero la observación de esos especímenes de la fauna marina no me impedía examinar las largas llanuras de la Atlántida. A veces, los caprichosos accidentes del suelo obligaban al Nautilus a disminuir su velocidad y a deslizarse, con la pericia de un cetáceo, por estrechos pasos entre las colinas. Cuando el laberinto se hacía inextricable, el aparato se elevaba como un aeróstato y, una vez franqueado el obstáculo, recuperaba su rápida marcha a algunos metros del fondo. Admirable y magnífica navegación que recordaba las maniobras de un paseo aerostático, con la diferencia de que el Nautilus obedecía sumisamente a la mano de su timonel.
Hacia las cuatro de la tarde, el terreno, compuesto generalmente de un espeso fango en el que se entremezclaban las ramas mineralizadas, comenzó a modificarse poco a poco, tornándose más pedregoso, con formaciones conglomeradas, tobas basálticas, lavas y obsidianas sulfurosas. Ello me hizo pensar que las montañas iban a suceder pronto a las largas llanuras, y, en efecto, al evolucionar el Nautilus, vi el horizonte meridional clausurado por una alta muralla que parecía cerrar toda salida. Su cima debía sobresalir de la superficie del océano. Debía ser un continente o, al menos, una isla, una de las Canarias o una del archipiélago de Cabo Verde. No habiéndose fijado la posición -deliberadamente, acaso-, yo la ignoraba. En todo caso, me pareció que esa muralla debía marcar el fin de la Adántida, de la que apenas habíamos recorrido una mínima porción.
La caída de la noche no interrumpió mis observaciones, que efectué solitariamente por haber regresado Conseil a su camarote. El Nautilus, a marcha reducida, revoloteaba por encima de las confusas masas del suelo, ya rozándolas casi como si hubiera querido posarse en ellas, ya remontándose caprichosamente a la superficie. Cuando esto hacía podía yo ver algunas vivas constelaciones a través del cristal de la aguas, y más precisamente cinco o seis de esas estrellas zodiacales que siguen a la cola de Orión.
Permanecí durante