Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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para su profesión para permitirle percibir que no había humillación en buscar la asistencia de alguien que ya se erguía entre toda Europa, tanto en sus dones como en su experiencia. Holmes no estaba predispuesto a la amistad, pero era tolerante con el gran escocés, y sonrió al aparecer su figura.

      —Usted es un pájaro madrugador, Mr. Mac —dijo él—, le deseo suerte con su gusano. Me temo que esto significa que hay alguna diablura en marcha.

      —Si dijera “espero” en lugar de “me temo”, estaría más cerca de la verdad. Estoy pensando, Mr. Holmes —el inspector respondió con una sonrisa—. Bien, tal vez un pequeño trago disipará el frío de la cruda mañana. No, no fumaré, gracias. Deberé esforzarme mucho, pues las horas más tempranas de un caso son las más preciosas, como no sabe otro hombre mejor que usted. Pero..., pero...

      El inspector se había detenido de repente, y miraba fijamente con absoluto asombro un papel que había sobre la mesa. Era la hoja sobre la que yo había garabateado el enigmático mensaje.

      —¡Douglas! —balbuceó —¡Birlstone! ¿Qué es esto, Mr. Holmes? ¡Hombre, eso es una brujería! ¿Dónde, en nombre de todos los dioses, consiguió estos nombres?

      —Es un código que el Dr. Watson y yo tuvimos oportunidad de resolver. ¿Pero por qué, qué hay de extraño con esos nombres?

      El inspector nos miraba al uno y al otro con sorpresa confundida.

      —Sólo esto —dijo—, que Mr. Douglas de Birlstone Manor House fue horriblemente asesinado anoche.

      2. Sherlock Holmes hace un discurso

      Era uno de esos dramáticos momentos por los que mi amigo existía. Hubiera sido una exageración decir que estaba alterado o incluso excitado por el increíble aviso. Sin tener una pizca de crueldad en su singular composición, era indiscutiblemente duro a partir de una larga sobreestimulación. Aún así, si sus emociones eran opacas, sus percepciones intelectuales eran excesivamente activas. No había ni rastro del horror que yo sí había sentido con esa cruda declaración, pero su rostro mostró, en su lugar, la quieta e interesada postura del químico que ve los cristales cayendo de su posición inicial por la solución sobresaturada.

      —¡Extraordinario! —dijo— ¡Extraordinario!

      —No se ve muy sorprendido.

      —Interesado, Mr. Mac, pero apenas sorprendido. ¿Por qué debería estarlo? Recibo un mensaje anónimo de un origen que sé que es importante, advirtiéndome que un peligro amenaza a cierta persona. En una hora me entero que este peligro ya se ha materializado y que la persona está muerta. Estoy interesado; pero, como observa, no estoy sorprendido.

      En pocas cortas oraciones explicó al inspector los hechos acerca de la carta y el cifrado. MacDonald se sentó con su mentón en sus manos y sus grandes y rojizas cejas juntadas en un embrollo amarillo.

      —Me iba a dirigir a Birlstone esta mañana —dijo—. Vine a preguntarle si le interesaba venir conmigo, usted y su amigo aquí. Pero por lo que dice podríamos quizá hacer un mejor trabajo en Londres.

      —Más bien pienso que no —señaló Holmes.

      —¡Mire bien esto, Mr. Holmes! —exclamó el inspector—. Los periódicos estarán llenos del misterio de Birlstone en un día o dos; ¿pero dónde está el misterio si hay un hombre en Londres que profetizó el crimen antes de que ocurriera? Solamente debemos echar el guante a ese hombre, y el resto vendrá por sí solo.

      —Sin duda, Mr. Mac. ¿Pero cómo se propone echar el guante al tal Porlock?

      MacDonald volteó la carta que Holmes le había alcanzado.

      —Echada en Camberwell... eso no nos ayuda mucho. El nombre, usted dice, es falso. No hay mucho para avanzar, de verdad. ¿No dijo que le había enviado dinero?

      —Dos veces.

      —¿Y cómo?

      —En cheques a la oficina de correos de Camberwell.

      —¿Alguna vez se molestó en ir a ver quién los cobraba?

      —No.

      El inspector se vio estupefacto y un poco sacudido.

      —¿Por qué no?

      —Porque siempre mantengo la fe. Le prometí cuando escribió por primera vez que no intentaría rastrearlo.

      —¿Piensa que hay alguien tras él?

      —Sé que lo hay.

      —¿El profesor que lo oí mencionar?

      —¡Exactamente!

      El inspector MacDonald se sonrió, y su párpado se estremeció mientras observaba hacia mí.

      —No se lo ocultaré, Mr. Holmes, pero en la División de Investigaciones Criminales creemos que siente algo así como una abeja en su sombrero cuando habla sobre este profesor. He hecho averiguaciones al respecto por mí mismo. Parece ser una clase de hombre muy respetable, ilustrada y talentosa.

      —Me alegro que haya ido tan lejos como para reconocer su talento.

      —¡Hombre, no puede sino reconocerlo! Después de ver su punto de vista hice que mi tarea fuera ir a verlo. Tuve una conversación con él sobre los eclipses. Cómo la charla fue hacia ese camino, no lo sé; pero con una linterna de reflexión y un globo terráqueo lo aclaró todo en un minuto. Me prestó un libro; pero no me preocupa decir que está un poco avanzado para mí cabeza, a pesar que tengo una buena educación de Aberdeen. Él hubiera sido un gran ministro con esa delgada cabeza y gris cabello y manera de hablar solemne. Cuando puso su mano en mi hombro al despedirnos, fue como la bendición de un padre antes de ir a un mundo frío y cruel.

      Holmes dejó ver una risita y frotó sus manos.

      —¡Estupendo! —dijo— ¡Estupendo! ¿Dígame, amigo MacDonald, esta agradable y conmovedora entrevista fue, me imagino, en el estudio del profesor?

      —Así es.

      —Una bonita habitación, ¿no es cierto?

      —Muy bonita... muy elegante mejor dicho, Mr. Holmes.

      —¿Se sentó frente a su escritorio?

      —Justo lo que dice.

      —¿El sol caía en los ojos de usted y la cara de él estaba en sombras?

      —Bueno, ya era de tarde; pero recuerdo que la lámpara estaba dando a mi rostro.

      —Debería estarlo. ¿Pudo ver una pintura encima de la cabeza del profesor?

      —No me pierdo de mucho, Mr. Holmes. Quizás aprendí ello de usted. Sí, vi la pintura... una mujer joven con su cabeza en sus manos, asomándose de lado a lado.

      —Ese cuadro está hecho por Jean Baptiste Greuze.

      El inspector se esforzó en verse intrigado.

      —Jean

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