Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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      —Si no congeniamos bastará que cada cual siga su camino —repuse—. Me da la sensación, Stamford —añadí mirando fijamente a mi compañero—, de que tiene usted razones para querer lavarse las manos en este negocio. ¿Tan formidable es la destemplanza de nuestro hombre? Hable sin reparos.

      —No es cosa sencilla expresar lo inexpresable —repuso riendo—. Holmes posee un carácter demasiado científico para mi gusto..., un carácter que raya en la frigidez. Me lo figuro ofreciendo a un amigo un pellizco del último alcaloide vegetal, no con malicia, entiéndame, sino por la pura curiosidad de investigar a la menuda sus efectos. Y si he de hacerle justicia, añadiré que en mi opinión lo engulliría él mismo con igual tranquilidad. Se diría que habita en su persona la pasión por el conocimiento detallado y preciso.

      —Encomiable actitud.

      —Y a veces extremosa... Cuando le induce a aporrear con un bastón los cadáveres, en la sala de disección, se pregunta uno si no está revistiendo acaso una forma en exceso peculiar.

      —¡Aporrear los cadáveres!

      —Sí, a fin de ver hasta qué punto pueden producirse magulladuras en un cuerpo muerto. Lo he contemplado con mis propios ojos.

      —¿Y dice usted que no estudia medicina?

      —No. Sabe Dios cuál será el objeto de tales investigaciones... Pero ya hemos llegado, y podrá usted formar una opinión sobre el personaje.

      Cuando esto decía enfilamos una callejuela, y a través de una pequeña puerta lateral fuimos a dar a una de las alas del gran hospital. Siéndome el terreno familiar, no precisé guía para seguir mi itinerario por la lúgubre escalera de piedra y a través luego del largo pasillo de paredes encaladas y puertas color castaño. Casi al otro extremo, un corredor abovedado y de poca altura torcía hacia uno de los lados, conduciendo al laboratorio de química.

      Era éste una habitación de elevado techo, llena toda de frascos que se alineaban a lo largo de las paredes o yacían desperdigados por el suelo. Aquí y allá aparecían unas mesas bajas y anchas erizadas de retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen con su azul y ondulante lengua de fuego. En la habitación hacía guardia un solitario estudiante que, absorto en su trabajo, se inclinaba sobre una mesa apartada. Al escuchar nuestros pasos volvió la cabeza, y saltando en pie dejó oír una exclamación de júbilo.

      —¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! —gritó a mi acompañante mientras corría hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano—. He hallado un reactivo que precipita con la hemoglobina y solamente con ella.

      El descubrimiento de una mina de oro no habría encendido placer más intenso en aquel rostro.

      —Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes —anunció Stamford a modo de presentación.

      —Encantado —dijo cordialmente mientras me estrechaba la mano con una fuerza que su aspecto casi desmentía—. Por lo que veo, ha estado usted en tierras afganas.

      —¿Cómo diablos ha podido adivinarlo? —pregunté, lleno de asombro.

      —No tiene importancia —repuso él riendo por lo bajo—. Volvamos a la hemoglobina. ¿Sin duda percibe usted el alcance de mi descubrimiento?

      —Interesante desde un punto de vista químico —contesté—, pero, en cuanto a su aplicación práctica...

      —Por Dios, se trata del más útil hallazgo que en el campo de la Medina Legal haya tenido lugar durante los últimos años. Fíjese: nos proporciona una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre. ¡Venga usted a verlo!

      Era tal su agitación que me agarró de la manga de la chaqueta, arrastrándome hasta el tablero donde había estado realizando sus experimentos.

      —Hagámonos con un poco de sangre fresca —dijo, clavándose en el dedo una larga aguja y vertiendo en una probeta de laboratorio la gota manada de la herida. —Ahora añado esta pequeña cantidad de sangre a un litro de agua. Puede usted observar que la mezcla resultante ofrece la apariencia del agua pura. La proporción de sangre no excederá de uno a un millón. No me cabe duda, sin embargo, de que nos las compondremos para obtener la reacción característica.

      Mientras tal decía, arrojó en el recipiente unos pocos cristales blancos, agregando luego algunas gotas de cierto líquido transparente. En el acto la mezcla adquirió un apagado color caoba, en tanto que se posaba sobre el fondo de la vasija de vidrio un polvo parduzco.

      —¡Ajá! —exclamó, dando palmadas y alborozado como un niño con zapatos nuevos—. ¿Qué me dice ahora?

      —Fino experimento —repuse.

      —¡Magnífico! ¡Magnífico! La tradicional prueba del guayaco resultaba muy tosca e insegura. Lo mismo cabe decir del examen de los corpúsculos de sangre... Este último es inútil cuando las manchas cuentan arriba de unas pocas horas. Sin embargo, acabamos de dar con un procedimiento que actúa tanto si la sangre es vieja como nueva. A ser mi hallazgo más temprano, muchas gentes que ahora pasean por la calle hubieran pagado tiempo atrás las penas a que sus crímenes les hacen acreedoras.

      —Caramba... —murmuré.

      —Los casos criminales giran siempre alrededor del mismo punto. A veces un hombre resulta sospechoso de un crimen meses más tarde de cometido éste; se someten a examen sus trajes y ropa blanca: aparecen unas manchas parduzcas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de óxido, acaso de fruta? Semejante extremo ha sumido en la confusión a más de un experto, y ¿sabe usted por qué? Por la inexistencia de una prueba segura. Sherlock Holmes ha aportado ahora esa prueba, y queda el camino despejado en lo venidero.

      Había al hablar destellos en sus ojos; descansó la palma de la mano a la altura del corazón, haciendo después una reverencia, como si delante suyo se hallase congregada una imaginaria multitud.

      —Merece usted que se le felicite —apunté, no poco sorprendido de su entusiasmo.

      —¿Recuerda el pasado año el caso de Von Bischoff, en Frankfort? De haber existido esta prueba, mi experimento le habría llevado en derechura a la horca. ¡Y qué decir de Mason, el de Bradford, o del célebre Muller, o de Lefévre de Montpellier, o de Samson el de Nueva Orleans! Una veintena de casos me acuden a la mente en los que la prueba hubiera sido decisiva.

      —Parece usted un almanaque viviente de hechos criminales —apuntó Stamford con una carcajada—. ¿Por qué no publica algo? Podría titularlo «Noticiario policiaco de tiempos pasados».

      —No sería ningún disparate —repuso Sherlock Holmes poniendo un pedacito de parche sobre el pinchazo—. He de andar con tiento —prosiguió mientras se volvía sonriente hacia mí—, porque manejo venenos con mucha frecuencia.

      Al tiempo que hablaba alargó la mano, y eché de ver que la tenía moteada de parches similares y descolorida por el efecto de ácidos fuertes.

      —Hemos venido a tratar un negocio —dijo Stamford tomando asiento en un elevado taburete de tres patas, y empujando otro hacia mí con el pie—. Este señor anda buscando dónde cobijarse, y como se lamentaba usted de no encontrar nadie que quisiera ir a medias en la misma operación, he creído buena la idea de reunirlos a los dos.

      A Sherlock Holmes pareció seducirle el proyecto de dividir su vivienda conmigo.

      —Tengo

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