Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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Habían recorrido alrededor de media legua cuando se cruzaron con uno de los pastores que guardaban durante la noche el ganado del páramo, y lo interrogaron a grandes voces, pidiéndole noticias de la partida de caza. Y aquel hombre, según cuenta la historia, aunque se hallaba tan dominado por el miedo que apenas podía hablar, contó por fin que había visto a la desgraciada doncella y a los sabuesos que seguían su pista. “Pero he visto más que eso —añadió—, porque también me he cruzado con Hugo Baskerville a lomos de su yegua negra, y tras él corría en silencio un sabueso infernal que nunca quiera Dios que llegue a seguirme los pasos”.
De manera que los caballeros borrachos maldijeron al pastor y siguieron adelante. Pero muy pronto se les heló la sangre en las venas, porque oyeron el ruido de unos cascos al galope y enseguida pasó ante ellos, arrastrando las riendas y sin jinete en la silla, la yegua negra de Hugo, cubierta de espuma blanca. A partir de aquel momento los juerguistas, llenos de espanto, siguieron avanzando por el páramo, aunque cada uno, si hubiera estado solo, habría vuelto grupas con verdadera alegría. Después de cabalgar más lentamente de esta guisa, llegaron finalmente a donde se encontraban los sabuesos. Los pobres animales, aunque afamados por su valentía y pureza de raza, gemían apiñados al comienzo de un hocino, como nosotros lo llamamos, algunos escabulléndose y otros, con el pelo erizado y los ojos desorbitados, mirando fijamente el estrecho valle que tenían delante.
Los jinetes, mucho menos borrachos ya, como es fácil de suponer, que al comienzo de su expedición, se detuvieron. La mayor parte se negó a seguir adelante, pero tres de ellos, los más audaces o, tal vez, los más ebrios, continuaron hasta llegar al fondo del valle, que se ensanchaba muy pronto y en el que se alzaban dos de esas grandes piedras, que aún perduran en la actualidad, obra de pueblos olvidados de tiempos remotos. La luna iluminaba el claro y en el centro se encontraba la desgraciada doncella en el lugar donde había caído, muerta de terror y de fatiga. Pero no fue la vista de su cuerpo, ni tampoco del cadáver de Hugo Baskerville que yacía cerca, lo que hizo que a aquellos juerguistas temerarios se les erizaran los cabellos, sino el hecho de que, encima de Hugo y desgarrándole el cuello, se hallaba una espantosa criatura: una enorme bestia negra con forma de sabueso pero más grande que ninguno de los sabuesos jamás contemplados por ojo humano. Acto seguido, y en su presencia, aquella criatura infernal arrancó la cabeza de Hugo Baskerville, por lo que, al volver hacia ellos los ojos llameantes y las mandíbulas ensangrentadas, los tres gritaron empavorecidos y volvieron grupas desesperadamente, sin dejar de lanzar alaridos mientras galopaban por el páramo. Según se cuenta, uno de ellos murió aquella misma noche a consecuencia de lo que había visto, y los otros dos no llegaron a reponerse en los años que aún les quedaban de vida.
Ésa es la historia, hijos míos, de la aparición del sabueso que, según se dice, ha atormentado tan cruelmente a nuestra familia desde entonces. Lo he puesto por escrito, porque lo que se conoce con certeza causa menos terror que lo que sólo se insinúa o adivina. Como tampoco se puede negar que son muchos los miembros de nuestra familia que han tenido muertes desgraciadas, con frecuencia repentinas, sangrientas y misteriosas. Quizá podamos, sin embargo, refugiarnos en la bondad infinita de la Providencia, que no castigará sin motivo a los inocentes más allá de la tercera o la cuarta generación, que es hasta donde se extiende la amenaza de la Sagrada Escritura. A esa Providencia, hijos míos, os encomiendo ahora, y os aconsejo, como medida de precaución, que os abstengáis de cruzar el páramo durante las horas de oscuridad en las que triunfan los poderes del mal.
(De Hugo Baskerville para sus hijos Rodger y John, instándoles a que no digan nada de su contenido a Elizabeth, su hermana.)»
Cuando el doctor Mortimer terminó de leer aquella singular narración, se alzó los lentes hasta colocárselos en la frente y se quedó mirando a Sherlock Holmes de hito en hito. Este último bostezó y arrojó al fuego la colilla del cigarrillo que había estado fumando.
—¿Y bien? —dijo.
—¿Le parece interesante?
—Para un coleccionista de cuentos de hadas.
El doctor Mortimer se sacó del bolsillo un periódico doblado.
—Ahora, señor Holmes, voy a leerle una noticia un poco más reciente, publicada en el Devon County Chronicle del 14 de junio de este año. Es un breve resumen de la información obtenida sobre la muerte de Sir Charles Baskerville, ocurrida pocos días antes.
Mi amigo se inclinó un poco hacia adelante y su expresión se hizo más atenta. Nuestro visitante se ajustó las gafas y comenzó a leer:
«El fallecimiento repentino de Sir Charles Baskerville, cuyo nombre se había mencionado como probable candidato del partido liberal en Mid-Devon para las próximas elecciones, ha entristecido a todo el condado. Si bien Sir Charles había residido en la mansión de los Baskerville durante un periodo comparativamente breve, su simpatía y su extraordinaria generosidad le ganaron el afecto y el respeto de quienes lo trataron. En estos días de nuevos ricos es consolador encontrar un caso en el que el descendiente de una antigua familia venida a menos ha sido capaz de enriquecerse en el extranjero y regresar luego a la tierra de sus mayores para restaurar el pasado esplendor de su linaje. Sir Charles, como es bien sabido, se enriqueció mediante la especulación sudafricana. Más prudente que quienes siguen en los negocios hasta que la rueda de la fortuna se vuelve contra ellos, Sir Charles se detuvo a tiempo y regresó a Inglaterra con sus ganancias. Han pasado sólo dos años desde que estableciera su residencia en la mansión de los Baskerville y son de todos conocidos los ambiciosos planes de reconstrucción y mejora que han quedado trágicamente interrumpidos por su muerte. Dado que carecía de hijos, su deseo, públicamente expresado, era que toda la zona se beneficiara, en vida suya, de su buena fortuna, y serán muchos los que tengan razones personales para lamentar su prematura desaparición. Las columnas de este periódico se han hecho eco con frecuencia de sus generosas donaciones a obras caritativas tanto locales como del condado.
No puede decirse que la investigación efectuada haya aclarado por completo las circunstancias relacionadas con la muerte de Sir Charles, pero, al menos, se ha hecho luz suficiente como para poner fin a los rumores a que ha dado origen la superstición local. No hay razón alguna para sospechar que se haya cometido un delito, ni para imaginar que el fallecimiento no obedezca a causas naturales. Sir Charles era viudo y quizá también persona un tanto excéntrica en algunas cuestiones. A pesar de su considerable fortuna, sus gustos eran muy sencillos y contaba únicamente, para su servicio personal, con el matrimonio apellidado Barrymore: el marido en calidad de mayordomo y la esposa como ama de llaves. Su testimonio, corroborado por el de varios amigos, ha servido para poner de manifiesto que la salud de Sir Charles empeoraba desde hacía algún tiempo y, de manera especial, que le aquejaba una afección cardíaca con manifestaciones como palidez, ahogos y ataques agudos de depresión nerviosa. El doctor James Mortimer, amigo y médico de cabecera del difunto, ha testimoniado en el mismo sentido.
Los hechos se relatan sin dificultad. Sir Charles tenía por costumbre pasear todas las noches, antes de acostarse, por el famoso paseo de los Tejos de la mansión de los Baskerville. El testimonio de los Barrymore confirma esa costumbre. El cuatro de junio Sir Charles manifestó su intención de emprender viaje a Londres al día siguiente, y encargó a Barrymore que le preparase el equipaje. Aquella noche salió como de ordinario a dar su paseo nocturno, durante el cual tenía por costumbre fumarse un cigarro habano, pero nunca regresó. A las doce, al encontrar todavía abierta la puerta principal, el mayordomo