Las aventuras y misterios de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
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-Supongo que seguirá trabajando con usted.
-Sí, señor. Yo soy viudo, nunca tuve hijos, y en la actualidad componen mi casa él y una chica de catorce años, que sabe cocinar algunos platos sencillos y hacer la limpieza. Los tres llevamos una vida tranquila, señor; y gracias a eso estamos bajo techado, pagamos nuestras deudas, y no pasamos de ahí. Fue el anuncio lo que primero nos sacó de quicio. Spauling se presentó en la oficina, hoy hace exactamente ocho semanas, con este mismo periódico en la mano, y me dijo: «¡Ojalá Dios que yo fuese pelirrojo, señor Wilson!» Yo le pregunté: «¿De qué se trata?» Y él me contestó: «Pues que se ha producido otra vacante en la Liga de los Pelirrojos. Para quien lo sea equivale a una pequeña fortuna, y, según tengo entendido, son más las vacantes que los pelirrojos, de modo que los albaceas testamentarios andan locos no sabiendo qué hacer con el dinero. Si mi pelo cambiase de color, ahí tenía yo un huequecito a pedir de boca donde meterme.» «Pero bueno, ¿de qué se trata?», le pregunté. Mire, señor Holmes, yo soy un hombre muy de su casa. Como el negocio vino a mí, en vez de ir yo en busca del negocio, se pasan semanas enteras sin que yo ponga el pie fuera del felpudo de la puerta del local. Por esa razón vivía sin enterarme mucho de las cosas de fuera, y recibía con gusto cualquier noticia. «¿Nunca oyó usted hablar de la Liga de los Pelirrojos?», me preguntó con asombro. «Nunca.» «Sí que es extraño, siendo como es usted uno de los candidatos elegibles para ocupar las vacantes.» «Y ¿qué supone en dinero?», le pregunté. «Una minucia. Nada más que un par de centenares de libras al año, pero casi sin trabajo, y sin que le impidan gran cosa dedicarse a sus propias ocupaciones.» Se imaginará usted fácilmente que eso me hizo afinar el oído, ya que mi negocio no marchaba demasiado bien desde hacía algunos años, y un par de centenares de libras más me habrían venido de perlas. «Explíqueme bien ese asunto», le dije. «Pues bien -me contestó mostrándome el anuncio-: usted puede ver por sí mismo que la Liga tiene una vacante, y en el mismo anuncio viene la dirección en que puede pedir todos los detalles. Según a mí se me alcanza, la Liga fue fundada por un millonario norteamericano, Ezekiah Hopkins, hombre raro en sus cosas. Era pelirrojo, y sentía mucha simpatía por los pelirrojos; por eso, cuando él falleció, se vino a saber que había dejado su enorme fortuna encomendada a los albaceas, con las instrucciones pertinentes a fin de proveer de empleos cómodos a cuantos hombres tuviesen el pelo de ese mismo color. Por lo qué he oído decir, el sueldo es espléndido, y el trabajo, escaso.» Yo le contesté: «Pero serán millones los pelirrojos que los soliciten.» «No tantos como usted se imagina -me contestó-. Fíjese en que el ofrecimiento está limitado a los londinenses, y a hombres mayores de edad. El norteamericano en cuestión marchó de Londres en su juventud, y quiso favorecer a su vieja y querida ciudad. Me han dicho, además, que es inútil solicitar la vacante cuando se tiene el pelo de un rojo claro o de un rojo oscuro; el único que vale es el color rojo auténtico, vivo, llameante, rabioso. Si le interesase solicitar la plaza, señor Wilson, no tiene sino presentarse; aunque quizá no valga la pena para usted el molestarse por unos pocos centenares de libras.» La verdad es, caballeros, como ustedes mismos pueden verlo, que mi pelo es de un rojo vivo y brillante, por lo que me pareció que, si se celebraba un concurso, yo tenía tantas probabilidades de ganarlo como el que más de cuantos pelirrojos había encontrado en mi vida. Vicente Spaulding parecía tan enterado del asunto, que pensé que podría serme de utilidad; de modo, pues, que le di la orden de echar los postigos por aquel día y de acompañarme inmediatamente. Le cayó muy bien lo de tener un día de fiesta, de modo, pues, que cerramos el negocio, y marchamos hacia la dirección que figuraba en el anuncio. Yo no creo que vuelva a contemplar un espectáculo como aquél en mi vida, señor Holmes. Procedentes del Norte, del Sur, del Este y del Oeste, todos cuantos hombres tenían un algo de rubicundo en los cabellos se habían largado a la City respondiendo al anuncio. Fleet Street estaba obstruida de pelirrojos, y Pope’s Court producía la impresión del carrito de un vendedor de naranjas. Jamás pensé que pudieran ser tantos en el país como los que se congregaron por un solo anuncio. Los había allí de todos los matices: rojo pajizo, limón, naranja, ladrillo, cerro setter, irlandés, hígado, arcilla. Pero, según hizo notar Spaulding, no eran muchos los de un auténtico rojo, vivo y llameante. Viendo que eran tantos los que esperaban, estuve a punto de renunciar, de puro desánimo; pero Spaulding no quiso ni oír hablar de semejante cosa. Yo no sé cómo se las arregló, pero el caso es que, a fuerza de empujar a éste, apartar al otro y chocar con el de más allá, me hizo cruzar por entre aquella multitud, llevándome hasta la escalera que conducía a las oficinas.
-Fue la suya una experiencia divertidísima -comentó Holmes, mientras su cliente se callaba y refrescaba su memoria con un pellizco de rapé-. Prosiga, por favor, el interesante relato.
-En la oficina no había sino un par de sillas de madera y una mesa de tabla, a la que estaba sentado un hombre pequeño, y cuyo pelo era aún más rojo que el mío. Conforme se presentaban los candidatos les decía algunas palabras, pero siempre se las arreglaba para descalificarlos por algún defectillo. Después de todo, no parecía cosa tan sencilla el ocupar una vacante. Pero cuando nos llegó la vez a nosotros, el hombrecito se mostró más inclinado hacia mí que hacia todos los demás, y cerró la puerta cuando estuvimos dentro, a fin de poder conversar reservadamente con nosotros. «Este señor se llama Jabez Wilson -le dijo mi empleado-, y desearía ocupar la vacante que hay en la Liga.» «Por cierto que se ajusta a maravilla para el puesto -contestó el otro-. Reúne todos los requisitos. No recuerdo desde cuándo no he visto pelo tan hermoso.» Dio un paso atrás, torció a un lado la cabeza, y me estuvo contemplando el pelo hasta que me sentí invadido de rubor. Y de pronto, se abalanzó hacia mí, me dio un fuerte apretón de manos y me felicitó calurosamente por mi éxito. «El titubear constituiría una injusticia -dijo-. Pero estoy seguro de que sabrá disculpar el que yo tome una precaución elemental.» Y acto continuo me agarró del pelo con ambas manos, y tiró hasta hacerme gritar de dolor. Al soltarme, me dijo: «Tiene usted lágrimas en los ojos, de lo cual deduzco que no hay trampa. Es preciso que tengamos sumo cuidado, porque ya hemos sido engañados en dos ocasiones, una de ellas con peluca postiza, y la otra, con el tinte. Podría contarle a usted anécdotas del empleo de cera de zapatero remendón, como para que se asquease de la condición humana.» Dicho esto se acercó a la ventana, y anunció a voz en grito a los que estaban debajo que había sido ocupada la vacante. Se alzó un gemido de desilusión entre los que esperaban, y la gente se desbandó, no quedando más pelirrojos a la vista que mi gerente y yo. «Me llamo Duncan Ross -dijo éste-, y soy uno de los que cobran pensión procedente del legado de nuestro noble bienhechor. ¿Es usted casado, señor Wilson? ¿Tiene usted familia?» Contesté que no la tenía. La cara de aquel hombre se nubló en el acto, y me dijo con mucha gravedad: «¡ Vaya por Dios, qué inconveniente más grande! ¡Cuánto lamento oírle decir eso! Como es natural, la finalidad del legado es la de que aumenten y se propaguen los pelirrojos, y no sólo su conservación. Es una gran desgracia que usted sea un hombre sin familia.» También mi cara se nubló al oír aquello, señor Holmes, viendo que, después de todo, se me escapaba, la vacante; pero, después de pensarlo por espacio de algunos minutos, sentenció que eso no importaba. «Tratándose de otro -dijo-, esa objeción podría ser fatal; pero estiraremos la cosa en favor de una persona de un pelo como el suyo. ¿Cuándo podrá usted hacerse cargo de sus nuevas obligaciones?» «Hay un pequeño inconveniente, puesto que yo tengo un negocio mío», contesté. «¡Oh! No se preocupe por eso, señor Wilson -dijo Vicente Spaulding-. Yo me cuidaré de su negocio.» «¿Cuál será el horario?», pregunté. «De diez a dos.» Pues bien: el negocio de préstamos se hace principalmente a eso del anochecido, señor Holmes, especialmente los jueves y los viernes, es decir, los días anteriores al de paga; me venía, pues, perfectamente el ganarme algún dinerito por las mañanas. Además, yo sabía que mi empleado es una buena persona y que atendería a todo lo que se le presentase. «Ese horario me convendría perfectamente -le dije-. ¿Y el sueldo?» «Cuatro libras a la semana.» «¿En qué consistirá el trabajo?» «El trabajo es puramente nominal.» «¿Qué entiende usted por puramente nominal?» «Pues que durante esas horas tendrá usted que hacer acto de presencia en esta oficina, o, por lo menos, en este edificio. Si usted se