La cercanía de Dios. Guillermo Juan Morado

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La cercanía de Dios - Guillermo Juan Morado EMAUS

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Dios. Dedicándose por entero a Él, se convierte también en Madre nuestra en el orden de la gracia, ya que “viviendo su singularísima relación materna con el Hijo, compartió su misión por nosotros y por la salvación de todos los hombres” (Benedicto XVI).

      De María debemos aprender a tratar a Jesús, recibiéndolo en nuestra vida por la fe, contemplándolo con delicadeza y con respeto, identificándonos con su Pasión y con su Cruz y alegrándonos con la gloria de su Resurrección. El mismo Espíritu, que cubrió con su sombra las entrañas de la Virgen Madre, convierte el pan y el vino en el Cuerpo y en la Sangre del Señor.

      Adorar a Cristo en la Eucaristía es, siempre, hacer memoria de su Encarnación redentora: “Ave verum Corpus natum de Maria Virgine”; “Salve, verdadero Cuerpo nacido de María Virgen”. En la Eucaristía encontraremos inspiración y alimento, consuelo e impulso para testimoniar con nuestras vidas el realismo de la salvación.

      5. Una digna morada

      Para que el Verbo eterno habitase entre nosotros haciéndose hombre, Dios preparó a su Hijo una digna morada. Esa morada nueva es la Virgen, la “llena de gracia” (Lc 1,28); es decir, la criatura totalmente amada por Dios, ya que su corazón y su vida están por entero abiertos a Él. La casa de Dios con los hombres queda así inaugurada.

      María es el Israel santo, que dice “sí” al Señor y, de este modo, se convierte en la primicia de la Iglesia y en el anticipo, aquí en la tierra, de la definitiva morada del cielo. Dios vence, con su amor insistente, la desobediencia de Adán y de Eva, el peso del pecado, el absurdo intento de exiliarlo a Él, a Dios, del mundo de los hombres.

      El Señor construye su casa preservando de todo pecado a María, para mostrar que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Se muestra así, en toda su belleza, el proyecto creador de Dios: “El misterio de la concepción de María evoca la primera página de la historia humana, indicándonos que, en el designio divino de la creación, el hombre habría de tener la pureza y la belleza de la Inmaculada”, enseña Benedicto XVI (15.VIII.2009).

      No es rebelándose contra Dios como el hombre se encuentra a sí mismo. Por el contrario, es abriéndose a Él, volviendo a Él, donde descubre su dignidad y su vocación original de persona creada a su imagen y semejanza.

      En la Carta a los Efesios, San Pablo se hace eco del plan de salvación: Dios nos eligió en Cristo “antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef 1, 4). En la Virgen, desde el primer instante de su concepción inmaculada, sólo hay aceptación y acogida de esta voluntad divina. En Ella, verdaderamente, todo se hace según la palabra de Dios, sin ningún tipo de obstáculo o interferencia.

      La Virgen Inmaculada es, para todos nosotros, un signo de esperanza. Dios ha vencido en Ella al demonio y al mal. También quiere triunfar en nosotros sobre esos enemigos y, si nos abrimos a su gracia, podremos llegar a Él limpios de todas nuestras culpas. María “es la Madre Inmaculada que repite también a los hombres de nuestro tiempo: no tengáis miedo, Jesús ha vencido el mal; lo ha vencido de raíz, librándonos de su dominio” (Benedicto XVI, 8-XII-2009).

      Debemos dejar que el Señor entre en nuestras almas para que nos haga puros, sin dobleces, sin hipocresías, capaces de amar con un amor verdadero y de mirar a los otros con la limpia mirada de Dios. El papa Benedicto XVI ha enseñado, contra todo moralismo, contra toda pretensión de pensar que somos nosotros quienes creamos lo que es bueno, que la pureza es un acontecimiento dialógico:

      “Comienza con el hecho de que Él [Jesucristo] nos sale al encuentro –Él que es la Verdad y el Amor–, nos toma de la mano, se compenetra con nuestro ser. En la medida en que nos dejamos tocar por Él, en que el encuentro se convierte en amistad y amor, llegamos a ser nosotros mismos, a partir de su pureza, personas puras y luego personas que aman con su amor, personas que introducen también a otros en su pureza y en su amor” (30.VIII.2009).

      María, la Purísima Madre de Jesús, refleja de modo cristalino la pureza de Dios. A Ella le pedimos que nos acepte en su compañía, que nos escuche, que nos proteja y que nos introduzca maternalmente en la pureza y en el amor de Dios.

      II. Emmanuel

      6. “Y el Verbo se hizo carne”

      La afirmación del evangelio de San Juan: “Y el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14) nos anuncia quién es en realidad Jesucristo. Su identidad es divina. Él es “de la misma naturaleza que el Padre”. Es el Verbo, la Palabra de Dios, “el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia” (Hb 1,3).

      Sólo “desde arriba” podemos entender a Jesús. Su singularidad absolutamente única radica en ser, con el Padre y el Espíritu Santo, un solo Dios. Jesucristo no es, en consecuencia, un personaje más de la historia de los hombres, sino la Persona divina que, sin dejar de ser Dios, asumió una naturaleza humana para habitar entre nosotros.

      Pero si no podemos comprenderlo dejando al margen su condición divina, tampoco podemos avanzar en el conocimiento de Dios prescindiendo de Jesús. Dios “nos ha hablado por el Hijo” (Hb 1,2). Su Palabra ha tomado aquella forma por la que puede darse a conocer a los sentidos de los hombres: “Así el Verbo de Dios, por naturaleza invisible, se hizo visible, y siendo por naturaleza incorpóreo, se hace tangible”, comenta san Agustín.

      La divinidad no queda transformada, absorbida, por la carne, pero sí ha hecho suya la carne: “Dios no sólo toma la apariencia de hombre, sino que se hace hombre y se convierte realmente en uno de nosotros, se convierte realmente en Dios con nosotros; no se limita a mirarnos con benignidad desde el trono de su gloria, sino que se sumerge personalmente en la historia humana, haciéndose carne, es decir, realidad frágil, condicionada por el tiempo y el espacio” (Benedicto XVI).

      La Encarnación permite de este modo una mirada nueva sobre Dios y sobre el mismo hombre. Dios no puede negarse a sí mismo, no puede eliminar su divinidad, pero sí ha querido, enviando a su Hijo, acercarse a nosotros de una manera absolutamente sorprendente. Ha querido que pudiésemos ver su majestad por medio de su humanidad. En la Encarnación, la divinidad no ha quedado degradada, pero la humanidad ha sido exaltada.

      La contemplación de Jesús, el Verbo encarnado, nos llena de admiración y de esperanza. Dios no desea que su amor permanezca oculto, no se conforma con las huellas que de ese amor ha dejado en la creación entera. Dios ha querido que el amor brille en la carne, en la naturaleza humana de Cristo, para darnos así la posibilidad de nacer nosotros de nuevo para ser hijos suyos, hermanos de Jesucristo.

      La grandeza del hombre no depende de sí mismo, sino de Dios. Es Él quien nos hace grandes, creándonos a su imagen y semejanza y queriendo que su Hijo fuese uno de los nuestros. Es Él quien nos llama a una grandeza imprevista: la participación, por la gracia, en la naturaleza divina.

      La unión de la humanidad del Verbo con nuestra humanidad infunde esperanza: Dios puede renovarnos, venciendo nuestros egoísmos, nuestras injusticias, nuestras mentiras. En la Virgen Madre luce en todo su esplendor esta potencia divina que nos vuelve, si cooperamos con Él, hombres nuevos. El reto para cada uno consiste en no rebajar las expectativas de Dios.

      7. La familia de Jesús

      El Señor quiso nacer y crecer en el seno de una familia. Nacido de la Virgen María, tuvo a san José como padre, no según la carne, pero sí como educador, amparo y custodio. En conformidad con la lógica de la Encarnación, el Hijo de Dios se hizo hombre sometiéndose a los hombres, al fiel cuidado de san José.

      En la Sagrada Familia se ven reflejados los valores que han de estar presentes en la vida de cada familia: el amor de los esposos, la colaboración,

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