Obras Completas de Platón. Plato

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Obras Completas de Platón - Plato

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dificultad en concluir como he tenido para comenzar.

      ALCIBÍADES. —Habla, mi querido Sócrates, y por mí te doy todo el tiempo que necesites.

      SÓCRATES. —Es preciso obedecerte, y aunque es difícil hablar como amante a un hombre que no ha dado oídos a ninguno, tengo, sin embargo, valor para decirte mi pensamiento. Tengo para mí, Alcibíades, que si yo te hubiese visto contento con todas tus perfecciones y con ánimo de vivir sin otra ambición, hace largo tiempo que hubiera renunciado a mi pasión, o, por lo menos, me lisonjeo de ello. Pero ahora te voy a descubrir otros pensamientos bien diferentes sobre ti mismo, y por esto conocerás que mi terquedad en no perderte de vista no ha tenido otro objeto que estudiarte. Me padece que si algún dios te dijese de repente:

      —Alcibíades, ¿qué querrías más, morir en el acto, o, contento con las perfecciones que posees, renunciar para siempre a otras mayores ventajas?, se me figura que querrías más morir. He aquí la esperanza que te hace amar la vida. Estás persuadido de que apenas hayas arengado a los atenienses, cosa que va a suceder bien pronto, los harás sentir que mereces ser honrado más que Pericles y más que ninguno de los ciudadanos que hayan ilustrado la república; que te harás dueño de la ciudad, que tu poder se extenderá a todas las ciudades griegas y hasta a las naciones bárbaras que habitan nuestro continente.

      Pero si ese mismo dios te dijera:

      —Alcibíades, serás dueño de toda la Europa, pero no extenderás tu dominación sobre el Asia, creo que tú no querrías vivir para alcanzar una dominación tan miserable, ni para nada que no sea llenar el mundo entero con el ruido de tu nombre y de tu poder; y creo también que, excepto Ciro y Jerjes, no hay un hombre a quien quieras conceder la superioridad.

      Aquí tienes tus miras; yo lo sé y no por conjeturas; bien adviertes que digo verdad, y quizá por esto mismo no dejarás de preguntarme:

      —Sócrates, ¿qué tiene que ver este preámbulo con tu obstinación en seguirme por todas partes, que es lo que te proponías explicarme? Voy a satisfacerte, querido hijo de Clinias y de Dinómaca. Es porque todos esos vastos planes no puedes llevarlos a buen término sin mí; tanto influjo tengo sobre todos tus negocios y sobre ti mismo. De aquí procede sin duda que el Dios que me gobierna no me ha permitido hablarte hasta ahora, y yo aguardaba su permiso. Y como tú tienes esperanza de que desde el momento en que hayas hecho ver a tus conciudadanos lo digno que eres de los más grandes honores, ellos te dejarán dueño de todo, yo espero en igual forma adquirir gran crédito para contigo desde el acto en que te haya convencido de que no hay ni tutor, ni pariente, ni hermano que pueda darte el poder a que aspiras, y que solo yo, como más digno que ningún otro, puedo hacerlo, auxiliado de dios. Mientras eras joven y no tenías esta gran ambición, Dios no me permitió hablarte, para no malgastar el tiempo. Hoy me lo permite, porque ya tienes capacidad para entenderme.

      ALCIBÍADES. —Confieso, Sócrates, que te encuentro más admirable ahora, desde que has comenzado a hablarme, que antes cuando guardabas silencio, aunque siempre me lo has parecido; has adivinado perfectamente mis pensamientos, lo confieso; y aun cuando te dijera lo contrario, no conseguiría persuadirte. Pero ¿cómo conseguirás probarme que con tu socorro llegaré a conseguir las grandes cosas que medito, y que sin ti no puedo prometerme nada?

      SÓCRATES. —¿Exiges de mí que haga un gran discurso como los que estás tú acostumbrado a escuchar? Ya sabes, que no es ésa la forma que yo uso. Pero estoy en posición, creo, de convencerte de que lo que llevo sentado es verdadero, con tal de que quieras concederme una sola cosa.

      ALCIBÍADES. —La concedo, con tal de que no sea muy difícil.

      SÓCRATES. —¿Es cosa difícil responder a algunas preguntas?

      ALCIBÍADES. —No.

      SÓCRATES. —Respóndeme, pues.

      ALCIBÍADES. —No tienes más que preguntarme.

      SÓCRATES. —¿Supondré, al interrogarte, que meditas estos grandes planes que yo te atribuyo?

      ALCIBÍADES. —Así me gusta; por lo menos tendré el placer de oír lo que tú tienes que decirme.

      SÓCRATES. —Respóndeme. Tú te preparas, como dije antes, para presentarte dentro de pocos días en la Asamblea de los atenienses, para comunicarles tus luces. Si en aquel acto te encontrase y te dijese: —Alcibíades, ¿con motivo de qué deliberación te has levantado a dar tu dictamen a los atenienses? ¿Es sobre cosas que sabes tú mejor que ellos? ¿Qué me responderías?

      ALCIBÍADES. —Te respondería sin dudar, que es sobre cosas que yo sé mejor que ellos.

      SÓCRATES. —Porque tú no puedes dar buenos consejos, sino sobre cosas que tú sabes.

      ALCIBÍADES. —¿Cómo es posible darlos sobre lo que no se sabe?

      SÓCRATES. —¿Y no es cierto, que tú no puedes saber las cosas, sino por haberlas aprendido de los demás, o por haberlas descubierto tú mismo?

      ALCIBÍADES. —¿Cómo se pueden saber las cosas de otra manera?

      SÓCRATES. —Pero ¿es posible que las hayas aprendido de los demás o encontrado por ti mismo, cuando no has querido ni aprender nada, ni indagar nada?

      ALCIBÍADES. —Eso no puede ser.

      SÓCRATES. —¿Te ha venido a la mente indagar o aprender lo que tú creías saber?

      ALCIBÍADES. —No, sin duda.

      SÓCRATES. —Luego lo que tú sabes ahora, hubo un tiempo en que pensabas que no lo sabías.

      ALCIBÍADES. —Eso es muy cierto.

      SÓCRATES. —Pero yo sé, poco más o menos, las cosas que has aprendido; si olvido alguna, recuérdamela. Tú has aprendido, si no me equivoco, a leer y escribir, a tocar la lira y luchar, porque la flauta la has desdeñado.[2] He aquí todo lo que tú sabes, a no ser que hayas aprendido algo de que no dé yo cuenta, a pesar de que día y noche he sido testigo de tu conducta.

      ALCIBÍADES. —Es cierto; son las únicas cosas que he aprendido.

      SÓCRATES. —Cuando los atenienses deliberen sobre la escritura, ¿te levantarás para dar tus consejos acerca de cómo es necesario escribir?

      ALCIBÍADES. —No, ciertamente.

      SÓCRATES. —¿Te levantarás cuando deliberen sobre el modo de tocar la lira?

      ALCIBÍADES. —¡Vaya una magnífica deliberación!

      SÓCRATES. —Pero los atenienses, ¿no tienen costumbre de deliberar sobre los diferentes ejercicios de la palestra?

      ALCIBÍADES. —Convengo en ello.

      SÓCRATES. —¿Sobre qué esperas tú que deliberen para que pueda aconsejarles? ¿No será sobre la manera de construir una casa?

      ALCIBÍADES. —No, ciertamente.

      SÓCRATES. —El más miserable albañil les aconsejaría mejor que tú.

      ALCIBÍADES. —Tienes razón.

      SÓCRATES. —¿Tampoco será cuando deliberen sobre algún punto de adivinación?

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