París puede esperar. Marisa Sicilia

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу París puede esperar - Marisa Sicilia страница 2

París puede esperar - Marisa Sicilia Especial Confinamiento

Скачать книгу

sí que te quiero. Y para que veas que no te guardo rencor, voy a ir a por el termómetro para que nos miremos la temperatura.

      —¡Pero si yo estoy bien!

      —Hay que prevenir. Por cierto —dice haciendo la pregunta que Alicia ya espera—, ¿dónde está el termómetro?

      —En el segundo cajón de la cómoda.

      —Lo sabía, solo preguntaba para ver si tú también lo sabías.

      Alicia ríe, aunque Manuel ya haya usado ese chiste muchas otras veces. Va a cumplir los cincuenta en octubre, él los cumplió la semana pasada. Dentro de un mes hará veinticinco años que se casaron. Veinticinco años dan para todo, pero nunca, ni en los peores momentos, se les ha pasado por la cabeza cortar y tirar cada uno por un lado. Claro que tampoco han pasado nunca las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana con el otro como única y constante compañía.

      Vuelve con un termómetro de los de toda la vida y se lo coloca bajo el brazo.

      —¿Cuánto tiempo lo tengo que tener?

      Se ha medido docenas de veces la temperatura y todavía le sigue haciendo esa pregunta.

      —Un buen rato.

      Se quedan en silencio, esperando.

      —¿Sabes en qué estoy pensando?

      Y Alicia lo adivina porque está pensando lo mismo.

      —En París.

      —En París. Me parece que esta vez tampoco va a poder ser.

      —Aún falta un mes —protesta ella sin mucho convencimiento—. Quizá para entonces ya se pueda viajar.

      —¿Tú crees?

      Y aunque Alicia es obstinada, también sabe admitir cuando no queda otra que atenerse a la realidad.

      —Tienes razón. Será mejor que devuelvas los billetes.

      —Ya iremos más adelante —dice para consolarla.

      —Sí, en cualquier otra ocasión.

      Y, como se conocen bien, ambos saben que no están nada convencidos, pero fingen que sí.

      —¿Me lo puedo quitar ya?

      —Mira a ver. ¿Cuánto marca?

      Manuel mira el termómetro y sonríe como un bendito.

      —Treinta y seis con dos.

      15 de abril de 1995

      —¡Vivan los novios!

      Una lluvia de arroz llega desde todas las direcciones. Alicia y Manuel se refugian el uno contra el otro. La cabeza de ella contra el hombro de él y el ramo de lirios silvestres haciendo de escudo protector.

      —¡Ali! ¡Una foto!

      Carmen, vestida de rojo, agita el brazo con la cámara en alto.

      Ya por entonces, Manuel, sin que aún estuviesen de moda, era aficionado a los selfis. En lugar de pedírselo a alguien, él mismo tiró la foto. Salieron los tres con la pose extraviada, un poco borrosos, pero muy emocionados, muy felices.

      Se casaron en el pueblo de los abuelos de él, en la sierra norte de Guadalajara, un rincón de cuento, muy cerca del hayedo de Tejera Negra y ya en esos años casi despoblado. No hacía ni un mes que acababan de autorizar que en los ayuntamientos, y no solo en los juzgados, se oficiasen bodas. El alcalde, que estaba como loco por atraer al turismo de la capital y había convertido un caserón abandonado en hotel rural, aceptó encantado.

      Invitaron solo a la familia más cercana, a los amigos de verdad y a las compañeras de trabajo de Alicia. Del trabajo de Manuel no fue nadie. Se había incorporado un año antes al departamento de Investigación y Desarrollo de una gran multinacional, pero el ambiente no daba para estrechar lazos. Las órdenes de arriba eran reducir costes, la gente con más años estaba quemada y los nuevos venían pisando fuerte. Había mucho tiburoneo, mucho trepa.

      Fue un día —casi— perfecto. Alicia, que siempre se quejaba de que no salía bien en las fotos, aparecía radiante en todas. Con el pelo suelto formando esas ondas tan naturales que costó tres pruebas en la peluquería conseguir, con un vestido muy sencillo y muy romántico, de inspiración ibicenca, con Manuel y ella sin dejar de mirarse y tocarse. Solo se torció al final. Cuando los primos de Manuel, a pesar de todas las advertencias de Alicia y las negativas de Manuel, soltaron una vaquilla.

      A Alicia no le faltó nada que llamarlos —incluyendo bestias, anormales, paletos y salvajes—. A los primos les entró por una oreja y les salió por la otra y, como eran más y tenían más fuerza, se llevaron a Manuel en volandas y lo dejaron solo ante el peligro, es decir, con la vaquilla.

      Era poco más que un ternero. Alicia estaba indignada por ese abuso del pobre animal, pero cuando la vaquilla revolcó a Manuel por el suelo a la primera de cambio, se vio recién casada y viuda.

      —¡Ay, Carmen, que me lo matan! —gritó aferrándose al brazo de su dama de honor. Luego Carmen le enseñó el moretón.

      Manuel salió del trance cojeando, pero aparentemente sin más daños que el destrozo en las costuras del chaqué. Ahí se volvió a liar. Alicia mandó parar la música y cerró la barra libre. Manuel, pasado el susto, aseguraba estar en condiciones de volver al ruedo.

      Fue su primera discusión de casados y la solucionaron negociando. La fiesta siguió, pero con la condición de que la vaquilla volviese al cercado de donde había salido.

      La reconciliación completa llegó en el hotel. Para algunas cosas, Alicia es pragmática de más y eso le pasó con la noche de bodas. Entre el cansancio, el susto, la discusión y que al día siguiente tenían que madrugar —se iban a París de luna de miel, allí sí que pensaba ser romántica—, estaba por apagar la luz y ya mañana sería otro día. Pero cuando salió del baño se encontró con que Manuel había traído un radiocasete —todavía no había iPods ni mucho menos smartphones—, y estaba sonando El sitio de mi recreo, como aquella otra primera vez.

      «Donde nos llevó la imaginación…».

      La imaginación los llevó a muchos sitios, esa noche y otras, pero no a París.

      A las diez salía el vuelo de Barajas, a las ocho ya habían facturado las maletas, a las ocho y media recorrían los pasillos de la terminal, pero Manuel iba a rastras con una pierna.

      —¿Te duele?

      —A ver… Un poco sí. Si encontrásemos una farmacia abierta…

      —¿Aquí?

      —Tiene que haber farmacias en el aeropuerto. Con toda la gente que pasa…

      —Pero a saber dónde.

      Preguntaron. Les dieron mal las indicaciones. Volvieron a preguntar. La encontraron.

Скачать книгу