Crimen y castigo. Федор Достоевский
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‑¡Bravo! Y ahora, amigo, ¿quieres comer?
‑Sí.
‑¿Hay sopa, Nastasia?
‑Sí; ayer sobró.
‑¿Está hecha con pasta de sopa y patatas?
‑Sí.
‑Lo sabía. Tráenos también té.
‑Bien.
Raskolnikof contemplaba esta escena con profunda sorpresa y una especie de inconsciente pavor. Decidió guardar silencio y esperar el desarrollo de los acontecimientos.
«Me parece que no deliro ‑pensó‑. Todo esto tiene el aspecto de ser real.
Dos minutos después llegó Nastasia con la sopa y anunció que en seguida les serviría el té. Con la sopa había traído no sólo dos cucharas y dos platos, sino, cosa que no ocurría desde hacía mucho tiempo, el cubierto completo, con sal, pimienta, mostaza para la carne… Hasta estaba limpio el mantel.
‑Nastasiuchka, Prascovia Pavlovna nos haría un bien si nos mandara dos botellitas de cerveza. Sería un buen final.
‑¡Sabes cuidarte! ‑rezongó la sirvienta. Y salió a cumplir el encargo.
Raskolnikof seguía observando lo que ocurría en su presencia, con inquieta atención y fuerte tensión de ánimo. Entre tanto, Rasumikhine se había instalado en el diván, junto a él. Le rodeó el cuello con su brazo izquierdo tan torpemente como lo habría hecho un oso y, aunque tal ayuda era innecesaria, empezó a llevar a la boca de Raskolnikof, con la mano derecha, cucharadas de sopa, después de soplar sobre ellas para enfriarlas. Sin embargo, la sopa estaba apenas tibia. Raskolnikof sorbió ávidamente una, dos, tres cucharadas. Entonces, súbitamente, Rasumikhine se detuvo y dijo que, para darle más, tenía que consultar a Zosimof.
En esto llegó Nastasia con las dos botellas de cerveza.
‑¿Quieres té, Rodia? ‑preguntó Rasumikhine.
‑Sí.
‑Corre en busca del té, Nastasia; pues, en lo que concierne a esta pócima, me parece que podemos pasar por alto las reglas de la facultad… ¡Ah! ¡Llegó la cerveza!
Se sentó a la mesa, acercó a él la sopa y el plato de carne y empezó a devorar con tanto apetito como si no hubiera comido en tres días.
‑Ahora, amigo Rodia, como aquí, en tu habitación, todos los días ‑masculló con la boca llena‑. Ha sido cosa de Pachenka, tu amable patrona. Yo, como es natural, no le llevo la contraria. Pero aquí llega Nastasia con el té. ¡Qué lista es esta muchacha! ¿Quieres cerveza, Nastenka?
‑No gaste bromas.
‑¿Y té?
‑¡Hombre, eso… !
‑Sírvete… No, espera. Voy a servirte yo. Déjalo todo en la mesa.
Inmediatamente se posesionó de su papel de anfitrión y llenó primero una taza y después otra. Seguidamente dejó su almuerzo y fue a sentarse de nuevo en el diván. Otra vez rodeó la cabeza del enfermo con un brazo, la levantó y empezó a dar a su amigo cucharaditas de té, sin olvidarse de soplar en ellas con tanto esmero como si fuera éste el punto esencial y salvador del tratamiento.
Raskolnikof aceptaba en silencio estas solicitudes. Se sentía lo bastante fuerte para incorporarse, sentarse en el diván, sostener la cucharilla y la taza, e incluso andar, sin ayuda de nadie; pero, llevado de una especie de astucia, misteriosa e instintiva, se fingía débil, e incluso algo idiotizado, sin dejar de tener bien agudizados la vista y el oído.
Pero llegó un momento en que no pudo contener su mal humor: después de haber tomado una decena de cucharaditas de té, libertó su cabeza con un brusco movimiento, rechazó la cucharilla y dejó caer la cabeza en la almohada (ahora dormía con verdaderas almohadas rellenas de plumón y cuyas fundas eran de una blancura inmaculada). Raskolnikof observó este detalle y se sintió vivamente interesado.
‑Es necesario que Pachenka nos envíe hoy mismo la frambuesa en dulce para prepararle un jarabe ‑dijo Rasumikhine volviendo a la mesa y reanudando su interrumpido almuerzo.
‑¿Pero de dónde sacará las frambuesas? ‑preguntó Nastasia, que mantenía un platillo sobre la palma de su mano, con todos los dedos abiertos, y vertía el té en su boca, gota a gota haciéndolo pasar por un terrón de azúcar que sujetaba con los labios.
‑Pues las sacará, sencillamente, de la frutería, mi querida Nastasia… No puedes figurarte, Rodia, las cosas que han pasado aquí durante tu enfermedad. Cuando saliste corriendo de mi casa como un ladrón, sin decirme dónde vivías, decidí buscarte hasta dar contigo, para vengarme. En seguida empecé las investigaciones. ¡Lo que corrí, lo que interrogué… ! No me acordaba de tu dirección actual, o tal vez, y esto es lo más probable, nunca la supe. De tu antiguo domicilio, lo único que recordaba era que estaba en el edificio Kharlamof, en las Cinco Esquinas… ¡Me harté de buscar! Y al fin resultó que no estaba en el edificio Kharlamof, sino en la casa Buch. ¡Nos armamos a veces unos líos con los nombres… ! Estaba furioso. Al día siguiente se me ocurrió ir a las oficinas de empadronamiento, y cuál no sería mi sorpresa al ver que al cabo de dos minutos me daban tu dirección actual. Estás inscrito.
‑¿Inscrito yo?
‑¡Claro! En cambio, no pudieron dar las señas del general Kobelev, que solicitaron mientras yo estaba allí. En fin, abreviemos. Apenas llegué allí, se me informó de todo lo que te había ocurrido, de todo absolutamente. Sí, lo sé todo. Se lo puedes preguntar a Nastasia. He trabado conocimiento con el comisario Nikodim Fomitch, me han presentado a Ilia Petrovitch, y conozco al portero, y al secretario Alejandro Grigorevitch Zamiotof. Finalmente, cuento con la amistad de Pachenka. Nastasia es testigo.
‑La has engatusado.
Y, al decir esto, la sirvienta sonreía maliciosamente.
‑Debes echar el azúcar en el té en vez de beberlo así, Nastasia Nikiphorovna.
‑¡Oye, mal educado! ‑replicó Nastasia. Pero en seguida se echó a reír de buena gana. Cuando se hubo calmado continuó‑: Soy Petrovna y no Nikiphorovna.
‑Lo tendré presente… Pues bien, amigo Rodia, dicho en dos palabras, yo me propuse cortar de cuajo, utilizando medios heroicos, cuantos prejuicios existían acerca de mi persona, pues es el caso que Pachenka tuvo conocimiento de mis veleidades… Por eso no esperaba que fuese tan… complaciente. ¿Qué opinas tú de todo esto?
Raskolnikof no contestó: se limitó a seguir fijando en él una mirada llena de angustia.
‑Sí, está incluso demasiado bien informada ‑dijo Rasumikhine, sin que le afectara el silencio de Raskolnikof y como si asintiera a una respuesta de su amigo‑. Conoce todos los detalles.
‑¡Qué frescura! ‑exclamó Nastasia, que se retorcía de risa oyendo las genialidades de Rasumikhine.
‑El mal está, querido Rodia, en que desde el principio seguiste una conducta