Jane Eyre. Knowledge house

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Jane Eyre - Knowledge house

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el archidiácono. Su ausencia suponía un alivio para mí. No hace falta que diga que tenía mis motivos para temer su llegada. Sin embargo, por fin llegó.

      Una tarde (ya llevaba yo tres semanas en Lowood), sentada con una pizarra en la mano luchando con una división de varias cifras, al levantar los ojos, distraída, hacia la ventana, vislumbré el paso de una figura, cuya silueta enjuta reconocí casi por instinto; cuando, dos minutos más tarde, se levantó toda la escuela en masa, incluidas las profesoras, no hizo falta que mirase para saber a quién saludaban de aquella manera. Cruzó el aula de dos zancadas y se detuvo al lado de la señorita Temple, también de pie, la misma columna negra que me había contemplado tan amenazadora sobre la alfombra de Gateshead. Miré de reojo aquella obra arquitectónica. Había acertado: era el señor Brocklehurst, con un abrigo abrochado hasta arriba, y con un aspecto más largo, estrecho y rígido que nunca.

      Tenía mis propias razones para estar preocupada por aquella aparición: recordaba demasiado bien las insinuaciones alevosas de la señora Reed sobre mi carácter, y la promesa hecha por el señor Brocklehurst de informar a la señorita Temple y las profesoras de mi naturaleza perversa. Todo ese tiempo había temido el cumplimiento de esta promesa, había esperado a diario la llegada del «hombre que iba a venir», cuyos informes sobre mi vida y obras pasadas habían de tacharme para siempre de niña malvada. Ya había llegado. Se puso al lado de la señorita Temple, hablándole al oído. No dudé de que le estuviera revelando mi vileza, y la vigilé con penosa ansiedad, esperando ver cómo, en cualquier momento, me volvería sus ojos oscuros llenos de rechazo y desprecio. También agucé el oído y, como estaba sentada cerca de donde estaban ellos, oí la mayor parte de lo que dijo, lo que alivió momentáneamente mi preocupación.

      —Supongo, señorita Temple, que servirá el hilo que compré en Lowton; me pareció que era precisamente de la calidad adecuada para las camisetas de percal, y elegí las agujas para el mismo fin. Dígale a la señorita Smith que se me olvidó apuntar las agujas de zurcir, pero le enviaré algunos paquetes la semana próxima, y que de ninguna manera debe repartir más de una a la vez por alumna, ya que, si tienen más, son descuidadas y las pierden. Y por cierto, señorita, quisiera que se cuidase mejor de las medias de lana. La última vez que estuve aquí, me acerqué a la huerta para examinar la ropa tendida, y había bastantes medias negras en mal estado. A juzgar por el tamaño de los agujeros que tenían, pude ver que no habían sido bien remendadas.

      Hizo una pausa.

      —Se seguirán sus instrucciones, señor —dijo la señorita Temple.

      —Y, señorita —continuó—, la lavandera me cuenta que a algunas chicas les dan dos cuellos por semana. Es demasiado, pues las normas establecen uno solo.

      —Creo que puedo explicárselo, señor. A Agnes y Catherine Johnstone, unos amigos las invitaron a tomar el té en Lowton el jueves pasado, y yo les di permiso para ponerse cuellos limpios para la ocasión.

      El señor Brocklehurst asintió con la cabeza.

      —Por esta vez lo pasaré por alto, pero procure que no ocurra muy a menudo. Y otra cosa me sorprendió también: me he enterado, por el ama de llaves, de que dos veces en los últimos quince días se ha servido a las chicas un refrigerio de pan y queso. ¿Cómo puede ser esto? He repasado las normas y no he encontrado ninguna referencia a los refrigerios. ¿Quién ha introducido esta innovación y con qué autoridad?

      —Debe considerarme responsable a mí, señor —contestó la señorita Temple—; el desayuno fue tan malo que no pudieron comerlo las alumnas, y no me atreví a dejarlas en ayunas hasta la hora de comer.

      —Permítame un momento, señorita. Está usted enterada de que es mi propósito, al educar a estas muchachas, no acostumbrarlas a los lujos y excesos, sino hacerlas fuertes, pacientes y abnegadas. Si por casualidad ocurre algún contratiempo, como una comida estropeada o con mucho o poco condimento, no se debe neutralizar su pérdida mediante su sustitución por una delicadeza mayor, mimando de esta forma el cuerpo y obviando el objetivo de esta institución. Al contrario, debe contribuir a la educación moral de las alumnas, animándolas a sacar fuerzas de flaquezas en momentos de privaciones pasajeras. En estas ocasiones, sería oportuno un breve sermón, en el que una profesora juiciosa hablaría de los sufrimientos de los primeros cristianos, los tormentos de los mártires y las exhortaciones del mismo Jesucristo, que llamó a sus discípulos para que tomasen su cruz y lo siguiesen, y advirtió que no solo de pan vive el hombre, sino de cada palabra que sale de la boca de Dios; y a sus consuelos divinos, «bienaventurados los que tenéis hambre o sed por mí». Señorita, cuando pone usted pan y queso en las bocas de estas muchachas en lugar de avena quemada, es posible que esté alimentando sus cuerpos terrenales, pero ¡cómo priva usted sus almas inmortales!

      Mientras tanto, el señor Brocklehurst, de pie ante la chimenea con las manos a la espalda, observaba majestuosamente a la concurrencia. De pronto, parpadeó como si algo lo hubiera deslumbrado o escandalizado, y dijo con palabras más atropelladas que de costumbre:

      —Señorita Temple, ¿qué… qué le ocurre a esa muchacha del cabello rizado? ¿Pelirroja, señorita, y cubierta de rizos? —y señaló con mano temblorosa el objeto de su ultraje con el bastón.

      —Es Julia Severn —respondió con voz queda la señorita Temple.

      —Julia Severn, señorita. ¿Y por qué motivo tiene ella, o cualquier otra, el cabello rizado? ¿Por qué, desafiando a todas las leyes y principios de esta casa evangélica y benéfica, se muestra tan abiertamente mundana como para llevar el cabello hecho una maraña de rizos?

      —Los rizos de Julia son naturales —contestó la señorita Temple, con voz aún más baja.

      —¡Naturales! Sí, pero no nos conformamos con lo natural. Quiero que estas muchachas sean hijas de Dios. ¿Por qué semejante exceso? He dado a entender una y otra vez que quiero que se recojan el cabello de manera recatada y sencilla. Señorita Temple, a esta muchacha hay que raparle del todo; haré venir al barbero mañana. Y veo a otras con un exceso parecido. Que se dé la vuelta esa chica alta. Diga que se levanten todas las de la primera clase y se vuelvan hacia la pared.

      La señorita Temple se pasó el pañuelo por los labios, como para borrar una sonrisa involuntaria, pero dio la orden y, cuando se enteraron las chicas de la primera clase de lo que pretendía de ellas, obedecieron. Echándome hacia atrás en mi banco, pude ver las miradas y muecas con las que comentaban la orden. Fue una lástima que el señor Brocklehurst no las viera también, ya que quizás se hubiera dado cuenta de que, por mucho que manipulase el exterior de estas chicas, el interior estaba mucho más allá de su interferencia de lo que imaginaba.

      Estudió el envés de estas medallas humanas durante unos cinco minutos y después dictó sentencia. Sus palabras cayeron como un toque de difuntos:

      —¡Que se recorten todos esos moños!

      La señorita Temple pareció objetar.

      —Señorita —prosiguió él— he de servir a un Amo cuyo reino no es de este mundo. Es mi misión mortificar los deseos carnales de estas muchachas, enseñarles a vestirse con recato y sobriedad, y no con ropas caras y tocados complicados. Cada una de las jóvenes que tenemos delante lleva un mechón de cabello que la misma vanidad hubiera podido trenzar. Este, repito, debe ser cortado. Piense en el tiempo que pierden, en…

      En este punto, la entrada de otras tres visitas, unas damas, interrumpió al señor Brocklehurst. Les habría convenido llegar un poco antes para escuchar su sermón sobre la vestimenta, pues venían esplendorosamente ataviadas de terciopelo, seda y pieles. Las más jóvenes del trío (guapas muchachas de dieciséis y diecisiete años) llevaban sombreros de castor gris a la moda de entonces,

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