Por fin me comprendo. Alfredo Sanfeliz Mezquita
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Por fin me comprendo - Alfredo Sanfeliz Mezquita страница 10
Por ello, cuando hablo de lo que nos mueve me quiero centrar más en aquello, más allá de nuestras funciones vitales, que de alguna forma tiene que ver con actos no reflejos y reiterados. Me refiero a los actos que son propios de lo que llamamos «nuestra conducta» o, lo que es lo mismo, de aquello que desarrollamos de forma decidida ya sea de forma consciente o incluso inconsciente. Tales conductas son resultado del funcionamiento de nuestros mecanismos internos reguladores del comportamiento, que son específicos de cada uno y que nos hacen diferentes en cuanto a personalidad y estilo de comportamiento.
Al referirme a acciones voluntarias me gustaría aclarar que incluyo en ellas aquellas que efectivamente decidimos y las que «creemos que decidimos» con cierta voluntariedad. Y hago esta precisión pues hoy la neurociencia avanzada cuestiona en gran medida la existencia de una verdadera voluntad. Los científicos explican cómo nuestros comportamientos están en todo momento condicionados por nuestra forma de «ser y estar» en cada instante y por los condicionantes del entorno o ambiente que hemos vivido en el pasado y los que vivimos en el momento de cada acción de nuestra vida, con la influencia de todo lo experimentado desde que estábamos en el útero de nuestra madre y hasta el momento presente. Biológica y neurológicamente hablando, la existencia de una verdadera y pura voluntariedad es muy cuestionable. Y si no existe verdadera capacidad de adoptar decisiones voluntariamente, nadie tiene ninguna responsabilidad como tampoco ningún mérito en relación con lo que hace o deja de hacer. La facultad de hacer o decidir algo el día de nuestro nacimiento viene preconcebida en nuestro cuerpo y evoluciona con la interacción de los estímulos de un tipo u otro del entorno.
El tema no es ni pacífico ni fácil de digerir. Y pensaremos muchos, como primera reacción, que menuda tontería, pues un bebé de un día es claro que no tiene ninguna capacidad de influir «voluntariamente» en su vida y entorno, y por tanto no puede tomar decisiones. Pero la misma reflexión puede hacerse en el segundo, tercero y décimo día. Pues un bebé de diez días se comportará necesariamente conforme lo determinen sus automatismos de comportamiento. Y ello dependerá de los mecanismos con los que ese bebé vino al mundo, complementados con su evolución, resultante de sumar a lo preexistente el impacto de la interacción con el mundo, consecuencia del azar en su vida y entorno.
Y quien vuelva a decir otra vez que menuda tontería, pues un bebé de diez días es claro que no tiene tampoco ninguna capacidad verdaderamente propia y voluntaria para condicionar sus actos, de nuevo habrá que darle la razón. Pero de nuevo el mismo fenómeno se producirá después del vigésimo día, del trigésimo, del día 100 o del día 1000 o 10.000 en el transcurso de nuestras vidas. En cada uno de tales días no podemos negar que todo acto ha sido consecuencia de nuestra forma de ser prexistente, de estar programados, de estar desarrollados hasta el instante anterior, a lo que se suma la interacción, influencia y condiciones del entorno en el momento presente. Como corrección a esa afirmación tan dura y determinista algunos devuelven a la voluntad el mando sobre nuestra conducta (o el libre albedrío) atribuyendo a las personas la facultad de interrumpir y evitar en un último instante las acciones que nuestros procesamientos menos conscientes y sujetos a predeterminación han adoptado. Es en realidad una facultad de frenar o impedir voluntariamente lo que de manera predeterminada alguien o algo dentro de nosotros ha decidido.
No obstante las disquisiciones anteriores, quiero aclarar que a efectos de este libro me referiré a «lo voluntario» como aquello que vulgarmente entendemos por voluntario, e incluiré por tanto en ello aquello que «creemos que es voluntario», por más que la ciencia discuta si verdaderamente lo es o no. De alguna forma personalmente necesito creer en la existencia de lo voluntario. Y necesito creer en ello por más que la ciencia diga que «lo voluntario» es una mera ilusión. Aunque suene contradictorio, combino y compatibilizo mi confianza y adhesión a la teoría científica sobre la no existencia de una verdadera y libre voluntad individual que no se encuentre predeterminada con mi creencia en la existencia de la voluntad y el mérito con soporte en una dimensión espiritual. Necesito y tengo tendencia siempre a dejar espacio para la duda ante lo desconocido sabiendo que a menudo ignoramos lo que ignoramos como ignoraban los bosquimanos del Kalhari que la radio funciona porque existen potentes repetidores en lejanas ciudades. Sin este espacio de misterio para dar sentido a las cosas y depositar en él mis incógnitas sin resolver no podría vivir.
No es una sola cosa lo que nos mueve en nuestro día a día. Sin duda estamos sujetos a fuerzas y motivaciones variadas que confluyen y que muchas veces son contradictorias. Existen distintas variables en nuestro juicio de lo que es bueno para nosotros y, aunque no existe, buscamos una fórmula que lo determine con rigor o claridad. Desde luego, tenemos que sobrevivir cada día, y ello está claramente entre nuestros objetivos, pero ¿debemos de preocuparnos hoy de cómo viviremos dentro de treinta años y moldear nuestras actuaciones para tener entonces una vida mejor? ¿Debo renunciar a ciertas actividades o placeres que me atraen porque revisten cierto peligro para mi supervivencia ahora o en el largo plazo? ¿Y todo ello en qué medida?
En este capítulo trataremos de entender cuál es el juego de fuerzas que orientan nuestras actividades y cuáles son nuestros mecanismos para canalizarlas, pero sin pretender abordar cómo deben gestionarse, administrarse y equilibrarse dichas fuerzas. Serán los últimos capítulos de este libro los que tratarán precisamente de las cuestiones relativas a la forma de gestionar y equilibrar esas fuerzas, tratando de concluir quién dentro de nosotros debe administrar los deseos o preferencias de los distintos «yoes» que tenemos o somos para determinar un comportamiento u otro.
Los instintos, cuestión de supervivencia
Cuando no entendamos por qué alguien hace algo, tratemos de buscar su conexión con nuestro instinto más básico de supervivencia y mantenimiento de nuestra especie concebido de forma amplia. Seguramente ese instinto, a través de múltiples y particulares estrategias de actuación, podrá darnos claves para su comprensión.
Sin duda somos seres que hemos sido creados para vivir. Nacemos configurados para sobrevivir, programados con la función de supervivencia. La orden interna de vigilar que nuestras actuaciones nos permitan seguir viviendo es indudablemente la instrucción de mayor peso para orientar nuestras actuaciones. Llamamos «instinto de supervivencia» a esa programación genética con la que todos nacemos.
De una u otra forma, nuestra programación para la supervivencia condiciona todas o casi todas las actuaciones de nuestra vida y trabaja sin descanso buscando caminos que nos llevan a alargar nuestra existencia en la Tierra. Podría ser comparable a un navegador de Google Maps en el que el destino está abierto pero siempre condicionado a mantener una mínima distancia con un punto del mapa móvil al que se denomina «la muerte», como si estuviéramos aplicando una orden de alejamiento con ese punto móvil. Ese navegador en forma de instinto de supervivencia nos permite deambular por el mapa pero nos da un aviso cada vez que nos salimos de la ruta adecuada y perdemos la distancia mínima de alejamiento, poniéndose insistentemente pesado cuando persistimos en coger el camino equivocado que nos acerca más de la cuenta al punto no deseado que es la muerte.
Como un ordenador con su programación, nuestras vidas están sometidas a la instrucción y el mandato biológico de vivir, y todo aquello que nuestra sabiduría espontánea de vida (instinto) nos dice que es malo de algún modo nos genera dolor o sufrimiento en forma de desasosiego, mala conciencia, temor etc. Con carácter general aquello que deseamos y lo que rechazamos, a través de nuestro sistema de sentimientos y emociones, del dolor y del placer, se encuentra al servicio de ese objetivo de supervivencia. No vivimos con consciencia de ello ni de las relaciones que existen entre esas fuerzas del deseo o del dolor, el asco etc. y nuestra