Claudio Arrau. Marisol García
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Antes, como ahora, en Santiago un contacto influyente llevaba al otro. La familia viajó con una carta de recomendación dirigida al escritor Antonio Orrego Barros, hebra gruesa en la trama cultural de la época, y a quien Lucrecia se propuso pre- sentarle las dotes de su hijo. Orrego conoció y escuchó por primera vez al niño en su casa de calle Catedral, y publicó luego un artículo con el título «El Mozart chileno. Claudio Arrau»:
Aquel niño lo reúne todo. Fino, distinguido, buenmozo, de pelo revuelto y ojos pensadores [...], pasa, con la misma naturalidad y agrado, de los dulces al piano que del piano a los dulces [...]. Su ejecución no era lo que más me sor- prendía de él. Me asombraba ese instinto del arte, el que ese niño se abstra- jese encantado con las profundas armonías de Beethoven, colocándolas sobre toda música; en esas armonías que él no podía comprender en su corazón de niño, pues hablan de las grandes pasiones del corazón del hombre, emociones, sentimientos y dolores que en sus cortos años aún no puede sospechar, pero que adivina, siente y comprende con esa clarividencia del arte en los artistas (Selecta, Santiago, 1909).
De tres en tres, Orrego decidió activar audiciones del niño frente a parlamentarios que pudieran colaborar en aprobarle una beca de instrucción. Además, la madre del escritor le comentó de tan precoz talento a su amiga Sara del Campo, esposa del Presidente Pedro Montt, quien entonces les extendió a Claudio Arrau y a su madre una invitación a La Moneda.
El 30 de septiembre de 1909, ese niño de 6 años recién llegado de Chillán y sin clases formales de música hasta entonces tocó piano en la casa de gobierno, frente a parlamentarios, ministros, cuerpo diplomático y artistas. El compositor Enrique Soro iba a escribir después que esa noche había escuchado «a un genio». El ministro Agustín Edwards Mac-Clure, no menos conmovido, le dejó extendida una invitación a su casa. Aquella precoz velada en La Moneda fue crucial para comenzar a activarle a Arrau la anhelada beca de formación.
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Los boletines de sesiones en el Senado de la República del 22 de febrero de 1910 dan cuenta de esta consulta específica en la partida 14 del proyecto de Presupuesto de Instrucción Primaria. En los documentos de archivo figura el ítem «Para la educación musical de Claudio Arrau León $1.200», con la firma de más de treinta diputados.
Palacio de la Moneda, Santiago de Chile, 1909.
«Es un Mozart en ciernes que honrará a la República —defiende uno de los fir- mantes—, de modo que es necesario que hagamos lo posible porque no se pierda un talento tan precoz».
La indicación fue aprobada con la unanimidad de los veintiséis votos requeridos. Se acordó unos días después aumentar la pensión requerida a 1.500 pesos. El monto les permitió a Arrau y a su madre continuar unos meses más en Santiago y pagar las clases particulares del italiano Bindo Paoli.
La idea de viajar al extranjero no vino sino hasta unos meses más tarde; primero en noviembre, gracias a una nueva indicación presentada por el Senado, y luego con un ítem discutido en la Cámara de Diputados «para que el joven Claudio Arrau León perfeccione sus estudios musicales en Europa».
Aunque no de modo unánime esta vez, la ayuda fue aprobada en ambas cámaras y formalizada por un decreto del Ministerio de Instrucción Pública del 29 de marzo de 1911. Un mes antes el niño había celebrado su octavo cumpleaños.
«Chico limpísimo, elegante (niño de casa rica, al parecer), trepa gravemente, mirándolo todo», lo describe una nota del semanario Sucesos que recibió ese año la visita del niño, su hermana y su madre a su redacción en Valparaíso.
La disposición espontánea de un menor de edad no tendría por qué ser motivo de asombro, pero al «niño genio» se le aplaudía su naturalidad como la excepción de quien ya parecía destinado al aplauso internacional. Quienes lo conocieron en su adultez aseguran que a Arrau nunca lo abandonó un espíritu infantil. Había sencillez y transparencia en su trato, contenido siempre por una evidente timidez pero a la vez impulsado por una firme autonomía y cautivadora frescura. Era como si, más que una etapa formativa, esa condición de prodigio hubiese sido esencia de su personalidad.
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Antes de la partida de Claudio Arrau, sus dos hermanos y su madre a Europa —a mediados de 1911, en el carguero Titania, de la compañía alemana Kosmos—, hubo un recital de despedida en su ciudad natal, con piezas de Chopin, Schumann, Mozart, Beethoven y otros compositores.
Si este niño (lo que el destino jamás permita) no se atrasa en su carrera y no lo abandona el numen que ilumina su cabecita, tendrá que abismar al mundo con sus audiciones, y traerá a Chillán un nuevo timbre de lustre que deberá agregarse a lo que ya tiene como cuna de héroes y grandes patriotas (El Comercio, Chillán, 1910).
Por las exigencias familiares que supuso, la salida de Arrau al extranjero fue como entrar a un corredor sin retorno. Doña Lucrecia tenía para entonces 52 años, nunca había viajado fuera de Chile, y la formación profesional de su hijo pasaba desde entonces a ser para ella una ocupación a tiempo completo. Debía, sin embargo, sumar a esa ambición a sus otros dos hijos, Carlos y Quecha. Los cuatro a Berlín sin saber hablar alemán ni inglés, aún sin maestro escogido para las lecciones de Claudio, y con una pensión calculada solo para dos personas.
Mucho a favor, pero no todo. El arribo a Hamburgo y la llegada a la capital alemana —tras una parada en Buenos Aires, donde el niño volvió a deslumbrar con un recital en la Embajada de Chile— era una pisada en la incertidumbre. Una amiga suya en la ciudad le ayudó a Lucrecia a ubicar una casa para arriendo y a un posible profesor de piano. La opción primera por Waldemar Lütschg fue por completo equivocada. Arrau lo recordaría en su adultez como «el profesor más aburrido que se pudiera imaginar; incluso se dormía durante las lecciones». Lo visitó no más de un año.
Fue reemplazado por Paul Schramm, «un hombre amable, muy inteligente y lleno de ideas, pero algo loco», cuyo influjo resultó todavía más nefasto. Junto a él, el niño fue perdiendo motivación, e incluso llegó a comentarle a su madre sus deseos de renunciar a la beca y regresar a Chillán.
La impronta de Lucrecia León adquiere en esta etapa un nuevo relieve. De la ilusión, su guía pasó al compromiso, aun sin pruebas de que este de verdad justificase el sacrificio familiar.
«Tenemos que preguntarnos: ¿si el niño de Chillán no hubiese tenido la madre que tuvo, la música chilena habría podido gozar del Arrau que todo el mundo aplaudió y que hoy recuerda?», pregunta Juan Orrego Salas.[4]
Arrau iba a reconocer más tarde a una mujer «muy inteligente», entregada a la formación de su hijo menor, pero hábil para saber cuándo no presionar su avance: «Ella en realidad comenzó a vivir únicamente desde el momento en que se descubrió mi talento».
Madre e hijo desarrollaron una relación cariñosa, alterada solo en parte por atisbos de rebeldía adolescente alrededor de los 15 años del pianista. Incluso entre los con- tinuos viajes del músico en su adultez, su cercanía se mantuvo como una nutrición importante para ambos por un tiempo extenso: ella iba a morir cuatro semanas antes de cumplir los 100 años.
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Fue Rosita Renard quien