Teoría de la retaguardia. Iván de la Nuez
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Es cada vez más insostenible participar como vanguardia estética de este apogeo de las franquicias y, al mismo tiempo, colgarse de Sartre para vociferar que el infierno son los otros. (Como si los retiros dorados en los Emiratos fueran exclusivos de futbolistas veteranos.)
El hecho de que tres –o cuatro o cinco o cien– de los nuestros no puedan entrar aquí o allí es lamentable, pero no deja de ser una escaramuza al lado de la verdadera batalla que se esconde. Todavía más: de haber entrado –los tres o cuatro o cinco o cien–, el impacto de esa irrupción seguiría siendo mínimo comparado con los intereses gigantescos que se agitan bajo las nuevas cruzadas estéticas. Ese poder ínfimo es, a fin de cuentas, la proporción que le queda al arte dentro de estos asuntos mayores.
Si la gentrificación de ciudades como Nueva York, Berlín o Barcelona llegó a perpetrarse con cierto disimulo, la que hoy tiene lugar en los territorios emergentes se da a partir de la cruda verdad del dinero del crudo.
Sin ilusión de independencia ni escenografía radical que lo mitigue, a partir de ahora hasta el más acrobático de los comisaros artísticos tendrá muy complicado sostener el equilibrio a base de poner el pie izquierdo en la revuelta social y el pie derecho en las petrocolecciones.
Por este camino, el Mundo del Arte acabará constituyendo, él mismo, un pequeño Emirato en el que se permiten cosas que a otros ambientes les están vedadas, con leyes distintas a las de otros espacios que, incluso, dice representar.
Basta con viajar a cualquier bienal o feria para corroborar que, así como hay una “starquitectura”, hay también un “starte”, si se me permite el término. Y esto viene a demostrarnos que no somos el “pero” del sistema sino una pieza más de su mecanismo. Un display consentido de su cadena de montaje.
Viajamos en la limusina incontaminada de Don DeLillo, en el absurdo crucero de Foster Wallace, con un Hermitage o un Guggenheim esperándonos en el próximo puerto. Somos, en fin, otra franquicia llamada Arte Contemporáneo, desde la cual validamos las prácticas del capitalismo más salvaje mientras sublimamos las teorías del socialismo más cándido.
Cuando se ha trasegado con Blanchot, Jean-François Revel y Toni Negri, o realizado graves proyectos alrededor del capítulo 24 de El Capital –sí, el de la acumulación originaria–, cabría suponer que todo esto es pan comido y que lo escrito aquí no pasaría de ser una obviedad.
Pasa, sin embargo, que no es usual la asimilación de esta verdad. Por ingenuidad o por cinismo, no se sabe qué es peor.
Pasa también que hay una cierta experiencia en la crítica a los demás, y que esto todavía ofrece algún consuelo ideológico.
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