Manifiesto. Gastón Soublette

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Manifiesto - Gastón Soublette

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este sentido, la pandemia que nos ha obligado a vivir en cuarentena y atemorizados por el simbolismo que ofrece a nuestra intuición parece ser una advertencia que la naturaleza nos hace en medio de tantos proyectos depredadores para que no nos olvidemos de nuestra fragilidad e impotencia, pues el mito del progreso ilimitado nos ha inflado de orgullo, al punto de nublarnos la vista y hacernos creer que para nosotros, hijos de esta civilización, todo es posible.

      FUNDAMENTOS IDEOLÓGICOS Y TEOLÓGICOS DE LA CIVILIZACIÓN INDUSTRIAL

      La civilización industrial se instaló en el mundo hace ya más de dos siglos. La racionalidad que la rige se inició con el advenimiento de la democracia representativa en el siglo XIX, previa declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano, y de los ideales de libertad, igualdad, y fraternidad proclamados al mundo por la Revolución francesa. Sin embargo, el fundamento ideológico que determinó su racionalidad operativa comenzó a elaborarse mucho antes en la filosofía utilitaria inglesa desde el siglo XVII, previendo la futura expansión del poder de la Gran Bretaña en un imperio de dimensiones mundiales. Esa filosofía cambió el referente supremo que daba un sentido de trascendencia al destino humano, el cual, a partir de ese momento, fue la generación de riqueza y los emprendimientos industriales, lo que daría nacimiento al mito del “progreso” que, en adelante, debía orientar los patrones de conducta del homo sapiens.

      El fundamento teológico con que se pretendió legitimar este planteamiento ante la conciencia religiosa de la época comprendía toda una concepción del hombre, su destino y su quehacer en este mundo, y partía de la base de que, a causa del pecado original, la razón humana estaba enteramente corrompida, que toda la verdad está en la Biblia, y que los esfuerzos que el hombre haga por alcanzar la verdad mediante sus propias aptitudes mentales son inútiles y deben ser empleados en el progreso de las artes útiles y el comercio (Bacon), lo que fue reforzado con la idea de que la riqueza material es un signo que revela el favor divino, en tanto que la pobreza simboliza reprobación (Calvino). Así, la generación de riqueza devino un imperativo divino con la consecuente acumulación de capital para la constitución de grandes fortunas y centros de poder. A todo ello se agregó una concepción individualista de la sociedad, en el sentido de que esta no está formada por comunidades ni familias, sino por individuos, y que, en consecuencia, la actitud que facilita la generación de riqueza debe ser autorreferente, pues la solidaridad no es rentable (A. Smith).

      Este modelo de civilización terminó imponiéndose en todo el mundo. Su versión actualizada y perfeccionada es hoy la así llamada Escuela de Chicago, cuyo mentor es el economista norteamericano Milton Friedman, y cuyas características más relevantes son el énfasis puesto en la hegemonía del mercado autorregulado, la libre circulación de capitales y el rechazo a todo agente o poder que coarte la libertad individual en la gestión económica. Y a pesar de que en países de tradición católica como Francia no se hiciera cuestión de su fundamento ideológico anglosajón, sí se adoptaron los mismos patrones de conducta, implícitos ya en la cosmovisión de la Ilustración, haciendo tabla rasa con los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, pues el proletariado movilizado por las exigencias de los emprendimientos industriales en el siglo XIX padeció bajo formas de servidumbre más inhumanas que en los peores abusos del antiguo régimen.

      Por todo lo antes dicho, es común entre los ideólogos del neoliberalismo hoy imperante concebir la historia teniendo como referente supremo el mito del progreso material y el crecimiento económico, de modo que toda la historia pasada, esto es, la experiencia humana de varios milenios, es evaluada solo conforme a la capacidad de las sociedades de generar riqueza y a la mayor o menor envergadura de sus emprendimientos industriales, como si el sentido de la evolución histórica de los pueblos, a la manera de un imperativo divino, hubiese sido esta civilización tal como la hemos conocido desde su emergencia en el siglo XIX. Con ese criterio pierden su valor todas las realizaciones de las culturas no europeas y anteriores, en su patrimonio tangible e intangible, se empañan los valores que estas representan y se juzga erróneamente sus usos y costumbres, porque esas sociedades no han generado tanta riqueza como hoy pueden hacerlo las así llamadas grandes potencias.

      MUTACIÓN PSICOLÓGICA DE LA SOCIEDAD

      Esta cosmovisión, en extremo reduccionista, provoca el empobrecimiento psicológico de las masas, transformando eso que llamamos la cultura imperante en un orden concebido solo como un constructo económico y tecnológico. Tal es la obra del genial emprendedor, el gran cerebro financiero, el tecnócrata y el científico que le precede. Son ellos los que han construido el mundo que tenemos y han despojado a la ciencia de su fundamento de sabiduría para hacer de ella un saber de dominio de ilimitado poder.

      Cabría preguntarse por qué este tipo de hombre es tan efectivo en su quehacer, pero tan pobre como figura humana. En la respuesta a esta interrogante hallaríamos la razón que nos permite entender que nosotros, los humanos comunes que dependemos de los poderosos, hemos sido formados a su imagen y semejanza, esto es, con una estructura psíquica enteramente vertida hacia el exterior. Pues si la así llamada cultura imperante no es más que economía y tecnología, y el mito del progreso nos impone el deber de crecer ilimitadamente y en un solo sentido, nuestra aplicación a los quehaceres de una tal aventura anula aspectos fundamentales de nuestra psique para dejarnos cautivos de las cosas que yacen, pesan y se desplazan en el acontecer exterior. Así se va generando gradualmente en la sociedad una mentalidad promedio puramente utilitaria en desmedro de nuestra identidad personal, pues lo que la cultura imperante exige en nosotros es solo rendimiento, en tanto que la persona que somos va retrocediendo en un proceso continuo de postergación hasta el olvido de sí misma. Esa postergación va empobreciendo nuestra sensibilidad, nuestra afectividad y nuestra capacidad intuitiva a la par que toda nuestra naturaleza sufre una conmoción, apremiada por la aceleración que adquieren todas las formas de la actividad social. Así va atrofiándose nuestra capacidad reflexiva para ser reemplazada por el cálculo, y en un mundo en que se pierde la capacidad de reflexionar y solo impera el cálculo, no queda espacio para la verdad ni para la felicidad, por eso la así llamada “posverdad” es un fenómeno concomitante con el malestar, el cual persiste con carácter crónico, es decir, como algo normal. Pues si se anulan aspectos fundamentales de nuestra vida psíquica con el objeto de que nuestra mente funcione solo en su parcela pensante y al modo que es propio del intelecto utilitario, esas facultades psíquicas que parecen haberse atrofiado siguen ahí, confinadas en el inconsciente, y la imposibilidad de cumplir su función propia es la causa del malestar y de la consecuente neurosis.

      Esta anomalía mental deriva de la psicología que caracteriza a la sociedad patriarcal, en la que la vertiente activa y realizadora de la psique se desarrolla desmesuradamente en desmedro de la vertiente receptiva.

      Con relación a esto, cabe recordar que la revolución agraria, al inventar el arado y herir la tierra para instalar los cultivos racionales, fundar la ciudad y organizar la sociedad jerárquicamente, conjuntamente y por analogía estableció el dominio masculino sobre su complemento femenino (Gen. 3,16) y sobredimensionó el valor de las virtudes paternas. Con esos antecedentes, se entiende que la civilización industrial procede del activismo del macho que, para ordenar la sociedad, ha elaborado una pedagogía en la que se excluyen las virtudes maternas de la receptividad, la mesura, la intuición y el afecto.

      La ideología que sustenta una aventura histórica como la que la humanidad actual está viviendo necesita, en efecto, desacreditar la experiencia humana de los milenios anteriores para generar en cada individuo la convicción de que el sentido de la historia humana no es otro sino la búsqueda del bienestar, el que solo ha sido posible gracias a los ingenios tecnológicos actuales y a la domesticación de la energía. Así, toda la historia vivida antes vendría a ser solo una preparación para este mundo mecanizado, alimentado por los recursos naturales y servido por los recursos humanos, manejado desde oficinas situadas en diferentes pisos de altos edificios.

      AL LÍMITE DE LO SOPORTABLE

      Los creadores del mito del progreso han logrado convencer al hombre de mentalidad promedio,

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