Wakefield. Nathaniel Hawthorne

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Wakefield - Nathaniel Hawthorne

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      Wakefield

      nathaniel hawthorne

      Traducción de Roberto Castillo

      Wakefield

      Nathaniel Hawthorne

      © Nathaniel Hawthorne

      © Editorial Hueders

      © de la traducción, Roberto Castillo Sandoval, 2018

      © Sebastián Ilabaca (ilustraciones)

      Primera edición: mayo de 2019

      ISBN 9789563651669

      Todos los derechos reservados.

      Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin la autorización de los editores.

      Diseño ebook: Constanza Diez

      Ilustraciones: Sebastián Ilabaca

      www.hueders.cl | [email protected]

      santiago de chile

      Wakefield

      Recuerdo una historia que se dio por cierta, en alguna revista o diario antiguo, acerca de un hombre –llamémoslo Wakefield– que se ausentó de su mujer un largo tiempo. Esto, así en abstracto, no es poco común, ni debe ser tachado de indecoroso o insensato sin un examen adecuado de las circunstancias. Como sea, aunque no es ni lejos el más grave, quizás sea el episodio más extraño de ausencia conyugal que se recuerde. Tan raro es este caso, que ocupa un lugar destacado en la lista de las extravagancias humanas.

      La pareja en cuestión vivía en Londres. Con el pretexto de un viaje, el marido arrendó un departamento en la calle contigua a la de su casa, sin que su esposa ni sus amistades se dieran cuenta, y allí se instaló a vivir por más de veinte años, no existiendo causa alguna para auto-exiliarse de esa manera. A lo largo de todos esos años, el marido solía observar su casa diariamente, y con cierta frecuencia divisaba a la desolada señora Wakefield. Después de esa interrupción tan larga de su felicidad matrimonial, cuando se lo daba por muerto, cuando su herencia ya estaba repartida, cuando su nombre se había borrado de toda memoria y cuando su mujer ya se había resignado hacía mucho, mucho tiempo a su viudez otoñal, el hombre abrió la puerta y entró a su casa una tarde, sin decir nada, como se vuelve después de un día de ausencia, y desde ese momento fue un amante esposo, hasta el día de su muerte.

      Este esbozo es todo lo que recuerdo, pero el caso, a pesar de ser tan novedoso, inaudito y probablemente irrepetible, despierta la compasión solidaria de todo ser humano. En nuestro fuero interno sabemos que ninguno de nosotros podría perpetrar una locura similar, y sin embargo sabemos que no faltará quien sea capaz de hacerlo. A mí, por lo menos, el episodio me sigue volviendo a la mente y con cada reiteración siento el mismo asombro. Me da la sensación de que la historia tiene que ser cierta y eso me obliga a reflexionar sobre el carácter del protagonista. Cuando algo nos afecta la imaginación de manera tan fuerte, vale la pena dedicar un tiempo para reflexionar la razón. Si el lector así lo quiere, puede entregarse a sus propias cavilaciones, pero si prefiere recorrer conmigo los veinte años que duró la ocurrencia de Wakefield, bienvenido sea, confiando que al final de la historia encontraremos un significado general, así como una moraleja cuidadosamente diseñada y bien resuelta en la oración final. Aunque es bien posible que no hallemos nada, pensar siempre es provechoso, y de todo caso dramático se desprende una lección.

      ¿Qué tipo de persona era Wakefield? Somos libres para formular nuestra propia opinión y delinearla con franqueza. El hombre estaba en el meridiano de su vida. Su afecto conyugal, que nunca fue arrasador, se había diluído hasta derivar en un estado de ánimo tranquilo y rutinario. Probablemente era el más fiel de todos los maridos, porque una cierta modorra le mantenía el corazón en reposo, sin importar en qué lo pusiera. Era intelectual, pero no de forma activa. Ocupaba su mente en largas y lentas elucubraciones que no concluían en nada o que carecían del vigor necesario para llegar a ninguna parte. Sus pensamientos rara vez se movían con la energía necesaria para plasmarse en palabras. La imaginación, en el sentido correcto del término, no formaba parte de los dones de Wakefield. Poseedor de un corazón frío, aunque ni corrupto ni disperso, y de una mente que jamás se afiebraba con pensamientos rebeldes ni se confundía con la creatividad, ¿quién se hubiera imaginado que nuestro amigo iba a destacarse por excéntrico? Si a sus conocidos les hubieran pedido nombrar al londinense con mayores posibilidades de hacer algo que caería en el olvido al día siguiente, seguro que hubieran pensado en Wakefield.

      Solo su amante esposa hubiera vacilado. Aun sin haber analizado a fondo el carácter de su marido, ella sabía que en la mente ociosa de Wakefield se alojaba cierto tácito egoísmo, cierta extraña vanidad –su atributo más inquietante. Ella había detectado en su marido cierta predisposición a una astucia inútil, que solo servía para resguardar secretos nimios. Por último, estaba eso que ella llamaba «cierta rareza» en el buen hombre (este atributo es indefinible y tal vez inexistente).

      Imaginémonos a Wakefield despidiéndose de su mujer un atardecer de octubre, a la hora del crepúsculo. Su equipaje consiste en un abrigo de color indefinido, un sombrero forrado de hule, botas altas, un paraguas en una mano y un maletín en la otra. Le acaba de informar a la señora Wakefield que va a tomar el coche nocturno para viajar fuera de Londres. Ella quisiera preguntarle cuánto tiempo va a estar lejos, cuál es el propósito del viaje y cuál es la fecha probable del regreso pero, por respeto a ese inofensivo amor por el misterio que tiene su marido, se limita a interrogarlo con la mirada. Él le pide taxativamente que no lo espere en el coche de vuelta y le dice que no se preocupe si se demora tres o cuatro días, pero le asegura que va a estar disponible para la cena del viernes por la noche. Hay que tener en cuenta que el mismo Wakefield no sospecha lo que se le viene encima. Él le ofrece su mano, ella le da la suya y devuelve el beso de despedida de su esposo con el gesto rutinario de una pareja que lleva diez años de matrimonio. Y así se marcha el ya maduro señor Wakefield, casi resuelto a darle una preocupación a su buena esposa quedándose una semana fuera de casa.

      Una vez que su marido sale, ella se da cuenta de que la puerta ha quedado entreabierta y, cuando va a cerrarla, se encuentra con la cara de su marido asomada por la rendija, sonriéndole por un breve instante antes de desaparecer de nuevo. Por el momento, la mujer desecha esa imagen sin darle mayor importancia, pero mucho tiempo después, cuando ya lleva más años de viuda que de casada, esa sonrisa reaparece y relampaguea en sus pensamientos cada vez que recuerda la cara de Wakefield. En sus múltiples meditaciones, ella superpone esa sonrisa sobre una multitud de fantasías que la transforman en algo extraño y espantoso: por ejemplo, si se imagina a su marido en un ataúd, esa mirada final está congelada en sus facciones pálidas, o si sueña que él está en el cielo, ahí también el santo fantasma de su marido lleva puesta esa sonrisa callada y pérfida. Por causa de esa sonrisa, ella duda a veces de su propia viudez, sin importar que todo el mundo ya ha dado por muerto a su marido.

      Pero quien nos ocupa es el esposo. Corremos tras él por la calle, antes de que pierda su identidad y se confunda dentro de las grandes muchedumbres de la vida londinense. Buscarlo ahí sería en vano. Lo seguimos, pisándole los talones, hasta que después de varias vueltas y de rodeos innecesarios lo hallamos cómodamente instalado junto a la chimenea del pequeño departamento que ha arrendado de antemano. Wakefield ha arribado a su destino, en la calle contigua a la de su casa. Apenas puede creer la buena suerte de haber logrado llegar

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