Wakefield. Nathaniel Hawthorne

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Wakefield - Nathaniel Hawthorne

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      Para explicar esta conversación hay que señalar que en medio de la mejilla izquierda de Georgiana había una mancha, muy entretejida, por decirlo así, con la textura y sustancia de su rostro. En el estado normal de su cutis, de un rubor saludable pero delicado, esta mancha presentaba un tinte carmesí profundo, en contraste con el rosado de su entorno. Si Georgiana se sonrojaba, la marca se iba notando menos, hasta desaparecer en medio del rubor triunfal que cubría la mejilla entera con su resplandor. Pero si alguna oscilación emocional la hacía palidecer, ahí aparecía otra vez la marca, una mancha carmesí sobre la nieve, que a Aylmer le parecía pavorosa. Su forma se asemejaba mucho a la de una mano, como la mano de un pigmeo muy pequeño. A los enamorados de Georgiana les gustaba decir que al nacer la niña un hada le había puesto la mano en la mejilla y dejado esa marca como emblema de los dones con que ella iba dominar el corazón de todos. Muchos de sus pretendientes hubieran arriesgado la vida por el solo privilegio de posar sus labios en esa misteriosa mano.

      No hay para qué ocultar, sin embargo, que la impresión que daba la marca de la mano de hada variaba muchísimo según el temperamento de los que la veían. Algunas personas fastidiosas –todas ellas de su mismo sexo– afirmaban que la mano sangrienta, como le decían, destruía la belleza de Georgiana y que incluso le arruinaba el rostro con su fealdad. Sería igual de razonable sostener que esas pequeñas manchas azules que a veces se encuentran en el mármol más puro podrían convertir hasta la estatua de la Eva Poderosa en la de un monstruo. Si la marca no aumentaba la atracción que sentían por Georgiana, los hombres se limitaban a desear que la marca no estuviera ahí para que de ese modo el mundo pudiera contar con un espécimen vivo de belleza ideal, un ser sin defecto alguno. Después de casarse (porque antes apenas se fijó en esto) Aylmer descubrió que él compartía este último punto de vista.

      Si ella hubiera sido menos bonita –si la envidia no hubiera encontrado de qué alimentarse– tal vez la gracia de esa mano falsa hubiera aumentado el cariño del esposo, al mostrarse y luego perderse, para aparecerse otra vez y refulgir y desvanecerse con cada latido del corazón de Georgiana. Pero como su marido la veía tan perfecta en todo lo demás, el defecto se le hizo más y más intolerable con el transcurso de su vida en común. La marca pasó a representar el defecto fatal de la humanidad que la naturaleza, de una forma u otra, estampa indeleblemente en lo que produce, ya sea para indicar que se trata de algo temporal o finito, o para recordarnos que la perfección debe ganarse a punta de trabajos y de sufrimiento. Esa mano carmesí representaba el puño ineludible con que la muerte atenaza al cuerpo más enaltecido y puro, degradándolo a lo más bajo, o aun al de los animales destinados a convertirse en polvo. Y así, al considerarla el emblema de la inclinación de su mujer al pecado, al dolor, al deterioro y a la muerte, la lúgubre imaginación de Aylmer no tardó en convertir esa marca de nacimiento en un objeto terrorífico que le causaba más tormento y horror que cualquier deleite corporal o espiritual que le pudiera dar la belleza de Georgiana.

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