El combate. Norman Mailer
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El mundo literario estaba construido sobre un mal reparto de obligaciones. Y era lógico. Si nadie se apresuraba a perdonarlo, a no ser que su novela resultara extraordinaria, tal vez ello lo obligara a crear una obra lo más cercana posible a dicho objetivo. Era posible que, al final, pudiera disponer de tiempo para, al menos, analizarlo.
Aquí en África, sin embargo, las cosas eran distintas. Tan pronto como la noticia del millón se difundió a través de los servicios informativos, su nombre empezó a subrayarse en toda la comunidad negra. No’min Millón era un hombre capaz de ganarlo utilizando la cabeza. ¡Un respeto! No tenía que dejarse aporrear la cabeza y no tenía tampoco que aporrear la de los demás con la suya. Ese hombre tenía que ser el campeón literario. Ganar un millón sin correr ningún riesgo…, ¡para quitarse el sombrero! Firmar por una suma que ningún campeón de los pesos pesados había conseguido alcanzar hasta la llegada de Muhammad Alí… Los elementos más optimistas de la comunidad negra que andaban a la caza de cualquier nuevo horizonte comercial en Norteamérica empezaron a considerar las posibilidades de la literatura. La consigna fue la de arrimarse a aquel hombre. ¡Era posible que se les pegara algo!
En otros tiempos se hubiera entristecido ante el hecho de prosperar según tales valores. Pero sucedía que sus relaciones amorosas con el alma negra, una orgía sentimental de la peor especie, habían sufrido una azotaina durante los años del Black Power. Ahora ya no sabía si amaba a los negros o si les odiaba en secreto, circunstancia esta que constituiría el más sucio secreto de su vida norteamericana. Parte de la angustia de su primer viaje a África, parte del aborrecimiento irracionalmente intenso que le inspiraba Mobutu —y hasta incluso el hecho de que una simple fotografía del presidente con sus mofletudas mejillas y sus gafas de montura de concha le indujera a soltar unas ardientes invectivas análogas a las que hubiera podido lanzar un profesor de Harvard contemplando un icono de Nixon—, todo ello debía ser una tapadera de la cólera que sentía hacia los negros, hacia todos los negros. Paseando por las calles de Kinshasa en el transcurso de su primer viaje, mientras las muchedumbres negras se movían a su alrededor con tal indiferencia hacia su persona que consiguió ponerlo negro de rabia, comprendió lo que era ser mirado por los demás como si uno fuera invisible. Se estaba acercando, si bien con no demasiada cautela, a la animosidad declarada de cualquier jubilado. ¿Cómo hacer amainar su odio mediante una excusa justificable? Cuando, al final, la pura evidencia de África superó dicho fanatismo (cuando un recorrido a lo largo de varios kilómetros de autopista le mostró a miles de enjutos y probablemente hambrientos zaireños corriendo en su calidad de nuevos habitantes de los barrios bajos para no perder un abarrotado autobús en una absoluta afirmación estética, en una especie de imprimátur de la sagrada y definitiva aseveración de la línea del cuerpo humano, mostrando en sus oscuras y delgadas figuras una incorruptible soledad, una muda dignidad, una especie de dignidad africana que jamás había observado ni en los latinoamericanos ni en los europeos ni en los asiáticos, una especie de trágico sentido magnético del propio yo, como si cada uno de ellos y todos juntos llevaran consigo el continente como un nimbo de dolor que rodeara sus cabezas), entonces le resultó imposible no percibir la insólita vida de África —aunque Kinshasa fuera al bosque tropical lo que Hoboken a Big Sur—; sí, imposible no percibir lo que todo el mundo llevaba cien años intentando decir acerca de África, en primer lugar nuestros abuelos: ¡aquel lugar era malditamente sensible! Ningún horror dejaba de repercutir a miles de kilómetros de distancia, ningún estornudo era ajeno a la hoja que caía al otro lado de la colina. Entonces ya no pudo odiar a los zaireños y tampoco estar seguro de la condena que había emitido contra sus opresores negros; entonces su animosidad cambió de continente y se dirigió a los negros norteamericanos con su arrogancia, su jactancia, sus disfraces étnicos, sus maullidos anímicos, sus despectivos modales tócate los huevos y sus nuevos y vomitivos egos negros que constituían la peor de todas las escorias de los alienados sumideros norteamericanos; entonces comprendió que había acudido allí no solo para informar acerca de un combate, sino también para analizar un poco sus exagerados sentimientos de amor y —¿será posible?— de puro odio en relación con la existencia de los negros sobre la tierra.
No, no le sorprendió lo más mínimo que su enfermedad se recrudeciera de nuevo a su regreso a los Estados Unidos y que después se pasara un par de semanas aborreciéndose a sí mismo, sumido en una fiebre sin delirios, en una enfermedad sin terror, porque tenía la impresión de que su alma había expirado o, peor todavía, de que se le había escapado. La advertencia fue suficiente para que captara el mensaje. Se levantó de la cama firmemente decidido a averiguar algo acerca de África antes de su regreso allí, saludable impulso que le trajo muy buena suerte (aunque, ¿acaso no jugamos con la idea no admitida de que un regreso de la buena suerte significa el regreso de la salud?). Tras realizar diversas pesquisas, acudió a la Librería Universitaria, de Nueva York —definición práctica de la palabra conejera—, en el octavo o noveno piso de un viejo edificio comercial de la Calle Catorce —con olor de catacumbas en sus piedras—, tropezando a la salida del ascensor con un montón de libros, cajas de cartón y polvo, entre los que el único empleado, un tipo rubio de elevada estatura y desiguales patillas, le aseguró al nuevo cliente que sin duda podría permitirse el lujo de adquirir todos aquellos libros que le ofrecía porque, al fin y al cabo, le habían pagado un millón, ¿no es cierto?, digresión no merecedora de ser descrita de no ser por el hecho de que el dependiente empezó a elegir libros, todos ellos con títulos extraños. ¿Habría algún párrafo sobre el tema en medio de aquel cieno geográfico, político e histórico? Intervino la suerte; no un párrafo, sino todo un libro: La filosofía bantú del padre Tempels, un misionero holandés que había vivido en el Congo Belga, extrayendo aquella filosofía del lenguaje de las tribus entre las que había vivido.
Dadas algunas de sus ideas, Norman experimentó una gran emoción al leer La filosofía bantú. Porque descubrió que la filosofía instintiva de las tribus africanas resultaba muy cercana a la suya propia. Pronto averiguó que la filosofía bantú veía a las personas como fuerzas y no como seres. Sin expresarlo con palabras, él siempre lo había creído así. Según esta lógica, los hombres y las mujeres eran algo más que las distintas partes de sí mismos, lo cual equivale a decir que eran algo más que el resultado de su herencia y experiencia. Un hombre no era solamente lo que contenía, no solo sus deseos, su memoria y su personalidad, sino también las fuerzas que lo habitaban en todo momento, procedentes de todas las cosas vivas y muertas. Por consiguiente, un hombre no era solo sí mismo, sino también el karma de todas las generaciones pasadas que todavía habitaban en él; no solo un ser humano con su propia mente, sino una parte de la resonancia, favorable o desfavorable, de todas las raíces y cosas (y brujerías) que le concernieran. Y hallaría el equilibrio, su tembloroso lugar, en el campo en que se dieran cita todas las fuerzas de los vivos y los muertos. Por consiguiente, jamás resultaba difícil averiguar el significado de la propia vida. Uno tenía que procurar que la atracción de dichas fuerzas fuera tal que contribuyera a aumentar la suya propia. Idealmente, ello tenía