El Hombre Que Sedujo A La Gioconda. Dionigi Cristian Lentini
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En sus primeras misiones diplomáticas fuera de los confines de los Estados Pontificios, Tristano estaba flanqueado por el Nuncio Papal Fray Roberto da Lecce, pero pronto sus excepcionales habilidades de diligencia, prudencia y discreción convencieron a Giovanni Battista y a sus consejeros para confiarle cuestiones cada vez más críticas y delicadas para las que necesariamente debía gozar de cierta independencia y autonomía.
El complejísimo contexto de la Guerra de Ferrara era uno de ellas. No sólo los señores de la península, por diversos motivos y a diferentes niveles, estaban implicados, sino que también en el Estado de la Iglesia la situación se complicaba cada día más y exigía a los ajedrecistas superiores que pudieran jugar al menos dos partidas al mismo tiempo: una externa y otra, quizás más peligrosa para la Santa Sede, interna; de hecho en Roma se habían creado dos facciones: los Orsini y los Della Rovere, en apoyo del Papa, contra el principado de Colonna, respaldado por los Savelli.
En resumen, la vida no era nada fácil para nuestro joven diplomático: el aliado afable y locuaz de la cena anterior podía muy bien convertirse en el curso de una noche en el amargo y deplorable enemigo de la mañana siguiente, el peón que había que quitar en el tablero de ajedrez para evitar el estancamiento o para dar aliento al enroque, la pieza que había que cambiar para lanzar el ataque final…
Ya después del verano de aquel 1482, el cambio en la política pontificia comenzó a hacerse evidente. La Santa Sede había decidido poner fin a la guerra y Tristano había sido enviado a la corte de los Gonzaga precisamente para mostrar el cambio de voluntad de Roma hacia Ferrara y Mantua. Al mismo tiempo, disfrutando de la máxima acogida de los anfitriones y teniendo libre acceso a las refinadas habitaciones del palacio, el joven de 22 años no podía permanecer insensible a las llamadas de las jóvenes cortesanas que desfilaban delante de él en aquellas frías tardes de invierno.
III
Alessandra Lippi
Al primer resplandor del sol de Mantua, Tristano, abandonado en los brazos de Morfeo después de estar con su jovencísima amante, había regresado recientemente a su habitación; trataba de disfrutar de un merecido sueño, cuando una voz insistente bajo su ventana lo trajo de vuelta a la realidad:
"Su Excelencia… Su Excelencia… Mi señor…"
Un soldado con un pequeño pergamino en la mano demandaba urgentemente su atención.
La carta tenía el claro sello papal y ordenaba a Tristano que regresara a Roma lo antes posible.
Así, sin esperar siquiera la fama del campo de batalla, el oficial pontificio tuvo que abandonar la ciudad de Virgilio con su escolta, pero no sin antes entintar rápidamente dos diligentes mensajes: uno para el marqués Federico, disculpándose por la repentina partida y confirmando con seguridad el renovado apoyo del Santo Padre hacia él y el duque de Ferrara; el otro para su Beatriz, agradeciéndole el haber compartido generosamente con él aquella noche y deseándole el encuentro con ese amor necesitado que la promesa nunca pudo darle.
Cabalgó durante todo el día, parando sólo en Bolonia para refrescar los caballos, antes de cruzar los Apeninos Emilianos hacia Florencia.
Al día siguiente, cruzando un compacto y silencioso bosque de hayas, un disparo de ballesta cruzó ligeramente el camino del joven fideicomisario pontificio, levantando en vuelo una bandada mixta de tordos y palomos. Mientras que instintivamente Tristano y sus hombres frenaban y se preparaban con sus armas en la mano, en la misma trayectoria, un caballo marrón exhausto y sangrante, pasó a su lado como un rayo. Lo montaban un hombre y una joven que le sujetaba las caderas. Poco después, cuatro jinetes más y luego dos más, en obvia persecución de los primeros.
Impulsivamente, el osado embajador decidió unirse a la caza en el denso bosque de hojas caducas, obligando a los dos de la escolta a hacer lo mismo.
Sin embargo, tan pronto como el bosque se abrió en un claro ligeramente inclinado, los tres frenaron y, ocultos en el arbusto, trataron de entender lo que estaba pasando, manteniendo su distancia.
El corcel color marrón cayó al suelo; los dos jóvenes, sin su cabalgadura, trataron en vano de atrincherarse en una pequeña cabaña semiabandonada, ahora alcanzada por sus perseguidores; dos de ellos bajaron de sus caballos con sus espadas desenvainadas, mientras que los otros cuatro rodeaban la casucha.
Mientras su protegida intentaba con todas sus fuerzas abrir la maltrecha puerta, el joven, unus sed leo, se preparaba para enfrentarse a los dos matones con una daga. A pesar de la evidente inferioridad numérica, el hombre logró detener la embestida por la derecha y después de golpear al primer oponente en el bajo vientre, se volvió hacia el segundo por la izquierda, esquivando el golpe y apuñalándolo en el costado. Cogió una espada, miró rápidamente hacia la mujer, mientras tanto rodeado por el resto de los jinetes, reanudó la lucha con el primer oponente, logrando con unos pocos golpes desarmarlo y reducirlo, a pesar de su tamaño, con los hombros en el suelo. Pero al mismo tiempo, el grito desesperado de ayuda de su compañera llamó su atención; volviéndose hacia la mujer, arrojó su espada como si fuese una jabalina en el pecho del bruto que se precipitaba contra él, recibiendo a su vez un dardo de ballesta en el hombro por parte del último jinete que quedaba en la silla; nada pudo hacerse cuando otros dos se acercaron por detrás de él y le cogieron con una malla metálica similar a las utilizadas en la caza, arrojándole al suelo e inmovilizando inmediatamente sus miembros con un cinturón.
"No, Pietro…" gritó la joven desesperada. "¡Déjenlo! Es a mí a quien quieren", estalló en lágrimas.
"Detente", dijo el jefe, "No lo mates todavía", y, señalando a la pobre chica, continuó: "Vamos a divertirnos primero".
"¡Bastardos!" gritó el prisionero mientras se retorcía y trataba, en vano, de liberarse de sus ataduras. "¡Sinvergüenzas, cobardes, hijos de un perro!"
Uno de los maleantes sujetó a la aterrorizada chica del cabello, le arrancó la ropa y la forzó contra la pared del cobertizo, inmovilizándole los brazos, y mientras otros dos le ataban las piernas con una cuerda, comenzó a colocarle un trapo en la boca para amortiguar los gritos.
En ese momento, Tristano, incapaz de permanecer impasible ante tan abominable violencia, decidió finalmente intervenir: salió al descubierto con sus hombres e, irrumpiendo en escena, atacó heroicamente a aquella atroz manada de hienas lujuriosas. Los maleantes, aunque pocos, seguían siendo superiores en número y no se amedrentaron: la tensión aumentó de nuevo. Pero mientras uno de los bravucones se subía de nuevo los pantalones, Tristano reconoció el lirio de los Medici en el friso de la capucha, e incluso antes de que el ballestero comenzara a tensar su arco contra uno de los suyos, levantando el puño al cielo, los convocó:
"Detente, te lo ordeno, en nombre del señor Lorenzo de Médicis" y regiamente estiró su brazo hacia adelante y luego a la derecha y de nuevo a la izquierda, contra cada uno de los cuatro esbirros. "Tengo veinticinco hombres en mi comitiva listos para arrestaros y entregaros a las galeras de mi amigo Lorenzo", añadió.
El más grande, entonces, reconociendo en el anillo la efigie de su señor, y temiendo por lo tanto graves repercusiones contra él, ordenó inmediatamente a sus hombres que arrojaran sus armas; también trató de esbozar excusas por lo que había sucedido,