¿Sientes Mi Corazón?. Andrea Calo'
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¿Sientes Mi Corazón?
A mi esposa Sonia, el amor de mi vida. Por siempre.
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Recién cuando el último amigo, tras saludarme, abandonó nuestra casa, cerré la puerta con llave. Me había quedado sola, y no se trataba de una simple soledad física. Sentía frío, y aun después de haberme abrigado con una manta de lana, la situación no mejoraba. Mi corazón latía despacio dentro del pecho. Un profundo latido sordo y, luego, un largo silencio que preanunciaba la muerte, desilusionada por un tardío latido posterior. Estaba viva. Sentía frío, por consiguiente, estaba viva. El sol de mayo, ya desde algunos días, había acabado con las heladas tardes invernales. ¿Por qué no estaba funcionando conmigo?
Miré por la ventana hacia afuera. Los cerezos se habían emblanquecido por las flores que pronto se convertirían en frutos rojos y dulces. Algunas habían abandonado su lugar, desprendiéndose de las ramas para posarse sobre la tierra o sobre los hombros de los transeúntes, como copos de algodón. Eran flores sin futuro, o frutos sin pasado, como yo. Pero estas flores, cogidas por la muerte, transportadas por un soplido de brisa, rompían el gris del cemento y del asfalto, dándoles vida. Yo, en cambio, algún día me dejaría consumir bajo tierra, inmovilizada por la eternidad y obligada a ver crecer las margaritas desde su raíz. O bien pediría que me cremen y que me conserven en una urna fría, similar a la de mi marido, para ver si realmente existe el Infierno y para descubrir el efecto que produce quemarse por dentro. Enterrada o cremada, aún debía decidir el modo en que sería olvidada. Olvidada por mis hijos, por el mundo entero y por mí; convencida de que nada se habría detenido tras mi partida hacia la eternidad.
Me giré para observar la urna: no lo había hecho desde que había acabado la ceremonia. Era de color gris, un gris oscuro como ese “humo de Londres” que él tanto amaba y que elegía cada vez que íbamos a comprar un traje. Asediado por mi insistencia, me complacía probándose trajes de otros colores un poco más vivos, pero, al final del juego, la mercadería elegida y colocada sobre el mostrador de la caja era siempre la misma. «Debo sentirme bien por dentro mientras lo use», me decía siempre. Y luego, dirigiéndose a la cajera y provocándole un poco de vergüenza le preguntaba: «Señorita, ¿usted qué piensa?». Y he aquí mi elección, una vez más, impuesta por su gran, aunque imperceptible, presencia. Yo, al igual que la cajera, en aquel entonces, afirmé que ese traje gris le habría sentado bien. Pagué y escapé agarrando la pesada mercancía entre las manos cansinas.
Una urna de color gris “humo de Londres”, su último traje, aquel que no se sacaría más por toda la eternidad. Me acerqué y la acaricié. La levanté y, en mis brazos, pude sentir el peso de su vida. Sentía el frío punzante del metal que conquistaba espacio bajo el tacto de la fatigada mano. Podía percibir el calor etéreo en el brazo, un calor que subía por mi cuerpo cubriéndolo todo y que me aceleraba el corazón. No comprendía si era molestia o puro bienestar. Vivía más, vivía mejor. ¡En cualquier caso vivía!
Cuando retiré la mano, apareció, otra vez, el vacío que golpeaba mi puerta: la mano volvía a calentarse, el brazo a enfriarse, el corazón a enlentecerse. Retomaba despacio mi camino hacia la muerte. Pero yo sabía que no iba a detenerse rápidamente, el sufrimiento impuesto por ese abandono no me sería descontado, porque la vida jamás ofrece “liquidaciones de fin de temporada”. El círculo se cerraba sobre sí mismo y el ciclo recomenzaba.
Puse agua en el hervidor y lo encendí. Permanecí inmóvil durante algunos minutos, con los ojos fijos sobre el testigo rojo, mientras esperaba a que se apague solo. Incluso él moría a su modo, como todo, como todos, como siempre. Pero la luz podía volver a vivir, podía renacer mediante un impulso externo con un golpe de vida. Justo como me había sucedido a mí cincuenta años atrás. Con esos mismos ojos, había contemplado a mi compañero durante los últimos instantes de su vida. Mis ojos inmóviles miraban fijamente los suyos, tan abiertos como inertes, aunque todavía capaces de brillar con luz propia —como el testigo del hervidor—, inmersos en el abrumante silencio que solo la vida, al abandonar un cuerpo, sabe crear.
Un jaleo creado por pensamientos desordenados, imágenes de felicidad que brotaban a partir de un mar de lágrimas. Y bajo el plato que contenía mi dicha, estaba él, el hombre que salía del agua como un dios griego, imponente en su simplicidad, aterrador en su dulzura. Y yo, sentada ante ese plato, me daba un banquete de felicidad hasta sentirme saciada; más comía, más liviana me sentía, capaz de emprender el vuelo con un simple salto.
Vertí unas hojas de té verde en una taza y le añadí unas hojas de menta que había congelado para que se conserven frescas y perfumadas. Su intenso perfume me invadió, liberándome, por un instante, del hedor de una vida que, en poco tiempo, estaría completamente marchita. Mi descomposición había iniciado hace horas, días, semanas. Desde el momento en que él enfermó. No sé desde cuándo ni por cuánto tiempo seguiría siendo yo misma o aquella que los otros pretendían que fuera.
Luego, me giré de golpe buscando la otra taza, esa que él habría usado, la de color crema que llevaba su nombre escrito con elegantes caracteres cursivos de color rojo en la parte superior. Amaba el té a la menta, lo tomaba en exceso. Era su droga cotidiana, no podía prescindir de él. Recuerdo que, una vez, nos olvidamos de comprarlo. Era una tarde fría, a pesar de que la primavera ya había llegado hace tiempo. Llovía. Al dar las cinco de la tarde y al no encontrar el té en casa, se enojó muchísimo. No conmigo; me aclaró rápidamente que yo no era culpable de su estupidez. Cogió el abrigo, se calzó los zapatos y desapareció detrás de la puerta como un fugitivo que huye de la policía. Yo sonreí, amándolo por su torpeza, por su apego a las cosas banales.
Regresó después de una hora, maldiciendo a los gerentes del supermercado porque se habían acabado los envases de té en hebras de la marca que a él le gustaba, y no los volverían a encargar. Siempre decía que las tiendas ya no eran las de antaño, que habría sido mejor llenar bien las estanterías de los supermercados, antes que gastar dinero en viajes por el espacio. Debería haber buscado otra solución, pero, ese día, tuvo que conformarse con un saquito de té de una marca mediocre. Luego me miró, se me acercó y, cogiéndome de las manos, me entregó una rosa roja y dijo: «Esta no la he comprado en el supermercado, jamás le traería una rosa envasada a la mujer que amo. Es la primera flor del rosal de aquel jardín en el que nos encontramos, ¿lo recuerdas? Hacía días que la cuidaba e imaginaba el momento en el que te la habría regalado. El té era solo un pretexto, puedo prescindir de él. Pero de tu amor no… ¡no puedo renunciar a él!». Lo besé y él se quedó inmóvil, como hacía a menudo. Decía que le gustaba sentir el sabor de mis labios y que, si él también me besaba, lo habría arruinado. Y entonces yo volvía a besarlo, una y otra vez, mientras él, en silencio, me amaba cada vez más.
Esa noche hicimos el amor. Fue distinto de otras veces, fue más intenso, más profundo, más audaz. La rosa roja nos escrutaba desde el jarrón en el que la había colocado, nos protegía como un centinela de la reina, estática y circunspecta, más viva que nunca, a pesar de su inmovilidad. Sentí un escalofrío distinto cuando él se liberó dentro de mí, supe que algo grande, poderoso e incomprensible para el hombre había adquirido vida dentro de mi cuerpo en ese instante. No era miedo ni angustia. Era el fruto del amor que dejaba un cuerpo y se conjugaba con otro, capturado por un alma errante que nos había sido asignada, y que lo guiaba hasta completar su recorrido intransitable.
El primer viaje. El milagro de la vida se había producido dentro de mí por primera vez. Él, con la mirada encendida de amor y pasión, me miró a los ojos, de los cuales había comenzado a escapar una lágrima. En esa lágrima y en mi mirada, él vio reflejado el jarrón con la rosa. Se detuvo, me besó y sonrió. Puso el dedo índice sobre mi nariz, arrancándome una sonrisa como siempre, y me dijo: «Se llamará Rose. ¿Te gusta el nombre Rose para una niña?». Rose llegó nueve meses después, como un regalo caído del cielo. Era muy frágil, indefensa y cándida. Me sonreía siempre, me sonreía con los mismos ojos que su padre.