El Dios Escandaloso. Guido Pagliarino
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En el cristianismo que tiene sus raíces en la Iglesia antigua, es decir, el católico y el ortodoxo, existe la práctica de dirigirse a los santos a fin de que intercedan ante Dios. Esa práctica se dirigía al principio solo a los mártires, pero la veneración pasó enseguida a personas que vivieron siguiendo el ejemplo de Cristo, aunque murieran de forma natural. Al contrario de lo que piensan los protestantes, esta práctica no es blasfema, porque se refiere a la idea cristiana de la vida eterna de los santos divinizados gracias a Cristo, contenida en particular en la primera epístola de San Juan: se trata de una comunión de personas santas en la divina del Hijo, por lo que dirigirse a un santo es como dirigirse directamente a Dios.
Para el cristianismo, cada santo mantiene su yo y no se confunde, despersonalizándose, en el Divino, al contrario que algunas filosofías y religiones orientales.
Evidentemente, hay que rechazar los casos en los que se pierde el límite, llegando a considerar a los santos y las santas como autores personales de las llamadas gracias o, incluso, más poderosos que Dios. Por otra parte, ciertas personas, aunque consideran a los santos inferiores al Señor, ven el Más Allá un poco como una corte real en la que los cortesanos pueden inducir al soberano a la benevolencia hacia aquellos a los que protegen: en esos casos la oración indirecta tiene como base la idea de un Dios autoritario al que implorar con temor valiéndose de las recomendaciones de personas santas que le agraden, una actitud que, como enseñan los evangelios, Jesucristo no desea en absoluto: el don del Espíritu Santo llamado temor de Dios no tiene nada que ver con la sumisión por miedo. No es seguramente el estado de ánimo que en el Génesis empuja a Adán y Eva, después de pecar a «esconderse del Señor Dios en medio de los árboles del jardín».10 El temor de Dios no excluye la inquietud cuando se ha cometido una culpa y antes de la reparación, sino que es en todo caso algo positivo, es ese encomendarse al Espíritu de Dios que purifica según la exhortación de San Pablo: «Queridos hermanos, purifiquémonos de todo lo que mancha el cuerpo o el espíritu, llevando a término la obra de nuestra santificación en el temor de Dios».11
En un pasado no muy lejano, la actitud de preocupado sometimiento recibía incluso el apoyo del magisterio de la Iglesia. Como recuerdo por experiencia directa, siendo muy pequeño, todavía en los años 50 del siglo XX, aún un poco antes del último concilio ecuménico, el catecismo del papa Pío X, que, con siete años, tenía que estudiar de memoria en sus partes principales para demostrar que conocía las bases principales del cristianismo y poder así acceder a la primera comunión y la confirmación, decía entre otras cosas:
13. ¿Para qué nos ha creado Dios?
Dios nos ha creado para conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida y para gozarlo luego en la otra en el Paraíso.
(…)
15. ¿Quién se merece el Paraíso?
Se merece el paraíso el que es bueno, es decir, quien ama y sirve fielmente a Dios y muere en su gracia.
Un Dios que quiere que le sirvan no es ese Dios amoroso de Cristo, es el duro Yahvé de la Ley de ciertos pasajes veterotestamentarios y, sin embargo, estando la idea fijada en las mentes de los fieles desde niños, era precisamente el Señor-Patrón que se continuaba imaginando de adultos, con tantos pasos consecuentes al descreimiento susceptible o, al menos a la indiferencia agnóstica: lo afirmo por experiencia directa, con una posterior recuperación y seguida por una vuelta, aunque en la madurez, a los orígenes, gracias a muchas lecturas de estudios postconciliares sobre el cristianismo. Creo que, antes de aquel concilio, no mucho sentían un verdadero deseo de amar a Dios y que más bien se trataba de un temor reverencial por parte de quienes continuaban creyendo y practicando. Sobre todo, el precepto de conocer al Señor (no confundir con el Patrón) lo traicionaban precisamente los redactores del mismo catecismo, pues ellos mostraban un Ser egocéntrico, que quería el homenaje de los seres humanos, creados para sus propios fines, un Dios que, al cabo, como un antiguo soberano, recompensaba eternamente a quien le hubiera servido bien, lo que equivale a decir, dada la debilidad del hombre, casi ninguno, mientras que todos los demás no eran admitidos en el paraíso.
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