El Metro Del Amor Tóxico. Guido Pagliarino

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El Metro Del Amor Tóxico - Guido Pagliarino страница 5

El Metro Del Amor Tóxico - Guido Pagliarino

Скачать книгу

o redactarla en la sede y yo habitualmente lo escribía en la redacción. Había colaborado antes, siempre como externo pagado por unidad, con uno de los periódicos italianos más importantes, ligur, pero con una edición turinesa, propiedad del financiero Angelo Tartaglia Fioretti, jefe de un enorme grupo económico, pero después de que, aprovechando mi situación de articulista independiente, sin avisar a nadie, empecé a colaborar con el otro periódico, que estaba en contra de los conglomerados económicos y a favor de economía social cristiana, la publicación de Tartaglia Fioretti había dejado de publicar mis escritos. Al preguntarles el porqué, la respuesta fue «exceso de costes». Ni siquiera me dijeron: «Tienes que elegir». Sencillamente me rechazaron, como si fuera un caballo caprichoso de su propiedad al que, sin necesidad de excusas, se deja de montar. Me molestó, tanto más porque había sido el proprio Tartaglia Fioretti el que me había comprado, un par de meses antes, esas veinte poesías para hacerla pasar por suyas ante su amante. Finalmente entendí que, también en esa ocasión, me trató como una cosa que se puede adquirir y tirar cuando se quiera.

      El trayecto no era largo desde mi casa en via Giulio: una parte de esa misma calle, luego de pasar por via della Consolata, via del Carmine y unos pocos metros de corso Valdocco, donde el periódico tenía su sede, pero ese día, en la esquina entre el corso y la via del Carmine, ya muy cerca de la mitad del cruce que estaba pasando con el semáforo en verde, un furgón estacionado arrancó de repente dirigiéndose directamente hacía mí. Lanzándome en plancha lo evité, justo a tiempo, limitando los daños a unas manos raspadas y mientras el vehículo huía, conseguí verle la matrícula. Después de escribir mi artículo en el periódico, todavía un poco en shock y pensando que podría tener algún enemigo, me fui a la cercana comisaría a ver a Vittorio. Tal y como pensaba, el furgón había sido robado. En mi denuncia, mi amigo hizo anotar también la agresión anterior, que ya con seguridad no se podía considerar un intento de robo. ¿Podía haber sido el mismo agresor de la otra vez el que intentó matarme? ¿Después de haberse recuperado de los golpes que le había propinado? Por desgracia, no pude ver al que estaba al volante.

      —¿No tienes ningún sospechoso? Yo que sé, ¿algún desplante? —me preguntó D'Aiazzo.

      —No, me llevo bien con todo el mundo.

      —Ya, ya: podría ser la venganza de alguien que hayamos mandado a la cárcel, pero ¿quién? Con todas las investigaciones que hemos llevado a cabo juntos y toda la gente a la que hemos encerrado en la trena… ¡Bueno! En todo caso… tal vez sea mejor que yo también esté en guardia.

      Desde ese momento, fui bastante cauto y, hasta mi llegada a Estados Unidos, no me sucedió nada más.

      Eran las nueve de la mañana, hora de Nueva York.

      En el aeropuerto había pasado un control aduanero tan minucioso que tal vez solo lo superaban ciertas inspecciones carcelarias. Habían mirado incluso en el tubo de la pasta de dientes y en el frasco del after shave, Tomando muestras que, pensé, habrían analizado. En realidad, me esperaba un examen atento, aunque no tanto. De hecho, como incluso nuestros medios de comunicación habían referido, dos meses antes en algunos barrios de Nueva York el agua potable salió de los grifos junto a una extraña sustancia inapreciable al gusto, incolora e inodora, puesta por desconocidos en unos de los conductos en una cantidad proporcionalmente minúscula, pero lo suficientemente potente como para hacer que todas las personas que la bebieran quedarse al menos una decena de días en la condición irreversible de toxicodependientes ansiosos de heroína. En las semanas siguientes había pasado lo mismo en San Francisco y Filadelfia. Al mismo tiempo, los medios supieron y contaron que la Policía Federal había sabido, por medio de agentes de la CIA, acerca de un producto químico que los científicos soviéticos parecían haber sintetizado. Alguien en el FBI había tenido la intuición de hacer analizar esas aguas y se había descubierto el compuesto. Se buscó inútilmente el laboratorio que lo fabricaba. Por ello se sospechó que se importaba en secreto. Entretanto, los medios de comunicación, preocupando todavía más a los ciudadanos, se preguntaban: ¿Se trata de una operación de sabotaje por parte de la Unión Soviética? ¿O de los norvietnamitas, con su ayuda? En nombre del hombre fuerte de la URSS, Leonid Ilich Brézhnev, el embajador soviético había enviado una nota de firme protesta a la Casa Blanca, acusando a Estados Unidos de absurdas calumnias.

      Al fin libre, me dirigí a la salida para tomar un taxi que me llevara al Plaza Hotel, donde los organizadores me habían reservado una habitación. Pero oí que me llamaba en italiano una bella voz femenina. Era una mujer de unos treinta años, pelo muy negro, muy agraciada y que, a mi izquierda, estaba agitando un pequeño palo con un papel blanco en lo alto con mi nombre y apellido escritos en rojo.

      —El poeta Velli, ¿verdad? —me preguntó acercándose y bajando el cartel.

      Me paré.

      —En persona, señora…

      — Miniver: Norma Miniver. Me envía la fundación Valente —Me dio la mano, después de pasar el cartel de la derecha a la izquierda—. Lo he reconocido en cuanto lo he visto. Ya sabe, por la foto en sus libros.

      Yo estaba encantado.

      —Habla muy bien el italiano —la alabé a mi vez, mientras nos dirigíamos a la salida.

      —Soy italo-americana.

      —… Pero el apellido…

      —Es el de mi marido. El de mi familia es Costante. He dicho Miniver por costumbre. En realidad —me confió sin avergonzarse—, recuperaré el mío dentro de poco: ya vivo sola y estoy a punto de conseguir el divorcio.

      En el Plaza, tras las formalidades de la recepción, Norma me precedió con el porteur hasta el interior de la habitación. Junto a la puerta del baño había un cartel en cuatro idiomas, pero no en italiano, que advertía en letras mayúsculas: NO BEBER EL AGUA DE LAS INSTLACIONES HIGIÉNICAS. PODRÍA CONTENER SUSTANCIAS NOCIVAS.

      —Estoy a su disposición como hostess durante toda su estancia —me aseguró—, pero ahora supongo que usted querrá refrescarse y descansar. Estoy alojada en la habitación contigua a la suya, para cualquier cosa que necesite.

      Me pregunté si entre las necesidades estaban incluidas aquellas que, inesperadamente, me subían del bajo vientre a la garganta en ese momento.

      Fue ella quien dio la propina al chico del equipaje. «Hospitalidad completa», pensé, «y ¿quién sabe si está incluido también el apoyo afectivo a este invitado solo y perdido?» Solo le dije:

      —Tengo cierta necesidad de ayuda y… consuelo.

      Sonrió brevemente, bajando un momento los ojos como si estuviera confundida y luego se dirigió sin prisa hacia la puerta.

      —La comida es a la una —se despidió—, aquí lado, en el Cooling's. Aprovecharé para informarle de todo el programa.

      Cooling's solo daba comidas frías, insípidas o algo peor. Tomé una galantina de pollo gomosa con un arroz repugnante, casi helado, al curry y una tarta de manzana leñosa. Dejé en los platos buena parte de la comida. Norma Miniver se limitó a un batido verdoso que debía ser saludable, como había dicho, de una consistencia espesa y fangosa, que tal vez tenía el objetivo preciso de hacer pasar hambre el estoico cliente a dieta.

      —La ceremonia será en Brooklyn, imagino —le pregunté para enfrentarme inconscientemente a la comida y después de que ella, en unos pocos tragos, hubiera ya vaciado con valentía su enorme vaso.

      —No.

Скачать книгу