Opiniones. Rubén Darío

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Opiniones - Rubén Darío

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llegado tras el biprincipismo gnóstico. Cristo ha sido el blanco de famosas herejías: Si Arrio y los suyos niegan su divinidad, Eutiquio le suprime toda humanidad, aboliendo así la redención, y Nestorio, estableciendo la división entre la parte divina y humana, destruía la unidad que constituye teológicamente el Hijo, ¿cuántos heresiarcas más se han atrevido con el más sagrado de los misterios cristianos? Sin embargo, entonces se discurría en el terreno de la filosofía religiosa, de la ciencia divina, de las doctrinas que dieron nacimiento y desarrollo a la patrología.

      El abate Loisy es de última hora. Viene con la ciencia de hoy, es profesor «en Sorbona» y sabe lenguas orientales, arqueología, todo lo que sabía Renan. «—¡Bah, bah, bah, bah!; no sé hablar—dice el formidable profeta, y alguien que muy poco tenía de cura, Büchner, escribe en su libro, no religioso por cierto: «La fe tiene raíces en indisposiciones del alma inaccesibles a la ciencia.»

      El cardenal Richard se preocupa grandemente del caso. Lo que debe hallar más grave su eminencia, y con él todos los católicos, es que el abate no renuncia a su sacerdocio ni a su título de católico, y cree servir al «más grande de los hombres», en su calidad sacerdotal y profesoral. Demás decir, que ha caído multiplicadas veces bajo el anatema de la Iglesia. El abate Loisy, simplemente, en el concepto católico, es un excomulgado. En él están contenidos todos los antiguos heresiarcas, desde Arrio hasta Berenger. Su exegesis renaniana, por el caso de su ministerio, no puede menos de causar el mayor escándalo entre los sinceros y firmes creyentes. Y su condenación o absolución por Pío X será la continuación de la normal doctrina católica, apostólica, romana, o el krack del Espírito Santo.

LAS TINIEBLAS ENEMIGAS

       Índice

      

OS profesores, los sabios oficiales, los doctores de la ciencia humana que creen haber asido la verdad con cuatro pinzas y cuatro estadísticas; los que ven hasta dónde alcanza lo que saben, los explicadores novísimos del alma, los que han escamoteado a Dios, os podrán hablar largamente y en términos semigriegos, que complacían ya a Molière, de las causas más o menos probables que han llevado a una horrible muerte a un poeta maldito que estaba casi olvidado: Maurice Rollinat. Yo procuraré deciros sucintamente la pesadilla de su vida y el espanto de su fin. Porque aquí una vez más se cumple Talis vita, finis ita. Todo es uno en el hombre: existencia, obras, impulsos; la fatalidad, que tiene muchos nombres, rige la vida, desde el espermatozoario hasta la podredumbre. Y así hay la fatalidad del bien, como hay fatalidad del mal, fatalidad angélica y fatalidad demoníaca. Y tal hombre desde la cuna va para el altar, y tal otro para la batalla, y tal otro para mirar pensativo las entrañas del mundo. Allí están los instintos y las vocaciones. Vocaciones, es decir, llamamientos, llamamientos de voces inaudibles que están en lo profundo del misterio y de la eternidad. Y la eternidad y el misterio estarán ante las cosas humanas cuando no exista ni el polvo de recuerdo de la sabiduría de hoy, y como estaban en los tiempos en que se levantó la Esfinge egipciaca y en que había pensadores y sacerdotes en la Atlántida y en Palenke.

      Maurice Rollinat fué un poeta de talento, ni mayor, ni menor; en todo caso, en las antologías entrará como un poeta menor, a causa de ser su obra casi toda reflejo y eco; reflejo lejano de Poe, eco de Baudelaire. Su poética no alcanzó al simbolismo ni se quedó completamente en el Parnaso. Su alma fué la de un romántico puro, exacerbado, pues hasta en su licantropía tuvo un antecesor en el antiguo batallón huguiano.

      Apareció su nombre repentinamente y se apagó de pronto, como un fuego fatuo o de artificio. Era en los tiempos de la impasibilidad parnasiana por un lado y de la sequedad naturalista por otro. Apenas Richepin había puesto por un momento agitación con sus Chansons des Gueux. El ambiente era propicio para otra cosa. Rollinat apareció como cultivador de «flores del mal», rimador y músico macabro. Cantaba en cabarets y salones versos baudelerianos con música suya, y canciones propias, aullantes, gimientes, con una voz lúgubre y un aire más lúgubre aún. Era en los tiempos en que Sarah Bernhardt, entre cuatro cirios, se complacía en dormir en un ataud... Sarah Bernhardt se encantó con el nuevo lírico, que tan bien sentaba a sus nervios. Era en los tiempos en que aquel mal sujeto, que se llamaba Albert Wolf, hacía y deshacía reputaciones en las primeras columnas de Le Figaro, y Albert Wolf dedicó un elogioso artículo al lírico que agradaba a Sarah Bernhardt, y París reconoció en seguida que Maurice Rollinat tenía genio. La moda estaba por las neurosis, verdaderas o falsas. ¿Rollinat era sincero, o era un poseur?

      La tragedia lamentable de sus últimos días, después de tantos años de no variar de actitud, aun lejos de París y sus literaturas, fuerzan a creer que el pobre poeta era sincero. Cuando más, podría suceder que el hábito de estar agitado y la obligación estética de la desesperación le hayan al fin perturbado el cerebro y acabado por lanzarle en el abismo a que tantas veces se asomó. Luego los venenos del carácter, los modificadores del pensamiento, los paraísos artificiales que no son sino infiernos verdaderos, llámense alcohol, morfina, cloral, le acabaron de empujar en el reino temeroso de las tinieblas enemigas. Una vez más se hace palpable la verdad que encierra un decir que se encuentra entre los principios de la antigua Cábala: «No hay que jugar al fantasma, porque se llega a serlo.» Ese más allá tan desconocido hoy como en los más recónditos siglos, contiene todo lo que hay de profundamente misterioso en el universo, la esencia del pensamiento, el secreto de la locura, la verdad del ensueño, la razón de la muerte. Claro es que los que tenemos una creencia religiosa cualquiera, no contamos con la última hipótesis del último estudioso y con la última suposición del más flamante descubridor de absoluto. Rollinat en otras épocas habría sido tratado por el exorcismo y, posiblemente, quemado; por menos se quemó a otros. Hoy ha muerto en una clínica, gracias a que los antiguos teólogos están sustituídos por los modernos psiquiatras, lo cual está reconocido como una ley del progreso.

      Uno solo de los libros del desventurado os dará una idea de la caja de Pandora y urna de los demonios que era su pobre cráneo: Las neurosis, dividido en cinco partes: «Las almas», «Las lujurias», «Los espectros» y «Las tinieblas». Un médico os dirá: «Delirio de la persecución, lipemanía, parálisis general»; un doctor de la Iglesia os declararía francamente: «Posesión». Dice ese volumen las torturas de la persecución del fantasma del crimen, el superaguzado instinto del daño: los vagos estremecimientos, las alucinaciones, el silencio, las extrañezas de la música, el alma de Chopin y de Poe, los horrores de la pasión carnal, las crueldades de la carne, la felicidad femenina, las pesadillas, las torturas, los gatos, las serpientes, los tísicos, el suicidio, el gusano de tierra, la «leche de serpiente», los lagartos verdes, el idiota, el miedo, el amante macabro, la señorita esqueleto, la muerta embalsamada, el sonámbulo, la bebedora de ajenjo, el ladrón, el bohemio, el enterrado vivo, el soliloquio de Troppmann, el verdugo monómano, el monstruo, el loco, la cefalalgia, la mala suerte, la enfermedad, la hipocondríaca, la quimera, la locura, el mal de ojo, la navaja de barba, la vilanela del diablo, la rabiosa, los ojos muertos, el abismo, la ruina, las agonías lentas, el ataud, la Morgue, la putrefacción, el silencio de los muertos, el infierno, el epitafio, De profundis... Todos esos son títulos o temas de sus poesías, y las poesías corresponden al tema... Todo eso se recitaba y se sabía de memoria en los salones parisienses... Platos especiales, versos faisandès, complemento del estremecimiento nuevo traído por el otro maestro infeliz, Baudelaire. Mas en la suposición de que en Rollinat fuese natural esa manera de mirar la existencia por su parte obscura, fúnebre y diabólica, en el público no podía durar lo que era impuesto por la moda, y la moda pasó y no se volvió a hablar más del féretro de Sarah Bernhardt ni de las canciones tenebrosas del sombrío melenudo «que se parecía a un lobo».

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