El Tesoro de Gastón: Novela. Emilia Pardo Bazán

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El Tesoro de Gastón: Novela - Emilia Pardo Bazán

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estoy en el mundo. Tú ahora empiezas la jornada... ¡Cómo te pareces á tu abuelo, al pobre Felipe!... ¡Qué bien has hecho en venir aprisa!...

      —En cuanto me avisó Telma. Ayer mismo llegué á Madrid... Ya ve usted, ni veinticuatro horas...

      Algo que remedaba una sonrisa y era más bien fúnebre mueca, animó el semblante amojamado de la Comendadora.

      —Acércate más, hijo del alma... Ya apenas tengo voz; no puedo esforzarme... Si me paro, no te asustes... Me falta resuello... Soy muy viejecita... Además, tengo frío... Mira, mira... Helada estoy.

      La diestra glacial de la Comendadora cayó sobre la de Gastón, que sintió impulsos de retirarla, pero se contuvo. Parecíale advertir el contacto de un cadáver: tal estaba de inerte y seca á la vez aquella mano que había debido de ser bella y que conservaba aún las proporciones y el delicado dibujo de una mano patricia.

      —¿Eres buen cristiano?—preguntó de improviso doña Catalina.

      —Bueno no sé; cristiano sí,—respondió no sin extrañeza Gastón.

      —¡Es que si eres... de esos... que sólo creen en la materia... entonces... aunque te llames Landrey... yo... no tengo nada que decirte!...—¿Crees firmemente en Dios, que nos perdona... que nos ha redimido?... ¿Crees, ó no crees? No mientas... ¡Un Landrey no miente... sería mucha vergüenza! ¡Sería propio de un villano!

      —Creo en Dios,—murmuró Gastón sonriendo del á su parecer pueril interrogatorio.

      —¿Y en la Virgen?

      —Y en la Virgen,—afirmó el mozo con calor involuntario, más conmovido ya de lo que aparentaba.

      Doña Catalina cruzó las manos como transportada de gozo. Después, sin transición, exclamó, fijando en Gastón sus vividos ojos:

      —¿Has estado alguna vez en nuestro castillo de Landrey, cerca de la Puebla de Beirana?

      —Nunca, querida tía,—declaró Gastón desorientado y algo confuso.—Y eso que siempre me daba curiosidad. Debe de ser una antigualla preciosa... es decir, con carácter... de eso precisamente, de antigualla. Pero ya sabe usted lo que sucede: se forman planes, se fantasea el viaje... y hoy por esto y mañana por aquello... se queda todo en proyecto, y corren días, y meses, y años... Nada, que no he visto Landrey.

      —Mal hecho... ¡Lo mismo hicieron tu padre y tu abuelito... yo no se lo aprobé! ¡Aquel es nuestro solar, el sitio en que se respeta nuestro nombre, el sitio en que éramos como reyes! ¡Los señores de Landrey! ¡Eso era decir algo! El que fundó el castillo y los señoríos,—por cierto que se llamaba como tú, Gastón de Landrey,—fué de los que vinieron á ayudar á don Enrique... Me lo contó mil veces mi padre, que eso sí, era estudiosísimo... ¡El estudio es cosa buena cuando no nos aparta de Dios!... ¿Por qué decía yo esto?... ¡Ah! Sí, sí... Aquel Landrey ó Landroi era ya un caballero muy noble... sus abuelos habían estado en las Cruzadas, con San Luis... El caso es ser grande en el cielo... pero en fin, los que desde hace siglos...

      Detúvose la Comendadora, fatigada sin duda, y Gastón, que callaba por respeto, empezó á creer que estaba perdiendo el tiempo lastimosamente.

      —La pobrecilla ya chochea...—pensó,—y se le va el santo al cielo... Incoherencias, alucinación... ¡Cerca de noventa años y el claustro!... Querrá que restaure á Landrey y junte allí mesnadas y alce pendón y caldera... ¡Y cómo revela el orgullo nobiliario, su flaco, en pugna con la humildad cristiana! ¡Si supiese que el último Landrey va á carecer de lo más preciso!

      —Mi hermano,—continuó la Comendadora,—pudo titular, y prefirió ser Landrey á secas... Hay condes y duques nuevos, pero los Landrey son todos viejos... ¡Ah! Ya recuerdo, ya sé... Hablábamos del castillo. Digo, no; hablábamos de tu bisabuelo, de mi padre... ¡que Dios le haya perdonado!—y el acento de doña Catalina se quebró en un sollozo.—¡El pobre!... esto pasó la noche antes de morir... porque murió en Landrey, en el cuarto de la parra, que tiene pintada una, al temple... Pues me llamó... así, en voz alta... «¡Catalina!» «Aquí estoy.» «¿Me oyes bien?» «Sí, señor, diga lo que quiera.» «Acércate, santita...» (me llamaba santita por cariño y por chiste). «Así que yo fallezca, registrarás mis papeles... y quemarás lo que deba quemarse...» «No tenga miedo...» «¡Pero cuidado!... En el mueble de concha, unas cartas... ¡las quemas sin leerlas!» «Lo que usted mande, señor...» «Hay también en el mismo mueble... ¡atiende! una caja de plata, de resorte... y dentro dos papeles doblados y enrollados... de mi letra... ¡Esos sí que los lees... y los guardas... y te guías por ellos para encontrar el tesoro!...»

      —¡El tesoro!...—repitió Gastón fascinado por la palabra mágica que su tía acababa de pronunciar.

      —Así dijo: «el tesoro...» Y me acuerdo bien, que me cogió la mano y me la apretó mucho, mucho, y añadió... ¡verás! «Es para tí sola... es tu dote... Te prohibo que le dés nada á Felipe... ¡ni un maravedí! Á Felipe no... Es mi enemigo: me ha tratado como á un perro... sé que me ha llamado traidor... Me cree renegado, apestado y maldito... Tú aquí, encerrada en estas paredes conmigo en lo mejor de tu edad... Á cada cual su recompensa... Felipe, el mayorazgo, se lo lleva casi todo... Tú tienes una legítima corta... ¡Más rica tú que él! ¡Para tí el tesoro!...»

      Guardó silencio otra vez la Comendadora, exhausta por el esfuerzo, pero sus ojos centelleaban. Gastón no sabía lo que le pasaba: el olor de las azucenas le atravesaba como un clavo las sienes, y su corazón latía de esperanza: en aquel momento daba por cuerda y muy cuerda á la monja. Ésta, con dolorido acento, articuló despacito:

      —Al otro día murió...

      —¿Y la caja?—exclamó aturdidamente el mozo.

      —¡Ah!... La caja... Es verdad, hijo, es verdad... No, no creas que la perdí... Allí estaba como él dijo, en el mueble de concha... junto á las cartas... que olían á esencias... y las quemé... ¡Qué bien ardieron! ¡Como yesca!

      —Pero... la cajita... con sus misteriosos papeles dentro...

      —La recogí... ¡No faltaba más!... Aquí la tengo... Espera... espera.

      Y con un movimiento que parecería cómico á quien no fuese capaz de estimar lo que representaba de dignidad y de pudor y de vida inmaculada, la Comendadora se volvió hacia la pared, se alzó el escapulario y se registró el seno con una mano que la vejez hacía insegura... Gastón, ansioso, disimulaba la impaciencia y la curiosidad. Vuelta de cara ya la señora, presentó á su sobrino un objeto oblongo, una cajita de plata algo mayor que una tabaquera y finamente cincelada al estilo de Luis XV; cazadores con tricornio y damiselas con peinado de erizón acosaban á un ciervo entre el follaje de un bosquecillo. Gastón tendió la mano vivamente, pero doña Catalina le contuvo sonriendo con alarde de malicia casi infantil.

      —El resorte... Sino ni tú ni diez como tú la abrís...

      Y apoyando de cierta manera la uña del seco pulgar en la charnela de la caja, alzóse lentamente la tapa, y Gastón pudo ver en el dorado fondo, enrollado, un papel amarillento. La monja casi reía, gozosa y triunfante.

      —¿Eh? Ya lo ves, ahí lo tienes... Sesenta y pico de años

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