Arroz y tartana. Vicente Blasco Ibanez

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Arroz y tartana - Vicente Blasco Ibanez

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el escaparate central estaba la muestra de la casa, lo que había hecho famoso al establecimiento: un maniquí vestido de labradora, con tres rosas en la mano, que al través del vidrio, mirando a los transeúntes con ojos cristalinos, les enviaba la sonrisa de su rostro de cera, punteado por las huellas de cien generaciones de moscas.

      Doña Manuela entró en la tienda. El mismo aspecto de otros tiempos, aunque con cierto aire de restaurada frescura. La anaquelería, de madera vieja, atestada de cajas; sobre el mostrador telas y más telas extendidas sin compasión hasta barrer el suelo; dependientes con el pelo aceitoso y las brillantes tijeras asomando por la abertura del bolsillo, y mujeres discutiendo con ellos, como si estuvieran en el centro del Mercado, abrumándolos con irritantes exigencias.

      —Voy al momento, Manuela. Siéntese usted.

      El que así hablaba era un hombre fornido, de áspero bigote, estrecha frente, pelo hirsuto y fuerte, rebelde a peines y cepillos, con las puntas hacia adelante, y quijada brutal, que se disimulaba un tanto bajo una sonrisa bondadosa. Estaba ocupado en vender un tapabocas a dos mujeres que llevaban de las manos a un chiquillo barrigudo, y era de admirar la paciencia con que aquel hombre, siempre sonriendo, sufría a las feroces compradoras, que por seis reales regateaban durante ¿media hora.

      Doña Manuela atendía con interés las palabras de los compradores y no volvió la cabeza para ver quién abría la puertecilla de la garita—a la que pomposamente llamaban despacho—y saltaba velozmente el mostrador.

      —Siéntese usted, mamá.

      Era Juanito quien la hablaba, su hijo mayor, un muchacho nacido en la misma tienda, que seguía agarrado a ella «sin servir para nada», como decía su madre, y sin querer ser otra cosa que comerciante.

      Estaba próximo a los treinta años. Era alto, enjuto, desgarbadote y algo cargado de espaldas; la barba espesa y crespa se le comía gran parte del rostro, dándole un aspecto terrorífico de bandido de melodrama; pero no era más que un antifaz, pues examinándolo bien, bajo la máscara de pelo veíase la cara sonrosada e inocente de un ruño, la mirada tímida y la sonrisa bondadosa de esos seres detenidos en la mitad de su crecimiento moral, que aunque mueran viejos son débiles y blandos, faltos de voluntad, incapaces de vivir sin el calor que presta el cariño.

      —¡Ah! ¿Eres tú, Juanito...?—dijo doña Manuela—. ¿Qué hacías?

      —Lo de siempre. Estaba trabajando en los libros de la casa, ordenando el trabajo para el próximo inventario de fin de año.

      Y Juanito, que hablaba con cierto entusiasmo de sus tareas, y en menos de veinte palabras mezcló varias veces el debe y el haber, viose interrumpido por su principal, don Antonio Cuadros, que tras media hora de regateo acababa de vender el tapabocas para el chicuelo panzudo.

      —Pero siéntese usted, Manuela... a menos que quiera usted molestarse subiendo al entresuelo. Teresa se alegrará de verla.

      —No, Antonio; otro día vendré con menos prisa: he entrado para esperar a Nelet y continuar las compras.

      —Pues entonces bajará ella.... ¡Muchacho, avisa a la señora que está aquí doña Manuela! Un aprendiz lanzóse a la carrera por una puertecilla obscura que se abría en la anaquelería: una de esas gargantas de lobo que dan entrada a pasillos y escaleras estrechas, infectas como intestinos, que sólo se encuentran en las casas donde las necesidades del comercio y la aglomeración de mercancías disputan a las personas el terreno palmo a palmo.

      Sentáronse los tres en sillas de lustrosa madera, y doña Manuela, por costumbre, habló de los negocios y de lo malos que estaban los tiempos; eterno tema alrededor del cual giran todas las conversaciones de una tienda. Don Antonio sacaba a luz todo un arsenal de afirmaciones que, a fuerza de repetidas, habían pasado a ser lugares comunes. Mal iba todo, y la culpa la tenía el gobierno, un puñado de ladrones que no se preocupaban de la suerte del país. En otros tiempos se vendía bien el vino, tenían dinero los del arroz, y el comercio daba gusto.... ¡Santo cielo! ¡Pensar el paño negro y fino que él había vendido a la gente de la Ribera, las mantas que despachaba, los mantones y pañuelos que se habían empaquetado sobre aquel mostrador...! ¡Y todos pagaban en oro...! Pero ahora, ¡las cosechas no tenían salida, no había dinero, el comercio iba de mal en peor y las quiebras eran frecuentes! Él aún iba tirando; pero sí la «cosa» continuaba de tal modo, acabaría por cerrar la tienda y morir en el Hospital.

      —¡Qué tiempos aquéllos, ¿eh, Manuela? cuando vivía el padre de éste—señalando a Juan—y yo era sólo primer dependiente! Entonces, aunque me esté mal el decirlo, todos los años, al hacer el inventario, quedaban dos o tres mil duritos para guardar. ¡Oh! Aunque me esté mal el decirlo... usted pilló los buenos tiempos.... ¿No es eso, Manuela?

      Pero Manuela se limitaba a callar y a sonreír. Todo aquello, aunque a don Antonio «le estaba mal el decirlo», lo había dicho y repetido cuantas veces hablaba con la viuda de su antiguo principal. Y en cuanto a su muletilla «aunque le estaba mal el decirlo», gozaba el privilegio de poner nerviosa a doña Manuela, que tenía por tonto rematado a su antiguo dependiente.

      Abrióse una portezuela del mostrador y entró en la tienda la esposa de don Antonio, una mujer voluminosa, con la obesidad blanducha y el cutis lustroso que produce una vida de encierro e inercia y que le ciaban cierto aire monjil. La bondad extremada hasta la estupidez retratábase en su eterna sonrisa y en la mirada de sus ojos claruchos. Lo más característico en su persona eran los relucientes rizos aplastados por la bandolina, que cubrían su ancha frente como una cortinilla festoneada, y la costumbre de cruzar las manos sobre el vientre, luciendo en los dedos un surtidor de sortijas falsas.

      Hubo besos y abrazos sonoros, pero notábase en las dos mujeres cierta desigualdad en el trato, como si entre ambas se interpusiera la ley de castas. La esposa del comerciante era sólo Teresa, mientras que ésta llamaba siempre doña Manuela a la madre de Juanito, y en sus palabras notábase un acento lejano de humilde subordinación. Los años y el frecuente trato no habían podido borrar el recuerdo de la época en que Teresa era criada en aquella tienda y el escándalo de los señores al verla casada con el dependiente principal. Además, Teresa no había ascendido un solo peldaño en la escala de la vanidad; en presencia de doña Manuela revelábase siempre la antigua criada, y aceptaba como una confianza inaudita que la señora la tratase con las mismas consideraciones que a un igual.

      —Sí, doña Manuela; Antonio y yo hace tiempo que pensarnos visitarla a usted y a las niñas; ¡pero estamos siempre tan ocupados...! ¡Vaya, vaya...! ¡Qué sorpresa...! ¡Cuánto me alegro de verla!

      Y con esto se agotó el repertorio de frases de la buena mujer, que se sentía cohibida en presencia de la señora, hablando poco por temor a decir disparates y atraerse el enojo del esposo, a quien admiraba como modelo de finura y bien decir.

      —Y ¿cómo van las compras?—apuntó don Antonio al notar el mutismo de su compañera—. Ésta ha salido por la mañana a hacer la provisión de Pascuas y ha encontrado los precios por las nubes.

      —¡Calle usted, Antonio! Diez duros me he dejado en esa plaza, y aún me falta lo más importante. A propósito: cambíenme ustedes este billete de cincuenta pesetas.

      Y Juanito, que hasta entonces había permanecido silencioso, contemplando a su madre con la misma expresión de arrobamiento que si fuese un amante, se apresuró a cumplir su deseo, y casi la arrebató el ajado billete que había sacado del limosnero, corriendo después al mostrador.

      —¡Cómo la quiere a usted ese chico, Manuela!—dijo el comerciante.

      —No

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