Moby Dick. Herman Melville
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Le consideré el más raro cuáquero viejo que había visto jamás, especialmente dado que Peleg, su amigo y antiguo compañero de navegación, parecía tan fanfarrón. Pero no dije nada, sino que sólo miré a mi alrededor con toda atención. Peleg entonces abrió un cofre y, sacando el contrato del barco, le puso pluma y tinta delante, y se sentó ante una mesita. Yo empecé a pensar que era sobradamente hora de decidir conmigo mismo en qué condiciones estaría dispuesto a comprometerme para el viaje. Ya me daba cuenta de que en el negocio de la pesca de la ballena no pagaban remuneración, sino que todos los tripulantes, incluido el capitán, recibían ciertas porciones de los beneficios llamadas «partes», y esas partes estaban en proporción al grado de importancia correspondiente a los deberes respectivos en la tripulación del barco. También me daba cuenta de que, siendo novato en la pesca de la ballena, mi parte no sería muy grande, pero, considerando que estaba acostumbrado al mar, y sabía gobernar un barco, empalmar un cabo, y todo eso, no tuve dudas, por todo lo que había oído, de que me ofrecerían al menos la doscientos setenta y cincoava parte; esto es, la doscientos setenta y cincoava parte del beneficio neto del viaje, ascendiese a lo que ascendiese. Y aunque la doscientos setenta y cincoava parte era más bien lo que llaman una «parte a la larga», sin embargo, era mejor que nada; y si teníamos un viaje con suerte, podría compensar muy bien la ropa que desgastaría en él, para no hablar del sustento y alojamiento de tres años, por los que no tendría que pagar un ardite.
Podría pensarse que ésa era una pobre manera de acumular una fortuna principesca; y así era, una manera muy pobre. Pero soy de los que nunca se ocupan de fortunas principescas, y estoy bien contento si el mundo está dispuesto a alojarme y mantenerme, mientras me hospedo bajo la fea muestra de «A la Nube Tronadora». En conjunto, pensé que la doscientos setenta y cincoava parte vendría a ser lo decente, pero no me habría sorprendido que me ofrecieran la doscientosava, considerando que era tan ancho de hombros.
Pero una cosa, sin embargo, que me hizo sentir un poco desconfiado de recibir tan generosa porción de los beneficios fue ésta: en tierra había oído algo, tanto sobre el capitán Peleg como sobre su inexplicable viejo compadre Bildad, y de cómo, por ser ellos los principales propietarios del Pequoca los demás propietarios, menos considerables y más desparramados, les dejaban a ellos dos casi todo el manejo de los asuntos del barco. Y no podía menos de saber que el viejo avaro de Bildad quizá tendría mucho que decir en cuanto a enrolar tripulantes, sobre todo dado que yo le había encontrado a bordo del Pequoa muy en su casa en la cabina, y leyendo la Biblia como si estuviera junto a su chimenea. Ahora, mientras Peleg intentaba vanamente cortar una pluma con su navaja, el viejo Bildad, con no poca sorpresa mía, visto que era parte tan interesada en estos asuntos, no nos prestaba la menor atención, sino que seguía mascullando para sí mismo en su libro:
—«No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla…» —Bueno, capitán Bildad —interrumpió Peleg—, ¿qué dices, qué parte le damos a este joven?
—Tú lo sabes mejor —fue la sepulcral respuesta—: la setecientas setenta y sieteava no sería demasiado, ¿no?…, «donde la polilla y el gusano devoran…».
« ¡Qué parte, sí —pensé yo—, la setecientas setenta y sieteava! Bueno, viejo Bildad, estás decidido a que yo, por mi parte, no tenga mucha parte en esta parte donde la polilla y el gusano devoran.» Era una parte demasiado «a la larga», y aunque por la magnitud de su cifra podría a primera vista engañar a uno de tierra adentro, sin embargo, el más ligero examen mostrará que, aunque setecientos setenta y siete sea un número bastante grande, con todo, cuando se trata de dividir por él, se verá entonces, digo yo, que la parte setecientas setenta y sieteava de un penique es mucho menos que setecientos setenta y siete doblones; y eso pensé entonces.
—¡Vaya, ya puedes reventar! —gritó Peleg—: no querrás estafar a este joven: tiene que recibir más que eso.
—Setecientos setenta y siete —volvió a decir Bildad, sin levantar los ojos, y luego siguió mascullando—: «pues donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón».
—Le voy a poner por la trescientosava —dijo Peleg—: ¿me oyes, Bildad? La parte trescientosava, digo.
Bildad dejó el libro, y volviéndose solemnemente hacia él, dijo:
—Capitán Peleg, tienes un corazón generoso; pero debes considerar tus obligaciones respecto a los demás propietarios del barco, viudas y huérfanos muchos de ellos, y que si compensamos en exceso las fatigas de este joven, quizá les quitaremos el pan a esas viudas y a esos huérfanos. La parte setecientas setenta y sieteava, capitán Peleg.
—¡Tú, Bildad! —rugió Peleg, incorporándose de un salto y armando ruido por la cabina—: ¡Maldita sea, capitán Bildad, si hubiera seguido tu consejo en estos asuntos, ahora tendría que halar una conciencia tan pesada como para hundir el mayor barco que jamás navegó doblando el cabo de Hornos!
—Capitán Peleg —dijo Bildad, con firmeza—: tu conciencia quizá hará diez pulgadas de agua, o diez brazas, no sé decir; pero como sigues siendo un hombre impertinente, capitán Peleg, me temo mucho que tu conciencia hace agua, y acabará por sumergirte a ti, hundiéndote en el abismo de los horrores, capitán Peleg.
—¡El abismo de los horrores, el abismo de los horrores! Me insultas, hombre, más de lo que se puede aguantar por naturaleza: me insultas. Es un ultraje infernal decirle a ninguna criatura humana que está destinada al infierno. ¡Colas de ballenas y llamas! Bildad, vuelve a decirlo y me abres los pernos del alma, pero yo… yo… sí, yo me tragaré un macho cabrío vivo, con cuernos y pelo. ¡Fuera de la cabina, hipócrita, grisáceo hijo de un cañón de madera…, sal derecho!
Tronando así, se lanzó contra Bildad, pero Bildad, con maravillosa celeridad oblicua y resbalosa, le eludió por esta vez.
Alarmado ante esa terrible explosión entre los dos principales propietarios responsables del barco, y sintiéndome casi inclinado a abandonar toda idea de navegar en un barco de tan discutible propiedad y tan efímero mando, me aparté a un lado de la puerta para dar salida a Bildad, quien, sin duda, estaba muy dispuesto a desaparecer ante la despertada cólera de Peleg. Pero con asombro mío, volvió a sentarse en el yugo con mucha tranquilidad, por lo visto sin tener la más leve intención de retirarse. Parecía muy acostumbrado al impenitente Peleg y sus maneras. En cuanto a Peleg, después de disparar la cólera como lo había hecho, parecía que no quedaba más en él, y también se sentó como un cordero, aunque convulsionándose un poco, como todavía con agitación nerviosa.
—¡Ufl —silbó por fin—: el chubasco ha pasado a sotavento, me parece. Bildad, tú solías servir para afilar un arpón: córtame esa pluma. Mi navaja necesita piedra de afilar: eso es, gracias, Bildad. Bueno, entonces, joven; tu nombre es Ismael, ¿no decías? Bueno, entonces, aquí te pongo Ismael, con la parte trescientosava.
—Capitán Peleg —dije—, tengo conmigo un amigo que también quiere embarcarse: ¿le traigo mañana?
—Claro —dijo Peleg—. Tráele contigo, y le echaremos una mirada.
—¿Qué parte quiere? —gruñó Bildad, levantando la mirada del libro en que se había vuelto a sepultar.
—¡Ah, no te preocupes de eso, Bildad! —dijo Peleg—. ¿Ha ido alguna vez a la pesca de la ballena? —y se volvió hacia mí.
—Ha matado más ballenas de las que puedo contar, capitán Peleg. —Bueno, tráele entonces.
Y, después de firmar los papeles, me marché, sin dudar de que había aprovechado muy bien la mañana, y de que