Moby Dick. Herman Melville

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Moby Dick - Herman Melville

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Estiba y limpieza

       XCIX.— El doblón

       C.— Pierna y brazo. El Pequod, de Nantucket, encuentra al Samuel Enderby, de Londres

       CI.— El frasco

       CII.— Una glorieta entre los arsácidas

       CIII.— Medidas del esqueleto del cachalote

       CIV.— La ballena fósil

       CV.— ¿Disminuye el tamaño de la ballena? ¿Va a desaparecer?

       CVI.— La pierna de Ahab

       CVII.— El carpintero

       CVIII.— Ahab y el carpintero

       CIX.— Ahab y Starbuck en la cabina

       CX.— El Pacífico

       CXI.— El herrero

       CXIII.— La forja

       CXIV.— El dorador

       CXV.— El Pequod encuentra al Soltero

       CXVI.— La ballena agonizante

       CXVII.— La guardia a la ballena

       CXVIII.— El cuadrante

       CXIX.— Las candelas

       CXX.— La cubierta, hacia el final del primer cuarto de guardia de noche

       CXXI.— Medianoche. Las almuradas del castillo de proa

       CXXII.— Medianoche; arriba. Truenos y rayos

       CXXIII.— El mosquete

       CXXIV.— La aguja

       CXXV.— La corredera y el cordel

       CXXVI.— La boya de salvamento

       CXXVII.— En cubierta

       CXXVIII.— El Pequod encuentra al Raquel

       CXXIX.— La cabina

       CXXX—. El sombrero

       CXXXI.— El Pequod encuentra al Deleite

       CXXXII.— La sinfonía

       CXXXIII.— La caza. Primer día

       CXXXIV.— La caza. Segundo día

       CXXXV.— La caza. Tercer día

       Epílogo

      En señal de admiración a un genio

       este libro está dedicado a Nathaniel Hawthorne

      I.— Espejismos

      Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano.

      Ahí tenéis la ciudad insular de los Manhattos, ceñida en torno por los muelles como las islas indias por los arrecifes de coral: el comercio la rodea con su resaca. A derecha y a izquierda, las calles os llevan al agua. Su extremo inferior es la Batería, donde esa noble mole es bañada por olas y refrescada por brisas que pocas horas antes no habían llegado a avistar tierra. Mirad allí las turbas de contempladores del agua.

      Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas de una soñadora tarde de día sabático. Id desde Corlears Hook a Coenties

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