Moby Dick. Herman Melville

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Moby Dick - Herman Melville

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en la penumbra incierta, y lanzando extrañas ojeadas desde Queequeg a mí. Era Elías.

      —¿Vais a bordo?

      —Fuera las manos, ¿quiere? —dije.

      —Cuidado —dijo Queequeg, sacudiéndose—: ¡váyase! —¿No vais a bordo, entonces?

      —Sí que vamos —dije—, pero, ¿a usted qué le importa? ¿Sabe usted, señor Elías, que le considero un poco impertinente?

      —No, no me daba cuenta de eso —dijo Elías lentamente y lanzando miradas interrogativas alternativamente a mí y a Queequeg, con las más inexplicables ojeadas.

      —Elías —dije—, mi amigo y yo le estaríamos muy agradecidos si se retirara. Nos vamos al océano Pacífico y al Índico, y preferiría que no nos entretuviera.

      —Conque os vais, ¿eh? ¿Volveréis para la hora de desayunar? —Está tocado, Queequeg —dije—, vámonos.

      —¡Eh! —gritó Elías, inmóvil, hacia nosotros cuando nos apartamos unos pocos pasos.

      —No te importe —dije—: Queequeg, vamos.

      Pero él volvió a deslizarse hasta nosotros, y echándome de repente la mano por el hombro, dijo:

      —¿Has visto algo que parecía unos hombres corriendo hacia el barco, hace un rato?

      Sorprendido por esa sencilla pregunta positiva, contesté diciendo: —Sí, me pareció ver a cuatro o cinco hombres, pero estaba demasiado oscuro para tener la seguridad.

      —Muy oscuro, muy oscuro —dijo Elías—. Tened muy buenos días.

      Una vez más le dejamos, pero otra vez más llegó suavemente por detrás de nosotros, y tocándome de nuevo en el hombro, dijo:

      —Mirad si los podéis encontrar ahora, ¿queréis?

      —¿Encontrar a quién?

      —¡Tened muy buenos días, muy buenos días! —replicó, volviendo a alejarse—. ¡Oh! Era para preveniros contra…, pero no importa, no importa…, es todo igual, todo queda en familia, también…; hay una helada muy fuerte esta mañana, ¿no? Adiós, muchachos. Supongo que no os volveré a ver muy pronto, a no ser ante el Tribunal Supremo.

      Y con estas demenciales palabras, se marchó por fin, dejándome por el momento con no poco asombro ante su desatada desvergüenza.

      Por fin, subiendo a bordo del Pequoa, lo encontramos todo en profunda calma, sin un alma que se moviera. La entrada de la cabina estaba atrancada por el interior; las escotillas estaban todas cerradas, y obstruidas por rollos de jarcia. Avanzando hasta el castillo de proa, encontramos abierta la corredera del portillo. Al ver una luz, bajamos y encontramos sólo un viejo aparejador, envuelto en un desgarrado chaquetón. Estaba tendido todo lo largo que era sobre dos cofres, con la cara hacia abajo, metida entre los brazos doblados. El sopor más profundo dormía sobre él.

      —Aquellos marineros que vimos, Queequeg, ¿dónde pueden haber ido? —dije, mirando dubitativamente al dormido. Pero parecía que, cuando estábamos en el muelle, Queequeg no había adverádo en absoluto aquello a que ahora aludía yo, por lo que habría considerado que sufría una ilusión óptica, de no ser por la pregunta de Elías, inexplicable de otro modo. Pero silencié el asunto, y, volviendo a observar al dormido, sugerí jocosamente a Queequeg que quizá sería mejor que velásemos aquel cuerpo presente, diciéndole que se acomodara del modo adecuado. Él puso la mano en las posaderas del durmiente, como para tocar si eran bastante blandas, y luego, sin más, se sentó encima tranquilamente.

      —¡Por Dios, Queequeg, no te sientes ahí! —dije.

      —¡Ah, mucho buen sentar! —dijo Queequeg—, como en país mío; no hacer daño su cara.

      —¡Su cara! —dije—: ¿le llamas cara a eso? Un rostro muy benévolo, entonces; pero respira muy fuerte: se está incorporando. Quítate, Queequeg, que pesas mucho; eso es aplastar la cara de los pobres. ¡Quítate, Queequeg! Mira, te derribará pronto. Me extraña que no se despierte.

      Queequeg se apartó hasta junto a la cabeza del durmiente, y encendió su pipahacha. Yo me senté a los pies. Nos pusimos a pasarnos la pipa por encima del durmiente, del uno al otro. Mientras tanto, al preguntarle, Queequeg me dio a entender en su forma entrecortada, que, en su país, debido a la ausencia de sofás y canapés de toda especie, los reyes, jefes y gente importante en general, tenían la costumbre de engordar a algunos de las clases bajas con el, fin de que hicieran de otomanas, y para amueblar cómodamente una casa en ese aspecto, sólo había que comprar ocho o diez tipos perezosos y dejarlos por ahí en los rincones y entrantes. Además, resultaba muy conveniente en una excursión, mucho mejor que esas sillas de jardín que se pliegan en bastones de paseo; pues, llegado el momento, un jefe llamaba a su asistente y le mandaba que se convirtiera en un canapé bajo un árbol umbroso, quizá en algún lugar húmedo y pantanoso.

      Mientras narraba esas cosas, cada vez que Queequeg recibía de mí la pipahacha, blandía el lado afilado sobre la cabeza del durmiente.

      —¿Por qué haces eso, Queequeg?

      —Mucho fácil matar él, ¡ah, mucho fácil!

      Iba a seguir con algunas locas reminiscencias sobre la pipahacha, que, al parecer, en ambos usos, había roto el cráneo a sus enemigos y había endulzado su propia alma, cuando fuimos totalmente reclamados por el aparejador dormido. El denso vapor que ahora llenaba por completo el angosto agujero, empezaba a hacerse notar en él. Respiraba con una suerte de ahogo; luego pareció molesto en la nariz; luego se revolvió una vez o dos, y por fin se incorporó y se restregó los ojos.

      —¡Eh! —exhaló por fin—: ¿quiénes sois, fumadores? —Hombres de la tripulación —contesté—: ¿cuándo se zarpa? —Vaya, vaya, ¿conque vais aquí de marineros? Se zarpa hoy. El capitán llegó a bordo anoche.

      —¿Qué capitán? ¿Ahab?

      —¿Quién va a ser, si no?

      Iba a preguntarle algo más sobre Ahab, cuando oímos un ruido en cubierta.

      —¡Vaya! Starbuck ya está en movimiento —dijo el aparejador—. Es un primer oficial muy vivo; hombre bueno y piadoso, pero ahora muy vivo: tengo que ir allá. —Y así diciendo, salió a la cubierta y le seguimos.

      Ahora amanecía claramente. Pronto llegó la tripulación a bordo, en grupos de dos o tres; los aparejadores se movieron; los oficiales se ocuparon activamente, y varios hombres de tierra se afanaron en traer varias cosas últimas a bordo. Mientras tanto, el capitán Ahab permanecía invisiblemente reservado en su cabina.

      XXII.— Feliz Navidad

      Al fin, hacia mediodía, después de despedir por último a los aparejadores del barco, y después que el Pequod fue halado del muelle, y después que la siempre preocupada Caridad nos alcanzó en una lancha ballenera con su último regalo —un gorro de dormir para Stubb, el segundo oficial, cuñado suyo, y una Biblia de repuesto para el mayordomo—, después de todo eso, los dos capitanes Peleg y Bildad salieron de la cabina, y Peleg, dirigiéndose al primer oficial, dijo:

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