Moby Dick. Herman Melville

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Moby Dick - Herman Melville

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el Pequod iba ahora meciéndose por la clara primavera de Quito, que, en el mar, reina casi perpetuamente en el umbral del eterno agosto del trópico. Los días tibiamente frescos, claros, vibrantes, perfumados, rebosantes, exuberantes, eran como búcaros de cristal de sorbete persa, con colmo espolvoreado de nieve de agua de rosa. Las noches, estrelladas y solemnes, parecían altivas damas en terciopelos, enjoyadas, rumiando en su casa, en orgullosa soledad, el recuerdo de sus ausentes condes, los soles de casco de oro. Para dormir, a uno le era difícil elegir entre tan incitantes días y tan seductoras noches. Pero todas las brujerías de ese tiempo sin menguante no se limitaban a prestar nuevos encantos y potencias al mundo exterior. En el interior, afectaban al alma, especialmente cuando llegaban las horas calladas y suaves del ocaso; entonces, la memoria formaba sus cristales igual que el claro hielo suele formarse de crepúsculos sin ruido.

      Y todos esos sutiles agentes actuaban cada vez más sobre la contextura de Ahab.

      La ancianidad siempre está desvelada, como si el hombre, cuanto más tiempo vinculado a la vida, menos quisiera tener que ver con nada que se parezca a la muerte. Entre los capitanes de marina, los viejos de barba encanecida dejan con mucha frecuencia sus literas para visitar la cubierta embozada en noche. Así le ocurría a Ahab, sólo que ahora, recientemente, parecía vivir tanto al aire libre que, para decir verdad, sus visitas eran más bien a la cabina que de la cabina a las tablas de cubierta. «Se siente como si se entrara en la propia tumba —mascullaba para sí—, cuando un viejo capitán como yo desciende por este estrecho portillo para bajar a la litera excavada como una fosa.»

      Así, casi cada veinticuatro horas, cuando se montaban las guardias de la noche, y el grupo de cubierta hacía de centinela del sueño del grupo de abajo, y cuando, si había que halar un cabo por el castillo de proa, los marineros no lo tiraban violentamente, como de día, sino que lo dejaban caer en su sitio con cierta precaución, por temor de molestar a sus amodorrados compañeros; entonces, cuando empezaba a prevalecer esta especie de firme silencio, habitualmente, el callado timonel observaba el portillo de la cabina, y poco después salía el viejo, agarrándose al pasamano de hierro para ayudarse en su caminar de mutilado. Había en él cierto toque considerado de humanidad, pues en momentos como éstos solía abstenerse de rondar por el castillo de proa, porque para sus fatigados oficiales, que buscaban descanso a seis pulgadas de su talón de marfil, el golpe y chasquido reverberante de esa pisada de hueso hubiera sido tal, que habrían soñado con los crujientes dientes de los tiburones. Pero una vez, su humor era demasiado radical para consideraciones comunes, y cuando con pesado paso sordo medía el barco desde el coronamiento de popa hasta el palo mayor, Stubb, el viejo segundo oficial, subió desde abajo y con cierta vacilante e implorante jocosidad sugirió que si al capitán Ahab le placía pasear por la cubierta, entonces nadie podía decir que no, pero que podría haber algún modo de sofocar el ruido, aludiendo a algo vago e indistinto sobre una bola de estopa y su inserción en el talón de marfil. ¡Ah, Stubb, no conocías entonces a Ahab!

      —¿Soy una bala de cañón, Stubb —dijo Ahab—, para que me quieras poner taco de ese modo? Pero vete por tu lado; se me había olvidado. Baja a tu sepulcro nocturno, donde tus semejantes duermen entre sudarios para acostumbrarse a ocupar uno definitivamente. ¡Baja, perro, a la perrera!

      Sobresaltándose ante la imprevista exclamación final del anciano, tan súbitamente despectivo, Stubb se quedó sin habla un momento, y luego dijo excitado:

      —No estoy acostumbrado a que me hablen de ese modo, capitán: no me gusta en absoluto.

      ¡Basta! —rechinó Ahab entre los dientes apretados, apartándose violentamente, como para evitar alguna tentación apasionada.

      —No, capitán, todavía no —dijo Stubb, envalentonado—: no voy a dejar mansamente que me llamen perro.

      —¡Entonces te llamaré diez veces burro, y mulo, y asno; y fuera de aquí, o limpiaré el mundo de ti!

      Al decir esto, Ahab avanzó contra él con aspecto tan imponente y terrible, que Stubb se retiró involuntariamente.

      —Nunca me han tratado así sin que yo diera a cambio un buen golpe —masculló Stubb, al encontrarse bajando por el portillo de la cabina—. Es muy raro. Alto, Stubb; no sé por qué, ahora, no sé muy bien si volver y golpearle, o… ¿qué es eso?, ¿arrodillarme y rezar por él? Sí, ésa fue la idea que me asaltó; pero sería la primera vez que rezara. Es raro, muy raro, y él también es raro; sí, tómeselo por la proa o por la popa, es el hombre más raro con que jamás ha navegado el viejo Stubb. ¡Cómo se me disparó con los ojos como polvorines!, ¿está loco? De todos modos, tiene algo en la cabeza, como es seguro que debe haber algo en una cubierta cuando cruje. No pasa tampoco en la cama más de tres horas de cada veinticuatro, y entonces no duerme. ¿No me contó ese DoughBoy, el mayordomo, que por la mañana siempre encuentra las mantas del viejo todas arrugadas y revueltas, y las sábanas caídas a los pies, y la colcha casi atada en nudos, y la almohada terriblemente caliente, como si hubiera tenido encima un ladrillo cocido? ¡Viejo caliente! Supongo que tiene lo que la gente de tierra llama conciencia; es una especie de tic doloroso, como le llaman, peor que un dolor de muelas. Bueno, bueno; no sé lo que es, pero que el Señor me libre de tenerlo. Está lleno de enigmas; no entiendo para qué baja a la bodega todas las noches, como dice DoughBoy que sospecha: ¿para qué es eso, me gustaría saber? ¿Quién tiene citas con él en la bodega? ¿No es también raro? Pero no hay modo de saber; es el viejo juego. Vamos allá, a echar un sueñecito. Condenado de mí, vale la pena de que un hombre venga a este mundo, sólo para quedarse bien dormido. Y ahora que lo pienso, es casi lo primero que hacen los niños, y también eso es raro. Condenado de mí, pero todas las cosas son raras, si se van a pensar. Pero eso va contra mis principios. No pensar, es mi undécimo mandamiento; y duerme cuanto puedas, es el duodécimo. Así vamos ahí otra vez. Pero ¿cómo es eso?, ¿no me ha llamado perro? ¡Rayos!, ¡me ha llamado diez veces burro, y encima ha echado un montón de asnos! Igual me podría haber dado patadas, y lo habría hecho. Quizá me ha dado patadas, y yo no me he fijado; de tan asustado que estaba de su ceño, no sé cómo. Centelleaba como un hueso blanqueado. ¿Qué demonios me pasa? No me tengo derecho en las piernas. El ponerme a mal con ese viejo me ha dejado como vuelto del revés. Por Dios que debo haber soñado, sin embargo… ¿Cómo, cómo, cómo? Pero el único modo es dejarlo; vamos otra vez a la hamaca, y por la mañana ya veré cómo piensa a la luz del día ese condenado titiritero.

      XXX.— La pipa

      Cuando se marchó Stubb, Ahab se quedó algún tiempo inclinado sobre la amurada, y luego, como era su costumbre desde hacía algún tiempo, llamó a un marinero de guardia, y le mandó abajo, por su taburete de marfil y su pipa. Entonces, encendiendo la pipa en la lámpara de bitácora y plantando el taburete en el lado de barlovento de la cubierta, se sentó a fumar.

      En los viejos tiempos de los vikingos, los tronos de los reyes daneses, tan amigos del mar, estaban construidos, según dice la tradición, de los colmillos de narval. ¿Cómo podía uno entonces mirar a Ahab, sentado en ese trípode de huesos, sin acordarse de la realeza que simbolizaba? Pues Ahab era un Khan de la cubierta, un rey del mar y un gran señor de los leviatanes.

      Pasaron unos momentos, durante los cuales el denso vapor le salió de la boca en bocanadas rápidas y constantes, que le volvían a la cara con el viento. « ¡Cómo! Ahora —soliloquizó por fin, retirando el tubo— el fumar ya no me calma. ¡Ah, mi pipa!, ¡mal me debe de ir, si tu encanto se ha acabado! Andaba aquí afanado inconscientemente, sin disfrutar, sí,fumando a barlovento todo el rato sin darme cuenta, y con chupadastan nerviosas como en el caso de la ballena moribunda, cuyoscho-rros finales son los más fuertes y peligrosos. ¿De qué me sir-veesta pipa, imaginada para tranquilizar, para enviar suaves va-poresblancos entre blancos y suaves cabellos, no entre mecho-nes de ungris acerado como los míos? Ya no

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