Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari biblioteca iberica

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en que me salvarás, pero cuando puedas derrotar a los que me tienen encerrada.

      En ese momento se oyó bajo el emparrado un ligero silbido.

      —Es Yáñez que se impacienta —dijo Sandokán.

      —Quizás haya visto algún peligro. ¡Dios mío, ha llegado la hora de la separación! Si no volviéramos a vernos...

      —¡No lo digas, amor mío, porque adonde te lleven iré a buscarte!

      Se escuchó otro silbido del portugués.

      —¡Márchate —dijo Mariana—, creo que corres un gran peligro!

      —¡Dejarte! No puedo decidirme a dejarte.

      —¡Huye, Sandokán! ¡Oigo pasos en el corredor! Resonó en la habitación una voz que gritaba: -¡Miserable!

      Era el lord. Cogió a Mariana por un brazo para apartarla de la reja, y al mismo tiempo se oyó descorrer los cerrojos de la puerta de la planta baja.

      —¡Huye! —gritó Yáñez.

      —¡Huye, Sandokán! —repitió Mariana.

      No había un solo instante que perder. Sandokán, que comprendió que estaba perdido si no huía, atravesó de un salto el emparrado y se precipitó hacia el jardín.

      R

      Cualquier otro hombre que no fuera indio o malayo se hubiera roto las piernas al dar ese salto. Pero Sandokán era duro como el acero y tenía la agilidad de un mono.

      Apenas tocó tierra, se puso de pie y empuñó el kriss en actitud de defensa. Por fortuna, allí estaba el portugués.

      —¡Huye, loco! ¿Quieres que te acribillen?

      —¡Déjame! —exclamó el pirata, presa de intensa excitación—. ¡Asaltemos la quinta!

      Cuatro soldados aparecieron en una ventana, apuntándole con los fusiles.

      —¡Sandokán, ponte a salvo! —se oyó gritar a Mariana.

      El pirata dio un salto que fue saludado con una descarga de fusilería, y una bala le atravesó el turbante. Se volvió rugiendo e hizo fuego, hiriendo a un soldado en medio de la frente.

      —¡Ven! —gritó Yáñez y lo arrastró hacia la empalizada—. ¡Ven, imprudente testarudo!

      Se abrió la puerta de la casa y diez soldados, seguidos de indígenas provistos de antorchas, salieron al jardín. El portugués hizo fuego por entre el follaje. El sargento que mandaba el grupo cayó en tierra.

      —¡Mueve las piernas, hermanito!

      —¡No puedo decidirme a dejarla sola!

      Te he dicho que huyas. ¡Ven o te llevo yo! Aparecieron más soldados. Los piratas ya no dudaron más. Se metieron en medio de la maleza y se lanzaron a la carrera hacia la cerca.

      —¡Corre, hermanito! —dijo el portugués—. Mañana les devolveremos los tiros.

      Temo haberlo estropeado todo. Ahora ya saben que estoy aquí y no se dejarán sorprender.

      —Pero si los paraos han llegado, tendremos cien tigres para lanzarlos al asalto.

      —¡Me da miedo el lord! Es capaz de matar a su sobrina antes que dejar que caiga en mis manos.

      —¡Demonio! —exclamó Yáñez con furia—. No había pensado en eso.

      Iba a detenerse a tomar un poco de aliento, cuando en medio de la oscuridad vio unos reflejos rojizos.

      —¡Los ingleses! —exclamó—. Nos persiguen a través del parque. ¡Volemos, Sandokán!

      A cada paso la marcha se hacía más difícil. Por todos lados había grandes árboles que apenas dejaban paso. Sin embargo, como eran hombres que sabían orientarse, pronto llegaron a la cerca.

      Sandokán, ya más prudente, trepó por la empalizada con la ligereza de un gato. Apenas llegó a lo alto oyó hablar en voz muy queda. Se apresuró a descender y se reunió con Yáñez, que no se había movido.

      —Al otro lado hay hombres emboscados —le dijo.

      —¿Muchos?

      —Media docena.

      Alejémonos de aquí y busquemos otro camino. Temo que ya es demasiado tarde. ¡Pobre Mariana! -Por ahora no pensemos en ella. Somos nosotros los que corremos peligro.

      —¡Vámonos!

      —¡Calla, Sandokán! Oigo que hablan al otro lado. Escuchemos.

      Efectivamente, se oyeron dos voces. El viento traía las palabras con claridad hasta los oídos de los piratas.

      —No podrán huir —decía uno.

      —Así lo espero —decía el otro—. Somos treinta y seis y podemos vigilar todo el recinto.

      Después de estas palabras se oyó un crujir de ramas y hojas, y después, silencio.

      —¡Han crecido bastante en número estos bribones! —murmuró Yáñez— Van a rodearnos, hermanito, y si no actuamos con mucha prudencia caeremos en la red que nos tienden.

      —¡Calla! Los oigo hablar de nuevo —susurró Sandokán. El de voz más fuerte decía:

      —Tú, Bob, quédate aquí. Yo me ocultaré detrás de ese árbol. Ten los ojos fijos en la empalizada..

      —¿Crees que nos encontraremos con el Tigre de la Malasia?

      —Ese audaz pirata se ha enamorado de la sobrina del lord, un bocadito que está reservado al baronet Rosenthal, así que imagínate si el hombre estará tranquilo. Seguro que intentó raptarla esta noche.

      —¿Y cómo pudo desembarcar sin ser descubierto?

      —Se aprovecharía del huracán. Se dice que hay paraos a lo largo de las costas de nuestra isla.

      —¡Qué temeridad! No he visto nunca nada igual.

      —Pero esta vez no se escapará. No hay que olvidar que son mil libras esterlinas si lo matamos.

      —¡Bonita suma! —dijo sonriendo Yáñez—. Lord James te valúa en mucho dinero, hermanito.

      —Espero ganarlo —contestó Sandokán.

      Se irguió y miró hacia el parque. Los soldados habían perdido el rastro de los fugitivos y buscaban a la ventura.

      —Por ahora no tenemos nada que temer de ellos —dijo el pirata—. Nos esconderemos en el parque. -¿Dónde?

      —Ven

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