Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán biblioteca iberica

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de los niños hijos de la naturaleza y entregados a sí mismos, se agachó, quedando encubierto por el murallón de modo que sólo rebasase la frente. No podía dudarlo; eran pisadas humanas, bien distintas de la corrida de la liebre por entre las hojas, o de los golpecitos secos y reiterados que sacuden las patas unguladas del zorro o del perro. Pisadas humanas eran, aunque sí muy recelosas, apagadas y lentísimas. Parecían de alguien que procuraba emboscarse. Y, en efecto, poco tardó el niño en ver asomar, gateando entre los matorrales, a un hombre cuya descripción acaso había oído mil veces en las veladas, en las deshojas, acompañada de exclamaciones de terror. El hongo gris, la faja roja, las recortadas patillas destacándose sobre el rostro color de sebo, y sobre todo el ojo blanco, sin vista, frío como un pedazo de cuarzo de la carretera, en suma, la desapacible catadura del Tuerto de Castrodorna dejaron absorto al chiquillo. Apretaba el Tuerto contra su pecho corto y ancho trabuco, y, después de girar hacia todas partes el único lucero de su fea cara, de aguzar el oído, de olfatear, por decirlo así, el aire, arrimóse al murallón, medio arrodillándose tras de un seto de zarzas y brezo que lo guarnecía. Perucho, cuyos pies descansaban en las anfractuosidades del muro, se quedó como incrustado en él, sin osar respirar, ni bajarse, ni moverse, porque aquel hombre desconocido, mal encarado y en acecho, le infundía el pavor irracional de los niños, que adivinan peligros cuya extensión ignoran. Por mucho que le aguijonease el deseo de sus cuatro cuartos, no se atrevía a descolgarse del murallón, temiendo hacer ruido y que le apuntasen con el cañón de aquel arma, cuya ancha boca debía, de seguro, vomitar fuego y muerte.... Así transcurrieron diez segundos de angustia para el angelote. Antes que pudiera entrar a cuentas con el miedo, ocurrió un nuevo incidente. Sintió otra vez pasos, no recelosos, como de quien se oculta, sino precipitados, como de quien va a donde le importa llegar presto; y por el camino hondo que limitaba el murallón divisó a su abuelo que avanzaba en dirección de los Pazos; sin duda, con su vista de águila había distinguido al señorito, y le seguía intentando darle alcance. Iba Primitivo distraído, con el propósito de reunirse a don Pedro, y no miraba a parte alguna. Llegó a atravesar por delante del muro. El niño entonces vio una cosa terrible, una cosa que recordó años después y aun toda su vida: el hombre emboscado se incorporaba, con su único ojo centelleante y fiero; se echaba a la cara la formidable tercerola; se oía un espantoso trueno, voz de la bocaza negra; flotaba un borrón de humo, que el aire disipó instantáneamente, y al través de sus últimos tules grises el abuelo giraba sobre sí mismo como una peonza, y caía boca abajo, mordiendo sin duda, en suprema convulsión, la hierba y el lodo del camino.

      Asegura Perucho que no ha sabido jamás si fue el miedo o su propia voluntad lo que le obligó a descolgarse del murallón y descender, más bien que a saltos, rodando, los atajos conocidos, magullándose el cuerpo, poniéndose en trizas la ropa, sin hacer caso de lo uno ni de lo otro. Rebotó como un pelota por entre las nudosas cepas; brincó por cima de los muros de piedra que las sostenían; salvó como una flecha sembrados de maíz; metióse de patas en los regatos, mojándose hasta la cintura, por no detenerse a seguir las pasaderas de piedra; salvó vallados tres veces más altos que su cuerpo; cruzó setos, saltó hondonadas y zanjas, no comprendió por dónde ni cómo, pero el caso es que, arañado, ensangrentado, sudoroso, jadeante, se encontró en los Pazos, y maquinalmente volvió al punto de partida, la capilla, donde entró, enteramente olvidado de los cuatro cuartos, primer móvil de sus aventuras todas.

      Estaba escrito que aquella mañana había de ser fecunda en extraordinarias sorpresas. En la capilla acostumbraba Perucho notar que se hablaba bajito, se andaba despacio, se contenía hasta la respiración: el menor desliz en tal materia solía costarle un severo regaño de don Julián; de modo que, sobreponiéndose el instinto y el hábito al azoramiento y trastorno, penetró en el sagrado lugar con actitud respetuosa. En él sucedía algo que le causó un asombro casi mayor que el de la catástrofe de su abuelo. Recostada en el altar se encontraba la señora de Moscoso, con un color como una muerta, los ojos cerrados, las cejas fruncidas, temblando con todo su cuerpo; frente a ella, el señorito vociferaba, muy deprisa y en ademán amenazador, cosas que no entendió el niño; mientras el capellán, con las manos cruzadas y la fisonomía revelando un espanto y dolor tales que nunca había visto Perucho en rostro humano expresión parecida, imploraba, imploraba al señorito, a la señorita, al altar, a los santos..., y de repente, renunciando a la súplica, se colocaba, encendido y con los ojos chispeantes, dando cara al marqués, como desafiándole.... Y Perucho comprendía a medias frases indignadas, frases injuriosas, frases donde se desbordaba la cólera, el furor, la indignación, la ira, el insulto; y, sin saber la causa de alboroto semejante, deducía que el señorito estaba atrozmente enfadado, que iba a pegar a la señorita, a matarla quizás, a deshacer a don Julián, a echar abajo los altares, a quemar tal vez la capilla....

      El niño recordó entonces escenas análogas, pero cuyo teatro era la cocina de los Pazos, y las víctimas su madre y él: el señorito tenía entonces la misma cara, idéntico tono de voz. Y en medio de la confusión de su tierno cerebro, de los terrores que se reunían para apocarlo, una idea, superior a todas, se levantó triunfante. No cabía duda que el señorito se disponía a acogotar a su esposa y al capellán; también acababan de matar a su abuelo en el monte; aquel día, según indicios, debía ser el de la general matanza. ¿Quién sabe si, luego que acabase con su mujer y con don Julián, se le ocurriría al señorito quitar la vida a la nené? Semejante pensamiento devolvió a Perucho toda la actividad y energía que acostumbraba desplegar para el logro de sus azarosas empresas en corrales, gallineros y establos.

      Escurrióse bonitamente de la capilla, resuelto a salvar a toda costa la vida de la heredera de Moscoso. ¿Cómo haría? Faltábale tiempo de madurar el plan: lo que importaba era obrar con celeridad y no arredrarse ante obstáculo alguno. Se deslizó sin ser visto por la cocina, y subió la escalera a escape. Llegado que hubo a las habitaciones altas, residencia de los señores, de tal manera supo amortiguar el ruido de sus pisadas, que el oído más fino lo confundiría con el susurro del aire al agitar una cortina. Lo que él temía era encontrar cerrada la puerta del dormitorio de Nucha. El corazón le dio un brinco de alegría al verla entornada.

      La empujó con suavidad de gato que esconde las uñas.... Tenía la maldita puerta el vicio de rechinar; pero tan sutil fue el empuje, que apenas gimió sordamente. Perucho se coló en la habitación, ocultándose tras del biombo. Por uno de los muchos agujeros que éste lucía, miró al otro lado, hacia donde estaba la cuna. Vio a la niña dormida, y al ama, de bruces sobre el lecho de Nucha, roncando sordamente. No era de temer que se despabilase la marmota: el rapaz podía a mansalva realizar sus propósitos.

      Sin embargo, convenía que no despertase la chiquilla, no fuese a alborotar la casa lloriqueando. Perucho la tomó como quien toma un muñeco de cristal, muy rompedizo y precioso: sus palmas llenas de callos y sus brazos hechos a disparar certeras pedradas y a descargar puñetazos en el testuz de los bueyes adquirieron de golpe delicadeza exquisita, y la nené, envuelta en el pañolón de calceta, no gruñó siguiera al trocar la cama por los brazos de su precoz raptor. Éste, conteniendo hasta el respirar, andando con paso furtivo, rápido y cauteloso—el andar de la gata que lleva a sus cachorros entre los dientes, colgados de la piel del pescuezo—, se dirigió a buscar la salida por el claustro, pues de cruzar la cocina era probable una sorpresa.

      En el claustro se paró obra de diez segundos, para meditar. ¿Dónde escondería su tesoro? ¿En el pajar, en el herbeiro , en el hórreo, en el establo? Optó por el hórreo—el lugar menos frecuentado y más oscuro—. Bajaría la escalera, se enhebraría por el claustro, se colaría por las cuadras, salvaría la era, y después nada más sencillo que ocultarse en el escondrijo. Dicho y hecho.

      Arrimada al hórreo estaba la escala. Perucho comenzó a subir, operación bastante difícil atendido el estorbo que le hacía la chiquilla. Lo estrecho y vertical de los travesaños imponía la necesidad de agarrarse con manos y pies al ir ascendiendo: Perucho no disponía de las manos; la energía de la voluntad se le comunicó al dedo gordo del pie, que semejaba casi prensil a fuerza de adaptarse y adherirse a las barras de palo, bruñidas ya con el uso. En mitad de la ascensión pensó que rodaba al pie del hórreo, y apretó contra el pecho a la niña, que, despertándose,

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