El retrato de Dorian Gray. Oscar Wilde

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El retrato de Dorian Gray - Oscar Wilde Clásicos

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Cada mes que expira lo acerca un poco más a algo terrible. El tiempo tiene celos de usted, y lucha contra sus lirios y sus rosas. Se volverá cetrino, se le hundirán las mejillas y sus ojos perderán el brillo. Sufrirá horriblemente… ¡Ah! Disfrute plenamente de la juventud mientras la posee. No despilfarre el oro de sus días escuchando a gente aburrida, tratando de redimir a los fracasados sin esperanza, ni entregando su vida a los ignorantes, los anodinos y los vulgares. Ésos son los objetivos enfermizos, las falsas ideas de nuestra época. ¡Viva! ¡Viva la vida maravillosa que le pertenece! No deje que nada se pierda. Esté siempre a la busca de nuevas sensaciones. No tenga miedo de nada… Un nuevo hedonismo: eso es lo que nuestro siglo necesita. Usted puede ser su símbolo visible. Dada su personalidad, no hay nada que no pueda hacer. El mundo le pertenece durante una temporada… En el momento en que lo he visto he comprendido que no se daba usted cuenta en absoluto de lo que realmente es, de lo que realmente puede ser. Había en usted tantas cosas que me encantaban que he sentido la necesidad de hablarle un poco de usted. He pensado en la tragedia que sería malgastar lo que posee. Porque su juventud no durará mucho, demasiado poco, a decir verdad. Las flores sencillas del campo se marchitan, pero florecen de nuevo. Las flores del codeso serán tan amarillas el próximo junio como ahora. Dentro de un mes habrá estrellas moradas en las clemátides y, año tras año, la verde noche de sus hojas sostendrá sus flores moradas. Pero nosotros nunca recuperamos nuestra juventud. El pulso alegre que late en nosotros cuando tenemos veinte años se vuelve perezoso con el paso del tiempo. Nos fallan las extremidades, nuestros sentidos se deterioran. Nos convertimos en espantosas marionetas, obsesionados por el recuerdo de las pasiones que nos asustaron en demasía, y el de las exquisitas tentaciones a las que no tuvimos el valor de sucumbir. ¡Juventud! ¡Juventud! ¡No hay absolutamente nada en el mundo excepto la juventud!

      Dorian Gray escuchaba, los ojos muy abiertos, asombrado. El ramillete de lilas se le cayó al suelo. Una sedosa abeja zumbó a su alrededor por un instante. Luego empezó a trepar con dificultad por los globos estrellados de cada flor. Dorian Gray la observó con el extraño interés por las cosas triviales que tratamos de fomentar cuando las más importantes nos asustan, o cuando nos embarga alguna nueva emoción que no sabemos expresar, o cuando alguna idea que nos aterra pone repentino sitio a la mente y exige nuestra rendición. Al cabo de algún tiempo la abeja alzó el vuelo. Dorian Gray la vio introducirse en la campanilla de una enredadera. La flor pareció estremecerse y luego se balanceó suavemente hacia adelante y hacia atrás.

      De repente, el pintor apareció en la puerta del estudio y, con gestos bruscos, les indicó que entraran en la casa. Dorian Gray y lord Henry se miraron y sonrieron.

      –Estoy esperando –exclamó Hallward–. Vengan, por favor. La luz es perfecta; tráiganse los vasos.

      Se levantaron y recorrieron juntos la senda. Dos mariposas verdes y blancas se cruzaron con ellos y, en el peral que ocupaba una esquina del jardín, un mirlo empezó a cantar.

      –Se alegra de haberme conocido, señor Gray–dijo lord Henry, mirándolo.

      –Sí, ahora sí. Me pregunto si me alegraré siempre.

      –¡Siempre! Terrible palabra. Hace que me estremezca cuando la oigo. Las mujeres son tan aficionadas a usarla. Echan a perder todas las historias de amor intentando que duren para siempre. Es, además, una palabra sin sentido. La única diferencia entre un capricho y una pasión para toda la vida es que el capricho dura un poco más.

      Al entrar en el estudio, Dorian Gray puso una mano en el brazo de lord Henry.

      –En ese caso, que nuestra amistad sea un capricho –murmuró, ruborizándose ante su propia audacia; luego subió al estrado y volvió a posar.

      Lord Henry se dejó caer en un gran sillón de mimbre y lo contempló. El roce del pincel sobre el lienzo era el único ruido que turbaba la quietud, excepto cuando, de tarde en tarde, Hallward retrocedía para examinar su obra desde más lejos. En los rayos oblicuos que penetraban por la puerta abierta, el polvo danzaba, convertido en oro. El intenso perfume de las rosas parecía envolverlo todo.

      Al cabo de un cuarto de hora Hallward dejó de pintar, miró durante un buen rato a Dorian Gray, y luego durante otro buen rato al cuadro mientras mordía el extremo de uno de sus grandes pinceles y fruncía el ceño.

      –Está terminado –exclamó por fin y, agachándose, firmó con grandes trazos rojos en la esquina izquierda del lienzo.

      Lord Henry se acercó a examinar el retrato. Era, sin duda, una espléndida obra de arte, y el parecido era excelente.

      –Mi querido amigo –dijo–, te felicito de todo corazón. Es el mejor retrato de nuestra época. Señor Gray, venga a comprobarlo usted mismo.

      El muchacho se sobresaltó, como despertando de un sueño.

      –¿Realmente acabado? –murmuró, bajando del estrado.

      –Totalmente –dijo el pintor–. Y hoy has posado mejor que nunca. Te estoy muy agradecido.

      –Eso me lo debes enteramente a mí –intervino lord Henry–. ¿No es así, señor Gray?

      Dorian, sin responder, avanzó con lentitud de espaldas al cuadro y luego se volvió hacia él. Al verlo retrocedió, las mejillas encendidas de placer por un momento. Un brillo de alegría se le encendió en los ojos, como si se reconociese por vez primera. Permaneció inmóvil y maravillado, consciente apenas de que Hallward hablaba con él y sin captar el significado de sus palabras. La conciencia de su propia belleza lo asaltó como una revelación. Era la primera vez. Los cumplidos de Basil Hallward le habían parecido hasta entonces simples exageraciones agradables, producto de la amistad. Los escuchaba, se reía con ellos y los olvidaba. No influían sobre él. Luego se había presentado lord Henry Wotton con su extraño panegírico sobre la juventud, su terrible advertencia sobre su brevedad. Aquello le había conmovido y, ahora, mientras miraba fijamente la imagen de su belleza, con una claridad fulgurante captó toda la verdad. Sí, en un día no muy lejano su rostro se arrugaría y marchitaría, sus ojos perderían color y brillo, la armonía de su figura se quebraría. Desaparecería el rojo escarlata de sus labios y el oro de sus cabellos. La vida que había de formarle al alma le deformaría el cuerpo. Se convertiría en un ser horrible, odioso, grotesco. Al pensar en ello, un dolor muy agudo lo atravesó como un cuchillo, e hizo que se estremecieran todas las fibras de su ser. El azul de sus ojos se oscureció con un velo de lágrimas. Sintió que una mano de hielo se le había posado sobre el corazón.

      –¿No te gusta? –exclamó finalmente Hallward, un tanto dolido por el silencio del muchacho, sin entender su significado.

      –Claro que le gusta –dijo lord Henry–. ¿A quién podría no gustarle? Es una de las grandes obras del arte moderno. Te daré por él lo que quieras pedirme. Debe ser mío.

      –No soy yo su dueño, Harry.

      –¿Quién es el propietario?

      –Dorian, por supuesto –respondió el pintor.

      –Es muy afortunado.

      –¡Qué triste resulta! –murmuró Dorian Gray, los ojos todavía fijos en el retrato–. Me haré viejo, horrible, espantoso. Pero este cuadro siempre será joven. Nunca dejará atrás este día de junio… ¡Si fuese al revés! ¡Si yo me conservase siempre joven y el retrato envejeciera! Daría…, ¡daría cualquier cosa por eso! ¡Daría el alma!

      –No creo que te guste mucho esa solución, Basil –exclamó lord Henry, riendo–. Sería bastante inclemente con tu obra.

      –Me opondría

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