El retrato de Dorian Gray. Oscar Wilde
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Dorian Gray escuchaba, los ojos muy abiertos, asombrado. El ramillete de lilas se le cayó al suelo. Una sedosa abeja zumbó a su alrededor por un instante. Luego empezó a trepar con dificultad por los globos estrellados de cada flor. Dorian Gray la observó con el extraño interés por las cosas triviales que tratamos de fomentar cuando las más importantes nos asustan, o cuando nos embarga alguna nueva emoción que no sabemos expresar, o cuando alguna idea que nos aterra pone repentino sitio a la mente y exige nuestra rendición. Al cabo de algún tiempo la abeja alzó el vuelo. Dorian Gray la vio introducirse en la campanilla de una enredadera. La flor pareció estremecerse y luego se balanceó suavemente hacia adelante y hacia atrás.
De repente, el pintor apareció en la puerta del estudio y, con gestos bruscos, les indicó que entraran en la casa. Dorian Gray y lord Henry se miraron y sonrieron.
–Estoy esperando –exclamó Hallward–. Vengan, por favor. La luz es perfecta; tráiganse los vasos.
Se levantaron y recorrieron juntos la senda. Dos mariposas verdes y blancas se cruzaron con ellos y, en el peral que ocupaba una esquina del jardín, un mirlo empezó a cantar.
–Se alegra de haberme conocido, señor Gray–dijo lord Henry, mirándolo.
–Sí, ahora sí. Me pregunto si me alegraré siempre.
–¡Siempre! Terrible palabra. Hace que me estremezca cuando la oigo. Las mujeres son tan aficionadas a usarla. Echan a perder todas las historias de amor intentando que duren para siempre. Es, además, una palabra sin sentido. La única diferencia entre un capricho y una pasión para toda la vida es que el capricho dura un poco más.
Al entrar en el estudio, Dorian Gray puso una mano en el brazo de lord Henry.
–En ese caso, que nuestra amistad sea un capricho –murmuró, ruborizándose ante su propia audacia; luego subió al estrado y volvió a posar.
Lord Henry se dejó caer en un gran sillón de mimbre y lo contempló. El roce del pincel sobre el lienzo era el único ruido que turbaba la quietud, excepto cuando, de tarde en tarde, Hallward retrocedía para examinar su obra desde más lejos. En los rayos oblicuos que penetraban por la puerta abierta, el polvo danzaba, convertido en oro. El intenso perfume de las rosas parecía envolverlo todo.
Al cabo de un cuarto de hora Hallward dejó de pintar, miró durante un buen rato a Dorian Gray, y luego durante otro buen rato al cuadro mientras mordía el extremo de uno de sus grandes pinceles y fruncía el ceño.
–Está terminado –exclamó por fin y, agachándose, firmó con grandes trazos rojos en la esquina izquierda del lienzo.
Lord Henry se acercó a examinar el retrato. Era, sin duda, una espléndida obra de arte, y el parecido era excelente.
–Mi querido amigo –dijo–, te felicito de todo corazón. Es el mejor retrato de nuestra época. Señor Gray, venga a comprobarlo usted mismo.
El muchacho se sobresaltó, como despertando de un sueño.
–¿Realmente acabado? –murmuró, bajando del estrado.
–Totalmente –dijo el pintor–. Y hoy has posado mejor que nunca. Te estoy muy agradecido.
–Eso me lo debes enteramente a mí –intervino lord Henry–. ¿No es así, señor Gray?
Dorian, sin responder, avanzó con lentitud de espaldas al cuadro y luego se volvió hacia él. Al verlo retrocedió, las mejillas encendidas de placer por un momento. Un brillo de alegría se le encendió en los ojos, como si se reconociese por vez primera. Permaneció inmóvil y maravillado, consciente apenas de que Hallward hablaba con él y sin captar el significado de sus palabras. La conciencia de su propia belleza lo asaltó como una revelación. Era la primera vez. Los cumplidos de Basil Hallward le habían parecido hasta entonces simples exageraciones agradables, producto de la amistad. Los escuchaba, se reía con ellos y los olvidaba. No influían sobre él. Luego se había presentado lord Henry Wotton con su extraño panegírico sobre la juventud, su terrible advertencia sobre su brevedad. Aquello le había conmovido y, ahora, mientras miraba fijamente la imagen de su belleza, con una claridad fulgurante captó toda la verdad. Sí, en un día no muy lejano su rostro se arrugaría y marchitaría, sus ojos perderían color y brillo, la armonía de su figura se quebraría. Desaparecería el rojo escarlata de sus labios y el oro de sus cabellos. La vida que había de formarle al alma le deformaría el cuerpo. Se convertiría en un ser horrible, odioso, grotesco. Al pensar en ello, un dolor muy agudo lo atravesó como un cuchillo, e hizo que se estremecieran todas las fibras de su ser. El azul de sus ojos se oscureció con un velo de lágrimas. Sintió que una mano de hielo se le había posado sobre el corazón.
–¿No te gusta? –exclamó finalmente Hallward, un tanto dolido por el silencio del muchacho, sin entender su significado.
–Claro que le gusta –dijo lord Henry–. ¿A quién podría no gustarle? Es una de las grandes obras del arte moderno. Te daré por él lo que quieras pedirme. Debe ser mío.
–No soy yo su dueño, Harry.
–¿Quién es el propietario?
–Dorian, por supuesto –respondió el pintor.
–Es muy afortunado.
–¡Qué triste resulta! –murmuró Dorian Gray, los ojos todavía fijos en el retrato–. Me haré viejo, horrible, espantoso. Pero este cuadro siempre será joven. Nunca dejará atrás este día de junio… ¡Si fuese al revés! ¡Si yo me conservase siempre joven y el retrato envejeciera! Daría…, ¡daría cualquier cosa por eso! ¡Daría el alma!
–No creo que te guste mucho esa solución, Basil –exclamó lord Henry, riendo–. Sería bastante inclemente con tu obra.
–Me opondría