Jane Eyre. Charlotte Bronte
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Capítulo II
Me resistí durante todo el camino, algo inusitado por mi parte, que reforzó la mala impresión que Bessie y Abbot ya estaban predispuestas a albergar sobre mí. A decir verdad, estaba alterada, o más bien «fuera de mí», como dirían los franceses; me daba cuenta de que un solo momento de rebeldía ya me había hecho merecedora de extraños castigos, y, como cualquier esclavo rebelde, estaba dispuesta, desesperada como me sentía, a hacer lo que fuera.
—Sujétele los brazos, señorita Abbot; parece un gato salvaje.
—¡Qué vergüenza, qué vergüenza! —gritaba la doncella—. ¡Qué comportamiento más escandaloso, señorita Eyre! ¡Mira que pegar a un joven caballero, hijo de su benefactora! ¡Su amo!
—¿Amo? ¿Mi amo? ¿Es que yo soy una criada?
—No, es menos que una criada, ya que no hace nada por ganarse el pan. Venga, siéntese, y reflexione sobre su maldad.
Ya me tenían en la habitación indicada por la señora Reed, donde me habían sentado en un taburete; mi primer instinto fue levantarme como un resorte, pero dos pares de manos me detuvieron en el acto.
—Si no se está quieta, tendremos que atarla —dijo Bessie—. Señorita Abbot, présteme sus ligas. Las mías se romperían enseguida.
La señorita Abbot se volvió para quitar de su gruesa pierna la liga solicitada. Estos preparativos para atarme, con la humillación adicional que aquello suponía, calmaron un poco mi agitación.
—No te las quites —dije—. No me moveré.
Y para demostrárselo, me agarré con las manos a mi asiento.
—Más vale que así sea —dijo Bessie, y al comprobar que me tranquilizaba de veras, me soltó. Ella y la señorita Abbot se quedaron con los brazos cruzados, mirándome la cara dubitativas y con el ceño fruncido, como si no creyeran que estaba en mi sano juicio.
—Nunca antes había hecho esto —dijo Bessie al fin, volviéndose hacia la doncella.
—Pero siempre lo ha tenido dentro —fue la respuesta—. Muchas veces le he dicho a la señora mi opinión sobre la niña y ella estaba de acuerdo conmigo. Es una criatura retorcida. Nunca he conocido a una niña tan pequeña con tantas artimañas.
Bessie no contestó, pero poco después dijo, dirigiéndose a mí:
—Debería darse cuenta, señorita, de que está en deuda con la señora Reed. Ella la mantiene. Si la echara, tendría que ir al hospicio.
Yo no tenía respuesta a sus palabras, que no me cogían de nuevas, pues mis primeros recuerdos incluían indicios en este sentido. Este reproche sobre mi dependencia se había convertido en una especie de sonsonete en mis oídos, doloroso y opresivo, y solo comprensible a medias. La señorita Abbot siguió:
—Y no debe considerarse igual que las señoritas Reed o el señorito, solo porque la señora, en su bondad, le permite educarse con ellos. Ellos tendrán una gran cantidad de dinero y usted no tendrá nada; a usted le corresponde mostrarse humilde e intentar agradarles.
—Lo que le decimos es por su bien —añadió Bessie, en un tono algo más suave—; debe intentar hacerse útil y agradable, y entonces quizás tenga siempre un hogar aquí. Pero si se vuelve apasionada y grosera, la señora la echará, estoy segura.
—Además —dijo la señorita Abbot—, Dios la castigará. Podría hacer que muriera en mitad de una de sus pataletas, y ¿adónde iría entonces? Vamos, Bessie, dejémosla. Por nada del mundo tendría yo un corazón tan duro como el suyo. Rece sus oraciones, señorita Eyre, cuando se quede sola; porque si no se arrepiente, algo malo podría bajar por la chimenea para llevársela.
Se marcharon, echando la llave al salir por la puerta.
El cuarto rojo era una habitación de huéspedes rara vez usada, o, mejor dicho, nunca, a no ser que la afluencia ocasional de visitantes a Gateshead Hall obligara a utilizar todos los aposentos disponibles. Sin embargo, era una de las habitaciones más grandes y majestuosas de la mansión. En el centro, como un tabernáculo, se erguía una cama con enormes columnas de caoba, rodeada de cortinas de damasco de un rojo oscuro. Las dos grandes ventanas, de persianas siempre bajadas, estaban medio veladas por pliegues y guirnaldas de la misma tapicería. La alfombra era roja; una tela carmesí vestía la mesa que estaba al pie de la cama; las paredes eran de un tenue color beige con un tinte rosado; el armario, el tocador y las sillas eran de caoba antigua con una pátina oscura. En medio de estas sombras profundas se alzaban, altos y de un blanco deslumbrante, los colchones y las almohadas de la cama, cubiertos con una nívea colcha de Marsella. Casi igualmente imponente, cerca de la cabecera de la cama, había una butaca, también blanca, de grandes cojines, con un escabel delante, que a mí me recordaba un trono mortecino.
Esta habitación era fría, ya que pocas veces se encendía la chimenea; era silenciosa, por hallarse alejada del cuarto de los niños y de la cocina; solemne, porque rara vez entraba nadie. Solo la criada entraba los sábados para quitar del espejo y de los muebles el polvo acumulado a lo largo de la semana, y la misma señora Reed la visitaba, muy de tarde en tarde, para revisar el contenido de un cajón oculto en el armario, donde se guardaban diversos pergaminos, su joyero y una miniatura de su difunto marido, y en estas últimas palabras yace el secreto del cuarto rojo: el maleficio que lo hacía tan solitario a pesar de su esplendor.
El señor Reed había muerto nueve años antes. Fue en este cuarto donde echó su último aliento; aquí estuvo de cuerpo presente; de aquí sacaron los hombres de la funeraria su ataúd; y, desde aquel día, una sensación de melancólica consagración había evitado que se frecuentase.
Mi asiento, en el que Bessie y la amargada señorita Abbot me habían dejado cautiva, era una otomana baja, junto a la chimenea de mármol. La cama se alzaba ante mí; a mi derecha se encontraba el armario alto y oscuro, con reflejos apagados de diferente intensidad realzando el lustre de sus paneles; a mi izquierda estaban las ventanas con cortinas; entre ellas, un gran espejo reflejaba la majestuosidad vacía de la habitación. No estaba del todo segura de que hubieran cerrado con llave, por lo que, cuando me atreví a moverme, me levanté para comprobarlo.
Desgraciadamente, sí: nunca hubo cárcel más segura. Al volver, tuve que pasar por delante del espejo, y mis ojos, fascinados, exploraron involuntariamente las profundidades allí reveladas. Todo parecía más frío y más oscuro en aquel hueco quimérico que en la realidad. La extraña figura que me contemplaba, con el rostro y los brazos pálidos matizando la oscuridad, y los ojos relucientes de miedo moviéndose entre tanta quietud, realmente tenía el aspecto de un espíritu. Me recordaba uno de esos diminutos fantasmas, mitad hada, mitad duende, que en los cuentos nocturnos de Bessie salían de las cañadas cubiertas de helechos de los páramos, apareciéndose ante los ojos de los viajeros tardíos. Volví a mi taburete.
En ese momento me embargaba la superstición, aunque todavía no le había llegado la hora de su victoria final. Todavía tenía la sangre caliente, todavía el ímpetu de esclava rebelde me llenaba de amargo vigor, todavía tenía que contener el embate de pensamientos retrospectivos antes de amedrentarme ante el presente desolador.
Toda la tiranía violenta de John Reed, toda la altiva indiferencia de sus hermanas, toda la aversión de su madre, toda la parcialidad de las criadas vinieron a mi mente turbada como el sedimento oscuro de un pozo turbio. ¿Por qué siempre sufría, siempre era intimidada, acusada y condenada? ¿Por qué no podía agradar?