E-Pack Bianca y Deseo octubre 2020. Varias Autoras
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No, la reacción que le preocupaba a Min no era la de su padre, sino de Dante. Y cruzó los dedos para que el viejo amigo de su familia estuviera en Fráncfort, Milán o su despacho de Nueva York; en cualquier sitio menos en la casa de los King.
Pero no tuvo tanta suerte. Cuando la limusina llegó finalmente a su destino, las esperanzas de Minerva saltaron por los aires.
Dante estaba allí.
Tan alto, imponente y devastadoramente atractivo como de costumbre. Tan fuerte y seguro como la noche en que la sacó a bailar después de que su amigo Bradley le confesara que solo había salido con ella para poder entrar en la mansión de los King y contárselo después a sus amigos del instituto.
Había sido una de las experiencias más humillantes de Min. Y también la mejor de todas, porque la traición de Bradley la puso en brazos de Dante Fiori, un hombre que le habría gustado a cualquier mujer.
Desde entonces, se sentía tan atraída por él como si fuera un imán. Cada vez que lo veía, se estremecía por dentro. Y, por mucho que le disgustara, no lograba resistirse al deseo.
–Parece enfadado –dijo Violet en voz baja.
–Bueno, ya se le pasará.
Minerva alzó la barbilla en gesto orgulloso y miró al supuesto padre de su supuesta hija. Estaba en la entrada de la mansión, en compañía de Robert y Maximus, que parecían tan disgustados como él.
Sin esperar ni un momento, Dante caminó hacia la limusina, abrió la portezuela y clavó en ella sus insondables ojos negros.
Min tuvo la sensación de que podía ver hasta los rincones más oscuros de su alma, y recordó las cosas que le habían contado de él: que Robert King lo había conocido en Roma cuando Dante era un adolescente y que Dante le había intentado atracar; que Robert le había dado su reloj y que, creyendo ver algo en el chico, le dio también su tarjeta y le dijo que, si quería cambiar de vida, lo llamara.
Y sorprendentemente, Dante lo llamó.
Min conocía muchas historias sobre el hombre que la estaba mirando; casi todas, terribles. Pero nunca se las había creído, porque su padre tendía a adornar sus narraciones y porque algunos detalles no encajaban del todo. De hecho, habría apostado cualquier cosa a que la verdad sobre Dante era mucho menos dramática.
–Tenemos que hablar, ¿no crees? –dijo él.
Dante la tomó de la mano y la ayudó a salir del vehículo. Para entonces, Maximus y Robert ya estaban a su lado.
–Y cuando termines de hablar con él, hablarás conmigo –intervino Maximus.
–Acompáñame. Así te librarás del pelotón de fusilamiento –añadió Dante, irónico.
Min miró la mano que aún se cerraba sobre sus dedos y se acordó de un día lejano, cuando tenía doce años de edad. Se acababa de caer de un árbol y, al verla en tales circunstancias, Dante se acercó a ella y la tomó en brazos. Su contacto le gustó tanto que se estremeció; pero le dio miedo, y se apartó al instante.
–Eres un peligro para la humanidad –continuó él.
–Sí, bueno… Tengo que sacar a Isabella del coche.
–Adelante.
Ella se inclinó sobre la limusina, desabrochó el cinturón de seguridad de la sillita del bebé y lo alcanzó. A esas alturas, ya no importaba que Isabella fuera hija de la difunta Katie. Min la quería como si fuera suya, y estaba verdaderamente asustada con la posibilidad de que Carlo la encontrara; pero, aunque nunca se había considerado valiente, haría lo que fuera necesario por salvarla.
Dante la llevó al despacho de Robert y, una vez allí, cerró la puerta y dijo:
–Explícate. Sabes tan bien como yo que esa niña no es mía.
–¿Se lo has dicho a mi familia? –preguntó, acunando al bebé.
–No, no he dicho nada. Tendrás que decírselo tú porque, si se lo digo yo, no me creerán –respondió–. En la hora que has tardado en volver a casa, he tenido que dar cien razones a tu hermano para que no me asesinara. ¿Y sabes cuál era la más importante? Que si soy su padre, me necesitarás.
–Y es verdad. Te necesito.
Dante arqueó una ceja, pero no dijo nada.
–Lo siento. Tuve pánico –añadió ella.
–¿Pánico? ¿De qué? –se interesó–. ¿Qué ocurre?
–Fuiste el único hombre que me vino a la cabeza, el único que tenía el poder suficiente. Y tenía que protegerme, Dante. ¡Tenía que proteger a Isabella! Y, como siempre has sido amigo de la familia, pensé que todos creerían que tú y yo… en fin, que…
–Sí, ya, no hace falta que termines la frase. Pero pensaste mal. La idea de que yo pueda acostarme contigo es sencillamente ridícula.
Minerva no se había sentido tan pequeña y despreciable en toda su vida. Dante tenía razón. La idea de que un hombre como él la quisiera en su cama era absurda. Pero Robert y Maximus se lo habían creído y, si ellos lo creían, también podía engañar a los demás.
–Oh, vamos, los hombres tienden a mantener relaciones que, en principio, no tienen ni pies ni cabeza –declaró ella, intentando mantener su orgullo a salvo–. Son cosas de sus fantasías sexuales ocultas.
–¿Ah, sí? Pues las mías están tan a la vista de todos que las publican en los periódicos de medio mundo. Y tú no encajas en ellas.
Min se volvió a sentir insultada, aunque el comentario no le sorprendió en absoluto. A Dante le daba igual que las mujeres fueran rubias, morenas o pelirrojas; solo quería que fueran esbeltas y refinadas, es decir, como Violet.
–Me alegro de saberlo –replicó.
–¿Por qué lo has hecho, Minerva?
–Lo siento, no quería causarte problemas –se volvió a disculpar–. Alguien nos ha amenazado a Isabella y a mí, y tenía que inventarme una historia para protegernos… una paternidad alternativa, por así decirlo.
–¿Una paternidad alternativa?
Min tragó saliva.
–Sí, es que el padre de Isabella es el hombre que nos ha amenazado.
Dante la miró con escepticismo.
–Ah, pero ¿sabes quién es? Pensé que no lo sabías.
Minerva no supo si sentirse sorprendida, ofendida o encantada con su intento de zaherirla, porque implicaba que la creía capaz de mantener relaciones amorosas secretas; pero, a decir verdad, solo la habían besado una vez, estando en Roma en compañía de Katie.
Una