¿El hombre apropiado? - Sorprendida con el jefe. Natalie Anderson

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¿El hombre apropiado? - Sorprendida con el jefe - Natalie Anderson Ómnibus Deseo

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prometido de Aurelie era un hombre decente. Victoria no sabía nada de él.

      –Estoy segura de que no me fallarás –dijo Aurelie, sonriendo, aunque Victoria interpretó la sonrisa como «te mataré si cometes un error».

      –Puedo hacer las tarjetas aquí, si quieres, pero para organizar las mesas tengo que ir casa. Traeré la nueva planificación en cuanto la acabe.

      –¿Y cuándo será eso? –preguntó Aurelie con una tensa sonrisa.

      Victoria titubeó. Quería agradarla, pero no tenía que evitar hacer promesas que no pudiera cumplir.

      –A tiempo para la boda –dijo, obligándose a que su sonrisa no vacilara aun cuando Aurelie la miró durante un minuto que se le hizo eterno.

      –Gracias –dijo esta finalmente.

      ¡Fantástico! Victoria sacó la pluma y la tinta del bolso. Podía satisfacer a Aurelie haciendo las cinco tarjetas. Luego descansaría en el tren y estudiaría la nueva distribución, y de camino a su casa, se abastecería de suplementos para mantenerse despierta.

      –¿Te gustan las velas? –preguntó Aurelie súbitamente.

      Victoria se volvió. Aurelie había abierto una gran caja que había junto al escritorio y sacó una preciosa vela blanca.

      –Tiene perfume a tabla de surf –dijo Aurelie, riendo–. Mi olor favorito.

      Victoria sonrió ante aquella pequeña excentricidad. ¿Casarse en un castillo francés bajo la luz de las velas, con encaje y seda por todas partes? ¿Tener fuegos artificiales y una orquesta? Aurelie no escatimaba detalles. Y a Victoria le parecía genial.

      –Son preciosas, como la casa. Va a ser una boda maravillosa –dijo con sinceridad.

      –¡Va a ser parfait! –dijo Aurelie, guardando la vela.

      Victoria tomó aire y, cruzando los dedos, preguntó:

      –El menú no ha sufrido cambios, ¿verdad?

      –No –Aurelie rio–. Pero ya veo por qué te recomendaron. Se ve que no te amilanas y que dices que sí a todo.

      Victoria sonrió a pesar de sentirse irritada. Aurelie había descubierto su punto débil. Toda su vida había dicho sí: a sus padres, a Oliver, a toda la gente a la que había querido agradar incluso contra sus propios intereses. Entonces se dio cuenta de lo que Aurelie había dicho.

      –¿Me recomendaron? –¿quién podía haberlo hecho? Solo llevaba en París siete meses. Hacía apenas unas semanas había relanzado su propia línea de papelería personalizada y arte caligráfico. ¿Habría sido algún cliente del pasado, cuando su negocio prosperaba en Londres?

      Pero en lugar de contestar, Aurelie se acercó a la ventana. Victoria también había oído crujir la gravilla. Había llegado un coche.

      –Oh, no –exclamó Aurelie–. Está aquí. No puede ver nada de esto. Si entra, escóndelo todo –dijo, y con la agilidad propia de una atleta, salió corriendo.

      Victoria se quedó sola. Asumió que se trataba del novio y, sin poder contener la curiosidad, se acercó a la ventana.

      El coche aparcado ante la puerta estaba vacío. Un asistente uniformado se acercó a él para aparcarlo en algún lugar donde no estropeara la idílica imagen del castillo. Aunque comparado con otros no fuera especialmente ostentoso, era el edificio más grandioso que Victoria había visto en su vida. Estaba rodeado de jardines formales, con largas avenidas, románticos rincones y numerosa fuentes. Era una preciosidad.

      Volvió a la mesa y, tras guardar las tarjetas terminadas, sacó algunas en blanco. Luego preparó la pluma y la tinta y practicó sobre una para calentarse los dedos y asegurarse de que la tinta corría con fluidez.

      –Aurelie, ¿estás ahí?

      Victoria se quedó paralizada. Hizo una mancha de tinta, pero no le importó, porque le inquietó mucho más aquella cálida y relajada voz que conocía bien.

      Miró hacia la puerta, conteniendo el aliento, a la vez que él entraba Liam.

      ¿Liam? ¿El espectacular e inaccesible Liam?

      Él hizo una leve pausa en la puerta antes de dirigirse hacia ella. A Victoria no le pasó desapercibido su magnífico y atlético cuerpo. Liam Wilson era peligrosamente competitivo, le gustaba ganar a costa de lo que fuera.

      Y claramente había ganado a la mejor: Aurelie.

      Sus ojos marrones se clavaban en ella. Llevaba el cabello, marrón oscuro, más corto que la última vez que se habían visto. Apenas sí fue consciente de que iba con vaqueros y una camiseta blanca, porque la intensidad de su mirada la mantuvo hipnotizada.

      Liam Wilson. Victoria no daba crédito. Perpleja, bajó la mirada para serenarse. ¿Cómo era posible que estuviera aún más guapo? ¿Cómo era posible que le bastara mirarlo para desearlo?

      –Victoria.

      Esta fijó la mirada en la mancha de tinta, aunque fue consciente de que Liam se detenía a unos centímetros de su silla.

      Liam carraspeó.

      –Ha pasado mucho tiempo.

      Victoria intuyó la sonrisa que siempre se percibía en su voz; aquella seguridad en sí mismo que le resultaba tan atractiva. Una confianza de la que ella carecía y que envidiaba.

      Centrado, ambicioso, fascinante. Liam era distinto a todos los hombres que había conocido. Alto, fuerte y decidido, hacía lo que fuera necesario para conseguir lo que quería, destruía cualquier oposición. A Oliver. A ella.

      Alzó la mirada. El peligro que en el pasado había atisbado en su mirada se había convertido en letal. Su expresión, a pesar de la sonrisa, se había endurecido.

      Victoria no supo qué hacer para conseguir que el cerebro volviera a funcionarle.

      –¿Qué tal te ha ido? –preguntó él.

      Debía estar bromeando. Habían pasado cinco años desde que se habían visto la última vez, cinco años desde que había interrumpido la declaración de Oliver y, a cinco días de su boda, la saludaba como si fuera una compañera de colegio.

      Victoria desvió la mirada hacia las tarjetas en blanco, contenta de haber guardado las que Aurelie no quería que él viera.

      Aurelie Broussard iba a casarse con Liam Wilson. Liam era el padre del hijo de Aurelie.

      ¿Por qué le costaba tanto asimilarlo? Ella había tenido la oportunidad en una ocasión de darle el sí. No a casarse, pero el sí a algo. Sin embargo, se lo había dado a otra persona y la vida los había llevado por distintos caminos.

      Victoria se irguió, luchando contra el torbellino de recuerdos y emociones que sentía. Ella era feliz, y así debía comportarse.

      –Muy bien, gracias –dijo, sonando lo más natural posible.–. ¿Qué tal estás tú?

      –Asombrado de verte.

      Liam

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