E-Pack Jazmín B&B 1. Varias Autoras

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No se lo puedes contar a nadie.

      –No lo haré, pero ¿crees que es sensato volver a mezclarte con esa familia?

      –Es mi trabajo, papá –respondió ella.

      –Eres una Valero –le advirtió su padre.

      –¿Y?

      –No me gusta tu tono, Yelena. Y ese hombre ha estado acusado de asesinato.

      –Fue absuelto, papá.

      –De todos modos, no es el tipo de persona, ni de familia, con la que quiero que trates.

      –Es mi jefe quien escoge mis clientes, no yo –replicó ella.

      –¿Y cuando seas socia? ¿Podrás decidir entonces? –quiso saber su padre.

      Ella levantó la vista y vio a Chelsea en la puerta, sonriendo, con una bandeja en las manos.

      –¿Te importa si hablamos luego? Tengo que irme.

      –Yelena…

      –Papá, estoy trabajando.

      Él suspiró.

      –Hablaremos cuando vuelvas a casa –le dijo, y colgó.

      Yelena dejó el teléfono encima del escritorio.

      –¿Quieres desayunar? –le preguntó Chelsea–. Me han dicho que no has llamado al servicio de habitaciones. Te he traído tostadas, café y fruta. Si no te gusta, Franco puede prepararte algo más elaborado…

      –Me gusta la comida sencilla –dijo Yelena sonriendo–. Gracias.

      Las dos comieron juntas, en silencio. Después de la segunda tostada, Yelena dejó la taza de café en la mesa y le dijo a la chica:

      –Chelsea, ¿podemos hablar de lo que me dijiste la otra noche? ¿Acerca de tu padre?

      –¿Qué pasa con mi padre?

      Yelena se calentó las manos con la taza de café y se echó hacia delante sonriendo.

      –Gabriela me contó que erais amigas. ¿Sabes una cosa? Creo que le gustabas más tú que Alex.

      Chelsea se echó a reír, pero luego se puso muy seria de repente:

      –¿Por qué has dicho que le gustaba?

      Yelena la miró a los ojos.

      –Voy a contarte algo que no debería saber nadie, pero pienso que debes saberlo. No sé cómo decirlo… Gabriela… bueno, murió.

      Chelsea dio un grito ahogado y Yelena le agarró la mano.

      –¿Cómo? ¿Cuándo? –consiguió preguntar por fin.

      –En marzo. Estábamos en Alemania. La llevaron al hospital, pero había perdido mucha sangre y no pudieron hacer nada por ella…

      –¿Fue un accidente? ¿De coche?

      Yelena solo pudo asentir al ver las lágrimas en los ojos de la hermana de Alex. «Perdóname por la mentira piadosa, pero es necesaria», pensó.

      Chelsea se puso a llorar y la abrazó. Yelena contuvo las lágrimas y cuando la chica se apartó de ella, le ofreció un pañuelo.

      –Siento no habértelo contado antes –le dijo.

      –No pasa nada –respondió Chelsea, limpiándose las mejillas–. La echo de menos.

      –Yo también.

      –Ella… era la única a la que podía contarle las cosas.

      –¿Qué tipo de cosas? –le preguntó Yelena.

      –Cosas –repitió la chica, encogiéndose de hombros–. Como lo que quería hacer con mi vida. Los lugares a los que quería ir. Ella había viajado mucho.

      Yelena sonrió.

      –Sí, le encantaba viajar.

      –Era genial –dijo Chelsea sonriendo–, y siempre tenía tiempo para mí. Como tú.

      A Yelena le gustó oír aquello.

      –Gracias.

      Entonces, Chelsea se puso tensa y levantó la vista, Yelena siguió su mirada y un segundo más tarde, vio entrar a Alex por la puerta.

      –Son las nueve y media –dijo este.

      –Sí –respondió Yelena, terminándose el café y dejando la taza en la bandeja–. ¿Querías algo?

      Alex miró a Chelsea.

      –¿No tienes clase?

      –Todavía no –respondió su hermana.

      –¿Por qué no vas a ver si mamá quiere desayunar?

      –Creo que ya…

      –Chelsea. Márchate.

      –Vale –respondió ella, tomando su bolso y fulminándolo con la mirada.

      Luego sonrió a Yelena y salió de la habitación.

      Yelena hizo una mueca, y Alex entró del todo y cerró la puerta tras él.

      –¿Cómo está tu…? –hizo una pausa y añadió–: ¿Bella?

      –Está bien.

      –¿Necesita algo?

      Yelena sonrió.

      –Aparte de comer, dormir y que le cambien el pañal, no. Solo tiene cinco meses.

      –Vale.

      Yelena inclinó la cabeza hacia un lado.

      –¿Cuántos años tenías cuando nació Chelsea, quince?

      Él asintió.

      –Pero casi no la veía. Estaba siempre con niñeras.

      –Pues a tu madre no parece importarle mancharse las manos –comentó ella.

      –Fue idea de mi padre.

      –Ah.

      Aquel era otro comentario desfavorable más dirigido a William Rush. Ella no se imaginaba estar separada de su hija y no darle la comida, el baño y disfrutar de ella.

      Alex debió de imaginar lo que estaba pensando, porque arqueó una ceja.

      –Cuéntame lo que estás pensando –le dijo.

      –Es solo que… –tomó los papeles que

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