E-Pack Jazmín B&B 1. Varias Autoras

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te la imaginas cuidando de un bebé? No, Bella se viene conmigo.

      –Guau –exclamó Melanie, cruzándose de brazos–. No sabía que B&H tuviese servicio de guardería. Creo que me he equivocado de profesión.

      –No lo tiene, pero sí el complejo turístico al que vamos. Y B&H correrá con todos los gastos –comentó ella sonriendo–. Y no me digas que preferirías tener un trabajo frívolo e impersonal, como el mío, en vez de tu desagradecido y mal pagado empleo de profesora.

      Melanie sonrió con la broma de su amiga.

      –No. Y, además, Matt me puede mantener. Es jefe de oncología.

      –Yo espero que, después de este cliente, me asciendan por fin.

      –Ya va siendo hora. Trabajas el doble que los demás. Pero echaré de menos a Bella… es un encanto –Melanie acarició la cabeza de la niña y luego le guiñó el ojo a su madre–. Aunque se parezca a su madre.

      Yelena respondió con una sonrisa.

      –¿Podrías hacerme el favor de ir preparando algunas cosas mientras yo termino aquí?

      Mientras Melanie buscaba ropa y todo lo necesario para la comida de Bella, Yelena le sacó los gases. Allí sentada, con su hija en brazos, era muy fácil olvidarse del mundo exterior. Bella era todo su mundo. Y ella le había hecho una promesa nada más verla.

      «Te protegeré de todo peligro. Y siempre estaré a tu lado cuando me necesites».

      Y lo había hecho bien hasta que Alex Rush había vuelto a su vida y le había pedido que le dedicase toda su atención.

      Bella estornudó y ella se la quitó del hombro para mirarle la cara. Sus ojos marrones la miraron y Yelena la estudió y se le hizo un nudo en el estómago.

      Alex era un hombre inteligente: en cuanto viese a Bella, ataría cabos. No habría marcha atrás. No obstante, no podía dejar a la niña en casa. Lo tenía muy claro después de cómo había sido su propia niñez.

      –Si Alex Rush quiere tenerme, tendrá que aceptar el paquete completo, cariño.

      Lo importante era que ella hiciese bien su trabajo. Alex solo quería calmar a la opinión pública. Ella no le importaba lo suficiente como para odiarla y su relación, solo profesional, duraría lo que durase la campaña.

      Alex se instaló en el cómodo Cessna e intentó centrarse en el trabajo que tenía delante, pero no pudo.

      El resentimiento que tenía contra el hermano de Yelena había ido aumentando desde el juicio por la muerte accidental de su padre. Alex se había marchado de su santuario en Diamond Bay en junio, para volver a Canberra, donde había descubierto el terrible efecto que había tenido la muerte de William Rush. Las especulaciones, los interrogatorios de la policía y el escrutinio de la prensa no tenían comparación con lo que le había hecho Carlos.

      Maldijo entre dientes. Había conocido a Carlos en la universidad y ambos se habían movido en los mismos círculos sociales. Cuando este le había propuesto que hiciesen negocios juntos, a él le había gustado la idea de salir de la sombra del hijo predilecto de Australia, William Rush.

      Dos años después, Carlos y él se habían hecho socios y habían creado una red de agencias de viajes con el nombre de Sprint Travel.

      Alex no estaba tan ciego como para ignorar que el visto bueno de Yelena había pesado mucho a la hora de tomar la decisión. Todavía podía oírla apoyando y alabando a su hermano.

      Era una mujer capaz de tentar al mismo Dios… aunque fuese hermana del diablo.

      Alex se pasó una mano por la barbilla.

      «Fuiste un idiota. Un tonto, un imbécil, pensaste con la libido, no con la cabeza».

      Toda su vida, había tenido la desconcertante habilidad de saber cuándo alguien no le decía la verdad. Su padre lo había apodado con orgullo: Alex, el Detector de Porquería. Pero a Carlos no lo había visto venir… o no había querido verlo porque, siendo el hermano de Gabriela y Yelena Valero, no era posible que fuese un mentiroso y un traidor.

      Alex resopló. Se había equivocado de cabo a rabo. Una semana después de que lo hubiesen declarado inocente de la muerte de su padre, Carlos le había mandado los documentos de ruptura del contrato. Él los había leído sorprendido. Si el juez le daba la razón a Carlos y su asociación se disolvía, Carlos se quedaría con todas sus acciones. Aquello era técnicamente legal, pero ¿y moral?

      Antes de que le hubiese dado tiempo a recuperarse de aquel golpe, le habían dado el siguiente. El Canberra Times había publicado un artículo acerca de las creativas prácticas contables de Carlos.

      Y entonces había sido cuando las cosas se habían puesto feas de verdad.

      La traición le había dolido a Alex mucho más que cualquier pérdida económica. Furioso, había intentado averiguar la verdad. Y cuanto más amargos eran los artículos que escribían acerca de su familia, más sed de venganza tenía él. Había utilizado todos sus contactos, todos los favores que le debían, para intentar averiguar la verdad, pero, hasta el momento, Carlos había sido listo y no había dejado pistas.

      Y, de repente, había conseguido dar dos grandes pasos. La semana anterior había contactado con tres víctimas potenciales de Carlos, que le habían dado con la puerta en las narices. Y, lo que era todavía más importante, Alex había descubierto que era Carlos el que, desde el mes de marzo, estaba filtrando a la prensa los rumores de que su difunto padre le había sido infiel a su madre.

      Yelena era la única que podía haber oído la vergonzosa discusión que Alex había tenido con su padre. Y la única que podía habérselo contado todo a Carlos.

      Aquello ya no era un asunto de negocios. Era personal.

      Los maldijo a ambos. La maldijo a ella.

      Apretó el puño hasta que rompió el bolígrafo que tenía en la mano, entonces, la abrió.

      Pronto estarían de camino a Diamond Bay, donde tendría a Yelena para él solo. Alex se aseguraría de que Carlos se enterase de que Yelena se acostaba con él y, luego, iría con las pruebas de sus fechorías a la justicia. Solo se conformaría humillándolo por completo.

      «¿No te conformas con una de mis hermanas? Mantente alejado de Yelena o te mataré». Alex sonrió mientras recordaba la amenaza que Carlos le había hecho por teléfono y que él seguía teniendo grabada.

      Cuando uno estaba enfadado, cometía errores, y Alex estaba esperando a que Carlos los cometiese.

      Se miró su brillante Tag Heuer. ¿Y si Yelena no se presentaba? No. Conocía a Yelena y sabía que aquella campaña era importante para su carrera profesional.

      No obstante, se sintió aliviado al oír por fin su voz.

      Giró la cabeza y frunció el ceño al ver que llevaba una especie de fardo entre los brazos.

      –¿Qué es eso? –le preguntó.

      –Mi hija.

      Ajena al silencio de Alex y a su expresión de sorpresa, Yelena sonrió a la azafata, que desplegó

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