Rivales enamorados. Valerie Parv
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La seguía molestando que Michel hubiera confiado en un extranjero para desarrollar el proyecto y no en su propia hermana. Ella sabía tanto sobre caballos como cualquier hombre. Pero era una princesa y las princesas no dirigían ranchos, Adrienne recordó las palabras de su hermano.
Michel no había dicho eso exactamente, le había dado más bien razonamientos como «es inapropiado para una persona de tu posición, te quitaría mucho tiempo y tienes obligaciones oficiales…», pero el resultado era el mismo. Hugh Jordan iba a crear el rancho de sus sueños.
Al parecer, Michel le había hablado sobre su interés por los caballos, particularmente la raza autóctona de Nuee y Hugh Jordan se había mostrado interesado en conocerla. Adrienne no tenía intención de compartir sus conocimientos con un extranjero para que después él se aprovechara de ellos, pero Hugh Jordan había conseguido colarse en la gala benéfica y forzosamente tendría que conocerlo.
–Seguro que fuma puros y es gordísimo –rio Cindy. Adrienne soltó una carcajada–. Y por muy feo que sea, seguro que tú consigues que haga otra enorme donación para tus niños.
–Lo considero una obligación –sonrió la princesa.
Cindy le habló del resto de los detalles con su habitual eficiencia.
–Eso es todo –dijo, cerrando la carpeta. Adrienne se levantó del sillón, pero de repente le fallaron las piernas–. ¿Estás bien? No deberías haber salido esta tarde.
Aunque era su cómplice, Cindy no aprobaba sus salidas de incógnito y Adrienne lo sabía.
–Estoy bien. Pero necesito comer algo.
–Haré que te suban una bandeja inmediatamente.
Un criado subió poco después, pero Adrienne apenas probó bocado. Media hora más tarde, entraba en el gran salón de palacio.
Los invitados se colocaron en fila para saludarla y Cindy se puso detrás de la princesa por si necesitaba que le recordara algún nombre. Aunque no solía ser necesario; Adrienne tenía muy buena memoria y recordaba todas las caras.
Sin embargo, cuando un hombre se acercó para estrechar su mano, se quedó helada.
–Hugh Jordan, de San Francisco –murmuró Cindy.
–Alteza, qué sorpresa –dijo él, irónico. A juzgar por el brillo de sus ojos azules, la sorpresa no era más agradable para él que para ella. En lugar del hombre de negocios gordo e insufrible que Adrienne había imaginado, Hugh Jordan era alto, fuerte y muy guapo. Y el hombre que la había rescatado en la feria. Al igual que los otros invitados, tomó su mano para saludarla, pero no la soltó inmediatamente, como requería el protocolo–. El mundo es un pañuelo, ¿verdad?
Los años de entrenamiento consiguieron que Adrienne no perdiera la sonrisa, aunque por dentro estaba muy nerviosa.
–Es un placer conocerlo, señor Jordan.
Su corazón latía a toda velocidad, pero ni siquiera permitió que un pestañeo demasiado rápido la delatara.
Por un segundo, una sombra de duda cruzó las facciones de Hugh Jordan y Adrienne se dio cuenta de que estaba intentando decidir si la mujer que había conocido por la tarde era la misma que tenía frente a él. Con aquel vestido de noche y una fortuna en joyas adornando su cuello y su cabeza, sabía que tenía un aspecto muy diferente. ¿Podría convencerlo de que se trataba de un error?
–El placer es mío, Alteza. Espero que más tarde podamos hablar sobre… intereses comunes.
Antes de que Adrienne pudiera replicar, él soltó su mano y se alejó, obligándola a saludar al siguiente invitado. ¿Qué habría querido decir con eso? Hugh Jordan había ido a Nuee para negociar la creación de un rancho, el rancho que ella misma había soñado construir. Si el estadounidense pensaba que podría aprovecharse de aquel encuentro para conseguir su apoyo, estaba muy equivocado.
No podía creer que aquel hombre quisiera aprovecharse de ella. Pero, en realidad, no lo conocía.
Hugh Jordan había descubierto un secreto que solo Cindy sabía. ¿Cómo usaría esa información? La pregunta estuvo dando vueltas en su cabeza durante toda la ceremonia de saludos y después, cuando brindó con los invitados para agradecerles sus aportaciones económicas.
–¿Te encuentras bien? –le preguntó Cindy en voz baja.
–Sí. ¿Por qué?
–Porque esa es la segunda copa de champán y no sueles beber durante las recepciones.
Adrienne miró la copa vacía que tenía en la mano. Ni siquiera se había dado cuenta, pero Cindy tenía razón. Durante aquellas cenas, ella solía beber agua para mantener las ideas claras.
–Gracias, Cindy. Estoy un poco distraída.
–Me ha parecido que te quedabas sorprendida al ver a Hugh Jordan. ¿Lo conocías?
–No.
–Como ha hecho la contribución más elevada, se sentará a tu lado en la mesa.
Adrienne miró al hombre que capturaba su atención incluso a muchos metros de distancia. De nuevo, el corazón empezó a golpear con fuerza su pecho. Incluso con esmoquin, parecía el protagonista de una película del oeste. Era más alto que el resto de los hombres y no podía pasar desapercibido… sobre todo, porque estaba mirándola desde el otro lado del salón con aquellos ojos suyos.
En ese momento, él se abrió paso entre los invitados.
–¿No podemos cambiar la distribución? –preguntó Adrienne.
Su secretaria miró el reloj, angustiada.
–Tenemos que sentarnos dentro de tres minutos. Tendría que pedirle al maître que retrasara un poco el servicio…
–No te molestes, da igual –la interrumpió Adrienne. Hugh Jordan acababa de llegar a su lado y le ofreció su mejor sonrisa–. Señor Jordan, me han dicho que va a sentarse a mi lado durante la cena.
Él le ofreció el brazo y Adrienne lo tomó, sin dejar de sonreír.
–Llámeme Hugh, pero yo no sé cómo llamarla.
–Mi nombre es Adrienne de Marigny, como usted sabe. Y la gente me llama Alteza –replicó ella entonces. Si apartaba su mano del brazo de aquel hombre, su jefe de protocolo sufriría un ataque, pero lo único que deseaba era salir corriendo.
La mesa era suficientemente grande como para que un avión aterrizara en ella, pero con Hugh a su lado, Adrienne sentía que le faltaba espacio.
–¿Qué lo ha traído a Nuee, Hugh? –preguntó la princesa cuando sirvieron el primer plato.
–Voy a construir un rancho en su país. Será una versión de mi propio rancho en Estados Unidos.
Como gobernador de las islas de los Ángeles y Nuee, el príncipe Michel, debía dar su consentimiento antes de que un extranjero pudiera hacer una inversión de tal calibre y quizá Adrienne tuviera tiempo para convencer a su hermano de que no lo hiciera.
–¿Y