Obras Completas de Platón. Plato

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Obras Completas de Platón - Plato

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todos los seres presentes y futuros, capaces de participar de ellos. ¿No es esto, Filebo, lo que uno y otro sostenemos?

      FILEBO. —Eso es, Sócrates.

      SÓCRATES. —Y bien, Protarco, ¿te encargas de este juicio que se pone en tus manos?

      PROTARCO. —Necesariamente me he de encargar, puesto que el buen Filebo se ha acobardado.

      SÓCRATES. —Es de absoluta necesidad que indaguemos lo que hay de cierto en esta materia.

      PROTARCO. —Sí, es preciso sin duda.

      SÓCRATES. —Pasemos adelante. Además de lo que se acaba de decir, convengamos en lo siguiente.

      PROTARCO. —¿Y qué es?

      SÓCRATES. —Que uno y otro nos propongamos explicar cuál es la manera de ser y la disposición del alma capaz de procurar a todos los hombres una vida dichosa. ¿No es éste nuestro objeto?

      PROTARCO. —Sí.

      SÓCRATES. —¿No decís Filebo y tú, que esta manera de ser consiste en el placer, y yo que consiste en la sabiduría?

      PROTARCO. —Es cierto.

      SÓCRATES. —¿Y qué resultaría, si descubriéramos algún otro medio preferible a estos dos?, ¿no es cierto que si nos encontramos con que este tercer medio tiene más afinidad con el placer, apareceremos en verdad tú y yo por debajo de este tercer medio, en que se unirán el placer y la sabiduría, pero quedando la vida del placer con mayor influencia sobre la vida de la sabiduría?

      PROTARCO. —Sí.

      SÓCRATES. —¿Y que si este tercer medio se aproxima más a la sabiduría, la sabiduría triunfará del placer, y será este vencido?, ¿estáis de acuerdo conmigo sobre esto?, ¿qué pensáis uno y otro?

      PROTARCO. —A mí me parece que sí.

      SÓCRATES. —Y a ti, Filebo, ¿qué te parece?

      FILEBO. —Creo y creeré siempre, que la victoria está sin duda del lado del placer. Por lo demás, Protarco, tú mismo juzgarás.

      PROTARCO. —Puesto que tú, Filebo, pones en nuestras manos la cuestión, no eres árbitro de conceder o negar nada a Sócrates.

      FILEBO. —Tienes razón, y heme aquí fuera de la disputa; sea de ello testigo la diosa misma del placer.

      PROTARCO. —Nosotros seremos ante ella testigos de lo que acabas de decir. Y ahora, Sócrates, tratemos de terminar esta discusión con beneplácito de Filebo, o de cualquiera manera que sea.

      SÓCRATES. —Sí, y comencemos por esta misma diosa a la que se refiere Filebo, que es Afrodita, aunque su verdadero nombre es el Placer.

      PROTARCO. —Muy bien.

      SÓCRATES. —En todo tiempo, Protarco, mi temor, al pronunciar los nombres de los dioses, no es un temor humano, sino que está por encima de los mayores temores, y por esto doy en este acto a Afrodita el nombre que más debe agradarle. En cuanto al placer, creo que tiene más de una forma, y como ya he dicho, nos es preciso comenzar por él, examinando cuál es su naturaleza. Al oírlo nombrar, como nosotros hacemos, se le tomaría por una cosa simple. Sin embargo, toma formas de toda especie, y en ciertos conceptos desemejantes entre sí. En efecto, fija en ello tu atención. Podemos decir, que el hombre estragado encuentra placer en el libertinaje, y el hombre moderado en la templanza; que el insensato, lleno de opiniones y esperanzas locas, tiene placer, y que el sabio lo encuentra igualmente en la sabiduría. Pero si alguno se atreviera a decir que estas dos especies de placer son semejantes entre sí, ¿no pasaría con razón por un extravagante?

      PROTARCO. —Es cierto, Sócrates, que estos placeres vienen de orígenes opuestos, pero no por esto se oponen el uno al otro. Porque ¿cómo el placer puede dejar de ser lo más parecido al placer, es decir, a sí mismo?

      SÓCRATES. —Entonces el color, querido mío, en tanto que color no difiere en nada del color. Sin embargo, todos sabemos que lo negro, además de ser diferente de lo blanco, es de hecho opuesto a aquel. En igual forma, sin considerar más que el género, toda figura es lo mismo que otra figura; pero, si se comparan las especies, hay algunas enteramente opuestas y otras diversas entre sí hasta el infinito. Otras muchas cosas encontraremos, que están en el mismo caso. Por tanto, no puede darse fe a la razón que acabas de alegar, porque confundes en uno los objetos más contrarios. Sospecho que no descubriremos placeres contrarios a otros placeres.

      PROTARCO. —Quizá los hay. Pero ¿qué perjudica esto a la opinión que yo defiendo?

      SÓCRATES. —Es, diremos nosotros, porque siendo estos placeres desemejantes, no los llamas con el nombre que les es propio. Porque dices que todas las cosas agradables son buenas, y nadie, en verdad, negará que lo que es agradable no sea agradable; pero siendo la mayor parte de los placeres malos y algunos buenos, como nosotros pretendemos, tú das, sin embargo, a todos el nombre de buenos, aunque reconozcas que son desemejantes, si se te obliga a dar este voto en la discusión. ¿Qué cualidad común ves igualmente en los placeres buenos y malos, que te comprometa a comprenderlos todos bajo el nombre de Bien?

      PROTARCO. —¿Cómo dices eso, Sócrates? ¿Crees que, después de haber sentado como principio que el placer es el bien, puedo concederte y dejate pasar que hay ciertos placeres que son buenos y otros que son malos?

      SÓCRATES. —Por lo menos confesarás, que los hay desemejantes entre sí, y algunos contrarios.

      PROTARCO. —De ninguna manera; sobre todo, en tanto que son placeres.

      SÓCRATES. —Ya volvemos de nuevo al mismo tema de antes, Protarco. Diremos, por consiguiente, que un placer no difiere de otro placer, y que todos son semejantes; de nada nos servirán los ejemplos que antes alegué, y diremos lo que dicen los hombres más ineptos y extraños al arte de discutir.

      PROTARCO. —¿Por qué?

      SÓCRATES. —Si por imitarte y llevarte la contraria me propusiese sostener que hay una semejanza perfecta entre las cosas más desemejantes, podría hacer valer las mismas razones que tú. Por ese medio hubiéramos aparecido en la discusión más novicios que lo que conviene, y se nos escaparía de las manos el objeto que tratamos. Tomemos, pues, el verdadero hilo, y quizá siguiendo la misma dirección llegaremos a convenir en algún punto.

      PROTARCO. —Dime cómo.

      SÓCRATES. —Supón, Protarco, que me interrogas a tu vez.

      PROTARCO. —¿Sobre qué?

      SÓCRATES. —¿No es cierto que la sabiduría, la ciencia, la inteligencia y todas las demás cosas que he comprendido al principio en el orden de los bienes, cuando se me preguntaba qué es el Bien, se encontrarán en el mismo caso que tu placer?

      PROTARCO. —¿Por dónde?

      SÓCRATES. —Toda la ciencia, tomada en su conjunto, nos parecerá formada de muchas ciencias y algunas desemejantes entre sí. Y si por casualidad se encontrasen entre ellas ciencias opuestas, ¿merecería la pena que yo disputase contigo, si por temor de reconocer esta oposición, dijese yo que ninguna ciencia es diferente de otra, de suerte que nuestra conversación se disipase como un objeto frívolo, y que saliéramos de la dificultad por medio de un absurdo?

      PROTARCO.

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