Obras Completas de Platón. Plato
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PROTARCO. —¿Pasaría yo por un hombre sensato si respondiera otra cosa?
SÓCRATES. —No, ciertamente. Pero atiende a lo que voy a decir. ¿No es a la reunión de todos los elementos de los que acabo de hablar a la que hemos dado el nombre de cuerpo?
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Figúrate, pues, que lo mismo sucede con lo que llamamos universo, porque, componiéndose de iguales elementos, es también por la misma razón un cuerpo.
PROTARCO. —Dices muy bien.
SÓCRATES. —Te pregunto ahora si nuestro cuerpo es nutrido por el del universo, o si este saca del nuestro su nutrimento, y si ha recibido y recibe de él lo que entra, según hemos dicho, en la composición del cuerpo.
PROTARCO. —Y esa pregunta, Sócrates, no hay para qué responder.
SÓCRATES. —Pero esta pregunta reclama otra; ¿qué piensas de esto?
PROTARCO. —Proponla.
SÓCRATES. —¿No diremos que nuestro cuerpo tiene un alma?
PROTARCO. —Evidentemente lo diremos.
SÓCRATES. —¿De dónde la ha sacado, mi querido Protarco, si el mismo cuerpo del universo no está animado [no tuviera alma], y si no tiene las mismas cosas que el nuestro y otras más bellas aún?
PROTARCO. —Es claro, Sócrates, que no ha podido salir de otra parte.
SÓCRATES. —Porque no nos fijamos sin duda, Protarco, en que de estos cuatro géneros, el finito, el infinito, el compuesto de uno y otro, y la causa, este cuarto elemento que se encuentra en todas las cosas, que nos da un alma, que sostiene el cuerpo, que cuando está enfermo lo vuelve la salud, y hace en miles de objetos otras combinaciones y reformas, recibe el nombre de sabiduría absoluta y universal, siempre presente bajo la infinita variedad de sus formas; y que el género más bello y excelente se halla en la extensa región de los cielos, en donde se encuentra todo lo que está en nosotros, pero más en grande y con una belleza y una pureza sin igual.
PROTARCO. —No; eso sería de todo punto inconcebible.
SÓCRATES. —Por lo tanto, puesto que no se puede usar este lenguaje, será mejor decir, siguiendo los mismos principios, lo que hemos dicho muchas veces: que en este universo hay mucho de infinito y una cantidad suficiente de finito, a los que preside una causa, no despreciable, que arregla y ordena los años, las estaciones, los meses y que merece con razón el nombre de sabiduría y de inteligencia.
PROTARCO. —Con mucha razón, ciertamente.
SÓCRATES. —Pero no puede haber sabiduría e inteligencia allí donde no hay alma.
PROTARCO. —No, ciertamente.
SÓCRATES. —Asíes que no tendrás reparo en asegurar, que en la naturaleza de Zeus, en su cualidad de causa, hay un alma real, una inteligencia real, y en los otros otras bellas cualidades que cada uno gusta que se le atribuyan.
PROTARCO. —Sin duda.
SÓCRATES. —No creas, Protarco, que hayamos hecho este discurso en vano, porque, en primer lugar, tiene por objeto apoyar la opinión de aquellos que en otro tiempo sentaron el principio de que la inteligencia preside siempre a este universo.
PROTARCO. —Es cierto.
SÓCRATES. —En segundo lugar, suministra la respuesta a mi pregunta; a saber: que la inteligencia es de la misma familia que la causa, que es una de las cuatro especies que hemos reconocido. Ahora ya sabes cuál es nuestra respuesta.
PROTARCO. —Si, lo concibo muy bien; sin embargo, al pronto no me había apercibido de que tú respondieses.
SÓCRATES. —Algunas veces, Protarco, el estilo festivo es un desahogo en las indagaciones serias.
PROTARCO. —Dices bien.
SÓCRATES. —Así, mi querido amigo, hemos demostrado suficientemente, para lo sucesivo, de qué género es la inteligencia, y cuál es su virtud.
PROTARCO. —Así es.
SÓCRATES. —En cuanto al placer, hace largo tiempo que hemos visto también a qué género pertenece.
PROTARCO. —Sí.
SÓCRATES. —Acordémonos, respecto de una y de otra, que la inteligencia tiene afinidad con la causa; que es poco más o menos del mismo género; que el placer es infinito por sí mismo, y que es de un género que no tiene, ni tendrá nunca en sí, ni por sí, principio ni medio ni fin.
PROTARCO. —Doy fe de que nos acordaremos.
SÓCRATES. —Después de esto, es preciso examinar en qué objeto el uno y la otra residen, y qué afección los hace nacer siempre que se producen. Veamos, por lo pronto, el placer; y como hemos comenzado por él a indagar el género, guardaremos aquí el mismo orden. Pero nunca podremos conocer a fondo el placer, sin hablar igualmente del dolor.
PROTARCO. —Marchemos por esta vía, puesto que es indispensable.
SÓCRATES. —¿Piensas lo mismo que yo sobre el nacimiento del uno y de la otra?
PROTARCO. —¿Cuál es tu dictamen?
SÓCRATES. —Me parece que, según el orden de la naturaleza, el dolor y el placer nacen del género mixto.
PROTARCO. —Recuérdanos, te lo suplico, mi querido Sócrates, cuál es, entre todos los géneros reconocidos, del que quieres hablar aquí.
SÓCRATES. —Es lo que voy a hacer con todas mis fuerzas, querido amigo.
PROTARCO. —Muy bien.
SÓCRATES. —Por el género mixto es preciso entender el que colocamos en tercer lugar entre los cuatro.
PROTARCO. —¿Es del que hiciste mención después del infinito y el finito, y en el que colocaste la salud, y aun creo que también la armonía?
SÓCRATES. —Exactamente. Préstame en adelante toda tu atención.
PROTARCO. —No tienes más que hablar.
SÓCRATES. —Digo, pues, que cuando la armonía se rompe en los ANIMALES, desde el mismo momento la naturaleza se disuelve, y el dolor nace.
PROTARCO. —Lo que dices es muy cierto.
SÓCRATES. —Que en seguida, cuando la armonía se restablece y entra en su estado natural, es preciso decir que el placer nace entonces, para expresarme en pocas palabras y lo más brevemente que es posible sobre objetos tan importantes.
PROTARCO. —Creo que hablas bien, Sócrates; intentemos, sin embargo, dar a este punto mayor claridad.
SÓCRATES. —¿No es fácil concebir estas afecciones ordinarias conocidas de todo el mundo?
PROTARCO. —¿Qué